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«Papa» se frotó la frente otra vez.

—Últimamente ha habido muchas muertes entre mis amigos. Más muertes de lo normal.

—Sí —dije.

—Demuéstrame que no has matado a Abdulay. Nadie más tenía motivo para desearle tan mala fortuna.

—¿Qué razones crees que tengo yo?

—La deuda que he mencionado. Abdulay no era muy querido, es cierto, quizá haya despertado antipatías, incluso odios. Pero todo el mundo sabía que estaba bajo mi protección, y que cualquier mal que se le hiciese a él, se me hacía a mí. Su asesino morirá, igual que él.

Traté de levantar la mano, pero no pude.

—¿Cómo ha muerto? —pregunté.

«Papa» me miró a través de sus párpados entornados.

—Tú eres quien debe decirme cómo ha muerto.

—Yo…

Las manos de piedra soltaron mis hombros, eso sólo aumentó mi dolor. Entonces sentí que sus dedos me atenazaban la garganta.

—Contesta, rápido —dijo «Papa», amable —, o muy pronto ya no podrás hacerlo.

—Un disparo —grité con voz ronca—. Una vez. Una bala pequeña. «Papa» hizo un gesto ligero y rápido con una mano. Los dedos de piedra soltaron mi garganta.

—No, no le dispararon. Sin embargo, dos personas han sido asesinadas con un arma tan antigua estas últimas noches. Es interesante que estés al tanto de este asunto. Una de ellas se encontraba bajo mi protección.

Se detuvo con una expresión pensativa en el rostro. Sus manos, toscas y temblorosas, jugueteaban con la taza de café vacía.

El dolor desaparecía rápidamente, aunque mis hombros estarían resentidos algunos días.

—Si no le dispararon — dije—, ¿cómo murió?

Su mirada se clavó en mi rostro.

—Aún no estoy seguro de que no seas su asesino.

—Has dicho que sólo yo tenía motivos, que estaba en deuda con él. Esa deuda fue pagada hace varios días. No le debía nada.

Los ojos de «Papa» se abrieron.

—¿Tienes alguna prueba?

Me levanté un poco de la silla, para sacar el recibo que todavía conservaba en el bolsillo del pantalón. Las manos de piedra volvieron a mis hombros al instante, pero «Papa» hizo que se retiraran.

—Hassan estaba allí —añadí—, él te lo dirá.

Metí la mano en el bolsillo y saqué el papel, lo abrí y se lo pasé por encima de la mesa. Friedlander Bey lo miró; luego, lo estudió más de cerca. Miró a mis espaldas, por encima de mi hombro, e hizo un ligero movimiento con la cabeza. Me volví; la «roca» había regresado a su puesto, junto a la puerta.

—Oh, caíd, ¿puedo preguntarte quién te ha hablado de esta deuda? ¿Quién te ha sugerido que yo era el asesino de Abdulay? Debe de tratarse de alguien que no sabe que yo había cancelado mi deuda por completo.

El anciano asintió despacio. Abrió la boca, como si fuera a decírmelo, pero lo pensó mejor.

—No preguntes más —dijo.

Aspiré una bocanada de aire y lo solté. Todavía no me encontraba fuera de la habitación a salvo. Debía recordarlo. El paxium no me hacía sentir nada. Esos tranquilizantes habían sido una maldita pérdida de dinero.

Friedlander Bey miró sus manos que jugueteaban con la taza de café. Hizo una seña a la segunda «roca», que la rellenó del negro líquido. El criado me miró y yo asentí. Me sirvió otra taza.

—¿Dónde estabas sobre las diez de esta noche? —me preguntó«Papa».

—En el Café Solace, jugando a cartas.

—Ah. ¿A qué hora empezaste a jugar a cartas?

—Alrededor de las ocho y media.

—¿Y estuviste en el café hasta la medianoche?

Pensé en las últimas horas.

—Serían las doce y media cuando salimos del Café Solace y fuimos al Red Light. Yo diría que Sonny fue apuñalado entre la una y la una y media.

—El viejo Ibrihim, del Solace, ¿no refutará tu historia?

—No, no lo hará.

«Papa» se volvió e hizo un gesto a la «roca parlante» detrás de él. La «roca» utilizó el teléfono de la habitación. Poco tiempo después, se acercó a la mesa y murmuró algo al oído de «Papa». Éste suspiró.

