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—¿Su tarifa?

—¿Quiere regatear?

Empezaba a fastidiarme.

Siempre he tenido problemas con estos nuevos rusos. Nací en el año 1550, el 2172 del calendario infiel. Unos treinta o cuarenta años antes de mi nacimiento, el comunismo y la democracia murieron en su lecho de agotamiento de recursos, de hambre y pobreza feroces. La Unión Soviética y los Estados Unidos de América se fraccionaron en docenas de pequeñas monarquías y Estados policiales. El resto de los países del mundo pronto siguieron su ejemplo. Moravia era ahora independiente, como Toscana, y la Commonwealth de la Reserva de Occidente: todos aislados y aterrorizados. No sabía de qué Estado de la Rusia Reconstruida procedía Bogatyrev. Aunque era probable que diese lo mismo.

Me observó hasta que me di cuenta de que no diría nada más si no fijaba un precio.

—Quiero mil kiam al día más gastos —dije —. Págueme tres días por adelantado. Le daré una factura detallada cuando encuentre a su hijo, inshallah.

O sea, si es la voluntad de Alá. Había dicho una cifra diez veces superior a mi tarifa habitual. Supuse que regatearía.

—Me parece bien. —Abrió un maletín de plástico y sacó un paquete pequeño —. Aquí tiene unas cintas holográficas y un informe detallado de mi hijo: sus aficiones, vicios, aptitudes; es decir, su perfil psicológico completo, todo lo que usted pueda necesitar.

Le lancé una mirada furtiva a través de la mesa. Era extraño que tuviera ese paquete para mí. Las cintas del ruso hubieran bastado, lo que me dejaba atónito era el resto, el perfil psicológico. A menos que Bogatyrev fuera obsesivamente metódico, y un paranoico además, no entendía el porqué de reunir todo aquel material para mí. Entonces, tuve un presentimiento.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció su hijo? —pregunté.

—Tres años.

Le miré, sorprendido. No pensaba preguntarle por qué había esperado tanto. Era seguro que ya había visitado a los profesionales de la ciudad, sin que hubiera recibido ayuda de ellos.

Cogí el paquete.

—Tres años hacen que un rastro se enfríe un poco, señor Bogatyrev —dije.

—Le agradecería mucho que le dedicase toda su atención al asunto. Soy consciente de las dificultades y estoy dispuesto a pagarle hasta que usted lo consiga, o decida que no hay esperanzas de éxito.

Sonreí.

—Siempre hay esperanza, señor Bogatyrev.

—A veces no. Déjeme decirle uno de sus proverbios árabes: «La suerte está una hora contigo, y diez contra ti».

Sacó un grueso fajo de billetes de su bolsillo y separó tres de ellos. Se guardó el dinero antes de que los tiburones del club de Chiri pudieran olerlo, y me ofreció los tres billetes.

—Sus tres días por adelantado.

Alguien gritó.

Cogí el dinero y me volví para ver qué sucedía. Dos de las chicas de Chiri se habían arrojado al suelo. Me levanté de la silla. Vi a James Bond con una vieja pistola en la mano. Intenté distinguir si se trataba de una verdadera Beretta antigua o una Walther PPK. Hubo un solo disparo, pero, en el pequeño cabaret, resonó con tanta fuerza como la detonación de un mortero de artillería. Corrí por el estrecho pasillo que separaba las garitas de las mesas, aunque, al cabo de unos pocos pasos, me di cuenta de que nunca le alcanzaría. James Bond había abandonado el club. Detrás de él, las chicas y los clientes chillaban y se empujaban tratando de ponerse a salvo. No conseguí pasar a través del pánico. Esa noche, el maldito moddy había llevado su fantasía al límite al disparar una pistola en una sala abarrotada. Era probable que reviviera esa escena en su memoria durante años. Podía sentirse satisfecho con eso, porque si se dejaba ver de nuevo por la «Calle», le darían tal paliza que deberían modificarle y ajustarle otra vez hasta que volviese a parecer un ser humano.

