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Di el nombre de mis amigos, contento de proporcionar una explicación de su paradero, así no tendrían que enfrentarse a una inquisición como la mía.

—¿Quieres más café? —preguntó Friedlander Bey con expresión de fatiga.

—Que Alá nos guíe, ya tengo bastante.

—Que los tiempos te sean propicios —dijo él, lanzando un fuerte suspiro—. Ve en paz.

—Con tu permiso —dije poniéndome en pie.

—Que te levantes con salud por la mañana.

Pensé en Abdulay.

—Inshallah —repuse.

Me di la vuelta y la «roca parlante» ya había abierto la puerta. Sentí un gran alivio interior al salir de la habitación. Afuera, bajo un cielo despejado y negro tachonado de brillantes estrellas, se hallaba el sargento Hajjar, apoyado contra su coche patrulla. Me sorprendió. Creí que había regresado a la ciudad hacía rato.

—Veo que lo has hecho muy bien —me dijo—. Ve por el otro lado.

—¿Me siento delante? —pregunté.

—Si.

Subimos al coche, nunca me había sentado delante en un coche de policía. Si mis amigos pudieran verme…

—¿Quieres un cigarrillo? —dijo Hajjar, mientras sacaba un paquete de tabaco francés.

—No, no fumo.

Puso el motor en marcha y salimos haciendo un perfecto círculo. Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, con las luces destellando y la sirena rugiendo.

—¿Quieres comprar algunas soneínas? —me preguntó —. Sé que las tomas.

Me habría gustado comprar más, pero me parecía extraño comprárselas a un policía. El tráfico de drogas estaba tolerado en el Budayén, del mismo modo que el resto de nuestras inofensivas debilidades. Algunos policías no hacían cumplir todas las leyes; podías comprar droga a muchos oficiales. Simplemente no confiaba en Hajjar.

—¿Por qué, de repente, te muestras tan amable conmigo? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y sonrió.

—No esperaba que salieras de ese motel con vida —dijo—. Cuando cruzaste esa puerta tenías el visto bueno de «Papa» Bey estampado en la frente. Lo que está bien para «Papa» está bien para mí. ¿Lo ligas?

Entonces lo comprendí. Yo creía que Hajjar trabajaba para el teniente Okking y la policía, pero lo hacía para Friedlander Bey.

—¿Puedes llevarme a Frenchy? —dije.

—¿A Frenchy? Tu chica trabaja allí, ¿no?—Eres un pesado.

Se volvió y me sonrió de nuevo. —A seis kiam cada una. las soneínas.

—¿Seis? —pregunté —. Es ridículo. Las puedo conseguir por dos y medio.

—¿Estás loco? En ningún lugar de la ciudad puedes sacarlas por menos de cuatro.

—Está bien —dije—. Te daré tres kiam por cada una. Hajjar levantó los ojos.

—No fastidies —dijo con disgusto—. Que Alá me conceda vivir lo suficiente sin ti.

—¿Cuál es tu precio más bajo? Quiero decir el «más bajo».

—Ofrece lo que creas correcto. —Tres kiam —dije otra vez.

—Por ser tú —dijo Hajjar, serio—, te las dejaré a cinco y medio. —Tres y medio. Si no quieres mi dinero, encontraré quien lo quiera. —Que Alá me sostenga. Espero que tu proveedor esté bien.

—¡Qué demonios, Hajjar! De acuerdo, cuatro. —¿Qué?, ¿te crees que voy a hacerte un regalo?

—No son ningún regalo a este precio. Cuatro y medio. ¿Te parece bien?

—Está bien. Encontraré el consuelo en Dios. No me ganaré nada, pero dame el dinero y cerremos el trato.

Así es como los árabes de la ciudad regatean, en un zoco por un jarrón de bronce, o en el asiento delantero de un coche de policía.

Le di cien kiam y él me entregó veintitrés soneínas. Me recordó tres veces en el camino hacia Frenchy que me había dado una gratis, como regalo. Cuando llegamos al Budayén, no aminoró la marcha. Pasó ante la puerta entre aullidos de la sirena y se lanzó calle arriba, con la amable predicción de que la gente se apartaría de su camino, y casi todos lo hicieron. Cuando llegamos al club de Frenchy, y empezaba a salir del coche, me dijo en un tono de voz ofensivo:

—Hey, ¿no vas a invitarme a una copa?