—Me alegra mucho por ti, hijo mío, que puedas responder de esas horas. Abdulay murió entre las diez y las once. Creo que no has matado a mi amigo.

—Alabado sea Alá, el Protector —dije en voz baja.

—Así que te diré cómo murió Abdulay. Su cuerpo fue hallado por mi subordinado, Hassan el chiíta. Abdulay Abu-Zayd fue asesinado de la manera más sucia, hijo mío. Me cuesta describirla, no vaya a ser que algún espíritu del mal capte la idea y me prepare el mismo destino.

Recité la supersticiosa fórmula de Yasmin, lo cual complació al anciano.

—Que Alá te guarde, hijo mío —dijo—. Encontraron a Abdulay en el callejón, detrás de la tienda de Hassan, degollado y ensangrentado. Sin embargo, había poca sangre en el callejón; le mataron en otro lugar y le trasladaron a donde fue encontrado por Hassan. Tenía horribles marcas de quemaduras en el pecho, brazos, piernas, rostro… , incluso en sus órganos de procreación. Cuando la policía examinó el cuerpo, Hassan supo que el perro inmundo que asesinó a Abdulay había usado antes el cuerpo de mi amigo como el de una mujer, en la boca y en el lugar prohibido de los sodomitas. Hassan estaba muy alterado, tuvieron que administrarle sedantes.

El propio «Papa» parecía en extremo nervioso cuando me lo contaba, como si nunca hubiera visto u oído algo tan terrible. Estaba acostumbrado a la muerte, él había ordenado algunas y otros habían muerto por su asociación con él. Sin embargo, el caso de Abdulay le afectaba tremendamente. No era el asesinato en sí, sino el absoluto y pasmoso desprecio por los más elementales códigos de conducta. Las manos de Friedlander Bey temblaban más que antes.

—Tamiko fue asesinada de la misma manera —dije.

«Papa» me miró, incapaz de hablar durante unos segundos.

— ¿Cómo tienes esa información? —preguntó.

Noté que volvía a acariciar la idea de que yo fuera el responsable de esos asesinatos. Yo conocía hechos y detalles que, de otra forma, no podría saber.

—Yo descubrí el cuerpo de Tami — dije —, e informé al teniente Okking de ello.

«Papa» asintió y bajó la vista.

—No puedo expresar el odio que me invade —dijo—, y eso me causa dolor. Trato de controlar estos sentimientos, de vivir cómodamente como un hombre rico, si es la voluntad de Alá, y de dar gracias por mi riqueza y honrar a Alá para no albergar ni ira ni celos. Pero mi mano es obligada siempre, nunca falta quien ponga a prueba mi debilidad. Debo responder con firmeza o perdería todo lo que he conseguido con mi trabajo. Sólo deseo paz, y mi recompensa es el resentimiento. ¡Me vengaré de ese abominable carnicero, hijo mío! ¡Ese verdugo loco, que desafía la sagrada obra de Alá, debe morir! ¡Por la sagrada barba del profeta, me vengaré!

Esperé un momento, hasta que se calmó un poco.

—Oh, caíd —dije—, dos personas han muerto por una bala y dos más han sido torturadas y violadas del mismo modo. Creo que habrá más muertes. He estado buscando a una amiga que ha desaparecido. Vivía con Tamiko y, asustada, me envió un mensaje. Temo por su vida.

«Papa» se enojó conmigo.

—No tengo tiempo para tus problemas —murmuró.

Todavía estaba preocupado por la afrenta de la muerte de Abdulay. En muchos aspectos, desde el punto de vista del anciano, era más aterrador aún que lo que el mismo asesino le había hecho a Tamiko.

—Estaba dispuesto a creer que tú eras el responsable, hijo mío. Si no hubieras demostrado tu inocencia, hubieras padecido una muerte lenta y terrible en esta habitación. Agradezco a Alá que no haya ocurrido tal injusticia. Tú eras la persona más indicada en quien descargar mi ira, pero ahora debo encontrar a otro. Sólo es cuestión de tiempo el que descubramos su identidad. —Apretó sus labios en una cruel e insensible sonrisa—. Dices que estabas jugando a cartas en el Café Solace. Los que estaban contigo tendrán la misma coartada, ¿quiénes son esos hombres?