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Una lluvia acompañaba al sol de la cálida tarde. Fui a una tienda cercana, compré una cesta de frutas variadas y regresé a la puerta del edificio de mi apartamento. Disfruté del olor fresco y limpio de la lluvia sobre la acera. Vi una gran limusina negra que me esperaba con el motor en marcha. Un chófer uniformado se hallaba en el portal de mi edificio, resguardándose de la fina lluvia. Me saludó al acercarme y me abrió la portezuela trasera del costoso automóvil. Entré dirigiendo una silenciosa oración a Alá y oí el golpe de la puerta al ser cerrada. Poco después el coche se puso en movimiento hacia la gran casa de Friedlander Bey.

Un guardia uniformado custodiaba la puerta del alto muro, cubierto por la hiedra, que el coche cruzó. El camino, pavimentado de grava, serpenteaba grácil por entre un paisaje dispuesto con sumo cuidado. Una profusión de vivaces flores tropicales brotaban por todas partes y, tras ellas, las altas palmeras y los bananeros. El efecto era más natural y alegre que los artificiales arreglos que rodeaban la casa de Lutz Seipolt. La conducción era lenta, los neumáticos del coche arrancaban chasquidos de la grava. Intramuros todo permanecía silencioso y tranquilo, como si «Papa» hubiera conseguido aislarse del ruido y del clamor de la ciudad, y también de los visitantes indeseados. Era un edificio de sólo dos plantas, pero se alzaba sobre un solar carísimo de una buena finca, en el centro de la ciudad. Tenía varias torres —llenas de vigilantes sin duda—, y la casa de Friedlander Bey tenía su propio minarete. Me preguntaba si «Papa» tenía su propio muecín para llamarle a sus devociones.

El conductor se detuvo ante la amplia escalera de mármol de la entrada principal. No sólo me abrió la portezuela trasera del coche, sino que me acompañó hasta el final de la escalera. Fue él quien llamó a la bruñida puerta de caoba de la casa. Un mayordomo, u otro criado, nos abrió y el chófer dijo:

—El invitado del señor.

El chófer regresó al coche y el mayordomo me hizo una reverencia. Me encontraba en la casa de Friedlander Bey. La magnífica puerta se cerró despacio detrás de mí y el aire fresco y seco acarició mi rostro sudado. La casa tenía un sutil olor a incienso.

—Por aquí, por favor —me indicó el mayordomo—. El señor se encuentra orando en este momento. Puede esperar en la antecámara.

Le di las gracias al mayordomo, que me deseó de corazón que Alá me concediese toda clase de bondades. Luego desapareció, y me dejó solo en la pequeña habitación. Paseé por ella con indiferencia mientras admiraba los preciosos objetos que «Papa» había adquirido durante su larga y dramática vida. Por fin, se abrió una puerta y una de las «rocas» me hizo una seña. Vi a «Papa» doblando su alfombra de oración y guardándola en un armario. En su despacho había un mihrab, una cavidad semicircular que se encuentra en toda mezquita e indica la dirección a La Meca.

Friedlander Bey se volvió hacia mí, y en su rollizo y lúgubre rostro brilló una auténtica sonrisa de bienvenida. Se acercó a saludarme. Proseguimos con todas las formalidades. Le ofrecí mi regalo y estuvo encantado.

—Las frutas parecen suculentas y tentadoras —dijo, al tiempo que colocaba la cesta en la mesita baja—. Las probaré después de la puesta de sol, hijo mío. Ha sido muy amable por tu parte acordarte de mí. Ahora, ¿quieres ponerte cómodo? Hemos de hablar y, cuando sea el momento apropiado, te ruego que me acompañes en mi comida.

Me indicó un antiguo diván lacado que tenía aspecto de valer una pequeña fortuna. Él descansó en su compañero, mirándome a través de varios metros de exquisita alfombra, azul celeste y dorada. Esperé a que iniciara la conversación.

Acarició su mejilla y me miró, como si no lo hubiera hecho bastante la noche anterior.

—Por tu tez, veo que eres un magrebí —dijo—, ¿tunecino tal vez?—No. oh, caíd. Nací en Argelia.

—Seguramente uno de tus padres era de procedencia berebere.