El club recobró la normalidad poco a poco. Se hablaría mucho de esa noche. Las chicas necesitaron beber bastante para calmar sus nervios, y mucho consuelo. Lloraron en los hombros de los mamones, y los mamones les compraron cantidad de bebidas.

Chiri llamó mi atención.

—Bwana Marîd —dijo con suavidad—, guarda el dinero en tu bolsillo y vuelve a la mesa.

Me di cuenta de que estaba haciendo ondear los tres mil kiam por allí como un puñado de pequeñas banderas. Metí los billetes en un bolsillo de mis pantalones téjanos y regresé con Bogatyrev. No se había movido ni un ápice durante el alboroto. Hacía falta algo más que un loco con una pistola cargada para alterar a esos tipos con nervios de acero. Volví a sentarme.

—Siento la interrupción —dije.

Cogí mi vaso y miré a Bogatyrev. No me respondió. Una mancha oscura se extendía con lentitud por su camisa de seda blanca de campesino ruso. Le estuve observando largo rato mientras apuraba mi copa. Supe que los siguientes días iban a ser una pesadilla. Por último, me levanté y me dirigí a la barra. Chiri ya estaba junto a mí, con el teléfono en la mano. Se lo cogí sin decirle una palabra y murmuré el código del teniente Okking.

2

A la mañana siguiente, muy temprano, el teléfono empezó a sonar. Me desperté legañoso y con el estómago revuelto. Oí el timbre del teléfono con la esperanza de que cesara. Pero no lo hizo. Me di la vuelta y traté de ignorarlo. Pero sonó, y sonó… diez, veinte, treinta veces. Me levanté despacio, pasé por encima del cuerpo durmiente de Yasmin, y busqué el aparato entre el montón de ropa.

—¿Sí? —gruñí, cuando al fin lo encontré. No me sentía demasiado amigable.

—Yo me levanto aún más pronto que tú, Audran —dijo el teniente Okking—. Ya estoy en mi despacho.

—Todos dormimos mejor cuando sabemos que te encuentras en el trabajo —dije.

Todavía estaba irritado por lo que me había hecho la noche anterior. Después del interrogatorio de rutina, tuve que devolver el paquete que el ruso me había entregado antes de morir… , sin haber tenido ocasión de inspeccionarlo.

—Recuérdame que me ría dos veces la próxima vez, ahora tengo demasiado trabajo —dijo Okking—. Oye, estoy en deuda contigo por tu cooperación.

Con una mano sostuve el teléfono en mi oreja y con la otra busqué la caja de píldoras. La abrí como pude y saqué un par de pequeños triángulos azules que me despertaban al instante. Los tragué en seco y esperé a oír el resto de la información que Okking dejaba en suspenso.

—¿Y bien? —dije.

—Tu amigo Bogatyrev debió acudir a nosotros. No nos ha costado mucho cotejar sus cintas con nuestros archivos. Su desaparecido hijo murió en un accidente hace casi tres años. Nunca identificamos el cadáver.

Transcurrieron unos segundos de silencio mientras yo pensaba en ello.

—De haberlo hecho, el pobre bastardo no se hubiera reunido conmigo anoche y no habría terminado con ese agujero rojo y el desgarrón en su camisa.

—La vida es así, ¿no resulta gracioso?

—Sí. Recuerda que me ría dos veces la próxima vez. Dime lo que sabéis de él.

¿De quién? ¿De Bogatyrev o de su hijo?

Me da igual, de cualquiera. Todo lo que sé es que un hombrecillo quería que yo le hiciese un trabajo: que encontrara a su hijo. Me despierto esta mañana, y resulta que tanto él como el chico están muertos.

Debió acudir a nosotros —repitió Okking.

—En su tierra tienen la manía de no ir a la policía. Por su propia voluntad, quiero decir.

Okking lo meditó, mientras decidía si le parecía bien o no. Al final, lo soltó.