De pie en la calle, cerré la portezuela de golpe y me incliné sobre la ventanilla.

—No puedo hacerlo, aunque quisiera. Si mis amigos me vieran bebiendo con un policía… , bueno, piensa lo que le pasaría a mi reputación. Los negocios son los negocios, Hajjar.

Sonrió.

—Y la acción es la acción. Lo sé, lo oigo todo el rato. Ya nos veremos.

Fustigó su coche patrulla otra vez, y bramó «Calle» abajo.

Ya me encontraba en el bar de Frenchy cuando recordé que mi ropa y mi cuerpo estaban llenos de sangre. Demasiado tarde. Yasmin ya me había visto. Refunfuñé. Necesitaba algo que me ayudara a soportar la escena que se avecinaba. Por fortuna, tenía todas esas soneínas.

9

El timbre del teléfono me despertó. Esta vez fue más fácil encontrarlo. Ya no tenía puestos los téjanos, donde solía llevarlo, ni la camisa de la noche anterior. Yasmin había decidido que era más cómodo tirarlos que intentar quitarles las manchas. Además, dijo que no quería pensar en la sangre de Sonny cada vez que recorriera mi muslo con sus uñas. Tenía otras camisas, los téjanos eran otra cuestión. Mi primer asunto del jueves sería buscar unos nuevos.

Así lo había planeado, pero aquella llamada telefónica lo alteró.

—¿Sí? —dije.

—¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Cómo estás?—Alabado sea Alá —dije—, ¿quién es?

—Te pido perdón, oh, inteligentísimo, creí que reconocerías mi voz. Soy Hassan.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir.

—Hola, Hassan. Friedlander Bey me contó anoche lo que le pasó a Abdulay. Me consuela que tú estés bien.

—Que Alá te bendiga, querido. De hecho, te llamo para transmitirte una invitación de Friedlander Bey. Desea que vayas a su casa a comer con él. Te enviará un coche con chófer.

Ésa no era mi forma favorita de empezar el día.

—Creí haberle persuadido anoche de que yo era inocente.

Hassan se rió.

—No tienes por qué preocuparte. Es una simple invitación amistosa. A Friedlander Bey le gustaría reparar la tensión nerviosa que te hizo pasar. También hay una o dos cosas que le gustaría preguntarte. Podría haber mucho dinero para ti, Marîd, hijo mío.

No me interesaba el dinero de «Papa», pero no podía rechazar su invitación, eso no se hacía en su ciudad.

—¿Cuándo llegará el coche? —pregunté.

—Muy pronto. Despéjate y escucha con atención cualquier sugerencia que Friedlander Bey te haga. Si eres listo, le sacarás provecho. —Gracias, Hassan. —No se merecen —dijo, y colgó.

Me recosté en la almohada y pensé. Años atrás, me había prometido a mí mismo que jamás aceptaría dinero de «Papa», aunque fuera un pago legítimo por un servicio prestado, pues hacerlo te incluía en la extensa categoría de sus «amigos y representantes». Yo era un agente independiente y tenía que ir con mucho cuidado esa tarde si quería conservar mi estado.

Yasmin todavía dormía y no iba a molestarla, Frenchy no abría hasta la puesta de sol. Fui al lavabo, me lavé la cara y los dientes. Tendría que ir a casa de «Papa» vestido con el traje local. No le di importancia. «Papa» lo interpretaría como un cumplido. Eso me recordó que debía llevarle algún regalito, se trataba de una entrevista completamente distinta a la de la noche anterior. Terminé mi breve aseo y me vestí, cambié la kefiyya por el gorro de punto de mi lugar de origen. Metí el dinero, el teléfono y las llaves en mi bolsa, eché un vistazo al apartamento con un vago presentimiento y salí. Debí dejar una nota a Yasmin explicándole adonde iba, pero pensé que si no regresaba jamás, la nota no iba a servirme de nada.