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—Nikki no es cualquier mujer. Es una mujer en apariencia, reconstruida sobre un chasis de hombre. Quizá eso es lo que ha despertado su interés todos estos años.

En el semblante de Seipolt creció la impaciencia.

—Deja de molestarme, Audran. Yo ya no tengo el aparato para interesarme sexualmente por nadie ni por nada. Ya no siento el deseo de satisfacer ese requisito. He descubierto que prefiero los negocios. Versteh?

Asentí.

—Imagino que no me permitirá inspeccionar su adorable casa. No le molestaré mientras trabaja. No se preocupe por mí, estaré tan quieto como un jerbo.

—No, los árabes roban.

Su sonrisa creció lentamente hasta convertirse en algo maligno. No me altero con facilidad, así que me limité a ignorarle. —¿Sería tan amable de devolverme la carta? —pregunté. Seipolt se encogió de hombros. Me acerqué a su mesa, recogí la nota de Nikki y la metí en mi bolsa.

—¿Importación-exportación? —pregunté. Seipolt se sorprendió.

—Sí —dijo, bajando la vista hasta un montón de tarjetas de embarque.

—¿Algo en particular, o los excedentes acostumbrados?

—¿Qué demonios te importa lo que yo…?

Esperé a que pronunciara la mitad de su colérica respuesta para golpearle rápidamente en el brazo derecho con mi zurda, apartando el orificio del arma, y en su rollizo y blanco rostro con mi derecha. Le aferré su muñeca derecha con fuerza. Luchamos en silencio durante unos instantes. Estaba sentado y yo sobre él, forcejeábamos, con el ímpetu y la sorpresa de mi lado. Le retorcí la muñeca, forzando los pequeños huesos de su antebrazo. Lanzó un gemido y soltó el arma sobre el escritorio; con un movimiento de mi derecha, hice que la pistola se deslizara por toda la habitación. No intentó recuperarla.

—Tengo otras armas —dijo con serenidad—; y alarmas para avisar a Reinhardt y a los demás.

—No lo dudo —repuse, pero no relajé mi fuerza sobre su muñeca.

Noté que mi vena sádica empezaba a disfrutar con todo aquello.

—Hábleme de Nikki.

—Nunca ha estado aquí, no sé una maldita cosa de ella —insistió Seipolt. Empezaba a sufrir—. Puedes apuntarme con el arma, luchar y forcejear conmigo por la habitación, pelear con mis hombres, inspeccionar la casa. ¡Maldición, no sé quién es tu Nikki! Si no me crees ahora, no hay una maldita cosa en el mundo que pueda decir para hacerte cambiar de opinión. Ahora, déjame ver lo listo que eres.

—Al menos cuatro personas recibieron la misma carta —dije, pensando en voz alta—. Dos de ellas han muerto. Quizá la policía pueda hallar alguna pista aquí, aunque yo no pueda.

—Suelta mi muñeca.

Su voz sonó glacial y autoritaria. Le solté. No tenía mucho sentido continuar sujetándosela.

—Ve y llama a la policía. Que busquen. Que ellos te convenzan. Cuando se vayan, haré que te arrepientas de haber puesto los pies en mi propiedad. Y si no sales de mi oficina ahora mismo, idiota incivilizado, no tendrás otra oportunidad. Versteh?

«Idiota incivilizado» era un insulto popular en el Budayén que no es fácil de traducir. Dudaba que el vocabulario del daddy de Seipolt lo incluyese. Me divertía que hubiera aprendido el idioma en los años que había pasado entre nosotros.

Eché un rápido vistazo a su automática, que descansaba sobre la alfombra a unos metros de mí. Me hubiera gustado llevármela, pero hubiera sido un acto de mala educación. Aunque tampoco iba a dársela a Seipolt. Que Reinhardt la recogiese.

—Gracias por todo —dije, con una sonrisa amistosa. Después cambié mi expresión por la del muy respetuoso y necio árabe —. Estoy en deuda con usted, excelencia. ¡Que pase un buen día! ¡Que mañana se despierte con buena salud!