Eso me molestó un poco. Tenía viejas e históricas razones para irritarme, pero son antiguas y aburridas, y carecen de importancia. Evité la polémica árabe-berebere al responder:

—Soy musulmán, oh, caíd, y mi padre era francés.

—Un proverbio dice que si preguntas a una muía su linaje, sólo te dirá que uno de sus padres era un caballo.

Lo tomé como una leve reprobación; la referencia a muías y pollinos es más significativa si se considera, como los árabes, que el asno, igual que el perro, son los animales más sucios. «Papa» debió notar que sólo me había irritado más, porque se rió de modo conciliador y movió una mano.

—Perdóname, hijo mío. Me parecía que tienes un fuerte acento del dialecto del Magreb. Por supuesto, el árabe de la ciudad es una mezcla de magrebí, egipcio, levantino y persa. Dudo que alguien hable árabe puro, si es que ese alguien existe, excepto en el Recto Sendero. No pretendía ofenderte. Y debo hacer extensiva la disculpa a mi trato de anoche. Espero que comprendas mis motivos.

Asentí serio, mas no respondí.

Friedlander Bey prosiguió:

—Es necesario que volvamos al desagradable tema que discutimos brevemente en el motel. Estos asesinatos deben cesar. No hay otra alternativa. Por el momento, tres de las cuatro víctimas estaban relacionadas conmigo. No puedo entender estos crímenes sino como un ataque personal, directo o indirecto.

—¿Tres de las cuatro? —pregunté —. Desde luego, Abdulay Abu-Zayd era uno de tus hombres. Pero ¿el ruso? ¿Y las dos «Viudas Negras»? Ningún tipo se atrevería a forzar a las «hermanas». Tamiko y Devi eran famosas por su feroz independencia.

«Papa» hizo un leve gesto de disgusto.

—No tengo nada que ver con las «Viudas Negras» en lo relativo a su prostitución. Mis intereses están en un plano más elevado, aunque muchos de mis asociados saquen provecho en proporcionar toda clase de vicios. Las «hermanas» estaban autorizadas a quedarse cada kiam que ganaban y que les aprovecharan. No, ellas realizaban otros servicios para mí, servicios de naturaleza reservada, peligrosa y necesaria.

Yo estaba asombrado.

—¿Tami y Devi eran… tus asesinas?

—Sí —reconoció Friedlander Bey—. Y Selima sigue haciendo esas tareas cuando no queda otra solución. Tamiko y Devi estaban bien pagadas, gozaban de toda mi confianza y mi fe, y siempre obtenían excelentes resultados. Sus muertes me han causado mucha aflicción. No es tarea fácil reemplazar a artistas como ellas, sobre todo a unas con las que disfrutaba de tan satisfactoria relación laboral.

Lo pensé un instante. No era difícil de aceptar, aunque la información me había tomado por sorpresa. Incluso respondía a ciertas preguntas que me planteaba de vez en cuando sobre la franca osadía de las «Viudas Negras». Trabajaban como agentes secretos de Friedlander Bey y tenían protección, o se suponía que la tenían. Sin embargo, dos de ellas habían muerto.

—Resultaría más sencillo comprender esta situación, oh, caíd —dije pensando en voz alta—, si Tami y Demi hubieran sido asesinadas de la misma manera. Pero a Devi le dispararon con una vieja pistola y Tami fue torturada y degollada.

Eso es lo que yo creo, hijo mío. Por favor, continúa. Quizá puedas iluminar este misterio.

Me encogí de hombros.

—Bien, el hecho de que las víctimas no hayan sido asesinadas de la misma forma puede ser dejado aparte.

—Encontraré a los dos asesinos —murmuró el anciano con calma.

Era una afirmación categórica, no un voto sentimental, ni un alarde.

—Se me ocurre, oh, caíd, que el asesino de la pistola mata por alguna razón política. Le vi cuando disparaba al ruso, un pequeño funcionario de la legación del reino bielorruso-ucraniano. Llevaba un módulo de personalidad de James Bond. El arma era el mismo tipo de pistola que empleaba ese personaje de ficción. Creo que un asesino común, que mata por despecho o en un arranque de cólera o en el transcurso de un robo, se conecta otro módulo o no se conecta ninguno. El módulo de James Bond aportaría perspicacia y destreza a la tarea de un asesinato rápido y limpio. Sólo sería de valor para un asesino desapasionado, cuyos actos formaran parte de un esquema más complejo.