Seipolt me lanzó una mirada de odio. Me volví hacia él, no por desconfianza, sino para exagerar la cortesía árabe con la que me burlaba. Atravesé la puerta del despacho y la cerré con cuidado. Me di de bruces con Reinhardt. Sonreí e hice una reverencia, él me mostró la salida. Me detuve ante la puerta principal para admirar unas estanterías repletas de diversas y raras obras de arte: piezas precolombinas, cristal de Tiffany, cristal Lauque, iconos religiosos rusos, fragmentos de esculturas egipcias y griegas. Entre la mezcolanza de períodos y estilos había un anillo, oscuro y poco llamativo, un simple aro de plata y lapislázuli. Había visto ese anillo antes, en uno de los dedos de Nikki, mientras ésta jugueteaba sin cesar dando vueltas a los rizos de su cabello. Reinhardt me vigilaba de cerca. Yo hubiera querido coger el anillo, pero no me fue posible.

En la puerta me volví para ofrecer algunas muestras de gratitud árabe a Reinhardt, pero no tuve oportunidad. Esa vez, con gran placer por su parte, el rubio bastardo ario cerró la puerta, casi me rompe la nariz. Volví por el camino de gravilla, perdido en mis pensamientos. Me metí en el taxi de Bill.

—A casa —dije.

—Huh —gruñó Bill—. Juega duro, haz daño. Decirlo es fácil para él, maldito hijo de puta. Y he aquí la mejor línea defensiva de la historia en espera de que mueva mi rosado culo, en espera de que me corten la cabeza y me la entreguen. «Sacrificio. » Espero que griten un lindo pase y me dejen descansar, pero no, hoy no. El defensa era un demonio, de ser humano tenía sólo la apariencia. Le había calado. Cuando la tocaba, la pelota estaba siempre tan caliente como el carbón. Me hubiera gustado que algo hubiese sucedido, incluso al revés. Diablos de fuego. Un poco de azufre ardiendo y humo, y el arbitro no puede verles cuando te agarran el protector facial. Trucos de demonios. Los demonios quieren que sepas cómo será cuando estés muerto, cuando puedan hacerte todo lo que deseen. Les gusta jugar así con tu mente. Demonios. Siguieron gritando jugadas del placador toda la tarde. Caliente como el infierno.

—Vámonos a casa, Bill —dije con un tono más fuerte.

Se volvió para mirarme.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró.

Puso su viejo taxi en marcha y lo condujo de vuelta por el camino de Seipolt.

Llamé al teniente Okking en el trayecto de regreso al Budayén. Le hablé sobre Seipolt y la nota de Nikki. No pareció muy interesado.

—Seipolt es un cualquiera —dijo Okking—. Sólo un rico don nadie de la Nueva Alemania reunificada.

—Nikki estaba asustada, Okking.

—Es probable que os mintiera en esas cartas. Por alguna razón, mintió acerca de su lugar de destino. No le salió como esperaba y trató de comunicarse contigo. El que se fue con ella no dejó que terminara.

Casi podía verle encogerse de hombros.

—Ella no actuó con inteligencia, Marîd. Tal vez ella resultase perjudicada, pero Seipolt no fue.

—Seipolt puede ser un don nadie —repuse con amargura—, pero miente muy bien bajo presión. ¿Tienes algo sobre el asesinato de Devi? ¿Está relacionado con el de Tamiko?

—Es probable que no guarden relación alguna, amigo, por mucho que tú y tus criminales colegas os empeñéis. Las «Viudas Negras» son el tipo de personas que piden que las maten, así de fácil. Lo buscan y lo consiguen. Es sólo una coincidencia que a dos de ellas se las pulieran en tan breve lapso de tiempo.

—¿Qué pistas encontraste en el de Devi? Hubo un breve silencio.

—Qué demonios, Audran, ¿de repente tengo un nuevo compañero? ¿Quién cojones te crees que eres? ¿Quieres parar de interrogarme? Como si no supieras que no puedo hablar de asuntos de la policía contigo, aunque quisiera, lo cual no es cierto ni por un segundo. Déjame en paz, Marîd, me das mala suerte.

Y cortó la comunicación.

Guardé el teléfono en mi bolsa y cerré los ojos. Fue un largo, polvoriento y caluroso viaje de regreso al Budayén. Hubiera resultado tranquilo, de no ser por el constante monólogo de Bill, y cómodo, de no ser por el agonizante taxi de Bill. Pensé en Seipolt y en Reinhardt. en Nikki y en las «hermanas», en el asesino de Devi, y en el demente torturador de Tamiko, quienesquiera que fuesen. Nada tenía sentido alguno para mí.