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Friedlander frunció el ceño.

—No me convence, hijo mío. No existe la más mínima relación entre tu diplomático y mi Devi. La idea del asesino se te ha ocurrido sólo porque el ruso desempeñaba un cargo político. Devi no tenía ni idea de asuntos internacionales. Ella no era obstáculo ni ayuda para ningún partido o movimiento. El tema de James Bond merece una investigación más a fondo, pero los móviles que sugieres carecen de sentido.

—¿Tienes alguna idea sobre los asesinatos, oh, caíd?

—Aún no, pero acabo de empezar a recopilar datos. Por eso quería comentar la situación contigo. No debes pensar que mi interés es debido a simples motivos de venganza. Por supuesto que sí, pero también de mayor alcance. Para decirlo en pocas palabras, debo proteger mis inversiones. Tengo que demostrar a mis asociados y amigos que no permito semejantes amenazas a su seguridad. De otro modo, perdería el apoyo de la gente que constituye la base y la estructura de mi poder. Si los consideramos a nivel individual, estos cuatro asesinatos son repulsivos; pero no acontecimientos inauditos, porque en la ciudad tienen lugar asesinatos cada día. Pero juntos, los cuatro crímenes son un desafío inmediato a mi existencia. ¿Me comprendes, hijo mío?

Lo estaba dejando muy claro.

—Sí, oh, caíd —dije.

Esperaba oír las sugerencias de las que Hassan me había hablado.

Hubo una larga pausa durante la cual Friedlander Bey me miró pensativo.

—Tú eres muy distinto a la mayoría de mis amigos del Budayén —dijo, por fin—. Casi todos tienen alguna modificación en su cuerpo.

—Si tienen dinero para ello, creo que pueden hacerse las modificaciones que deseen. En cuanto a mí, oh, caíd, mi cuerpo siempre ha funcionado muy bien tal como es. La única cirugía que ha sufrido ha sido por razones terapéuticas. Me complace la forma que Alá me dio.

Él asintió.

—¿Y tu mente? —preguntó.

—A veces funciona muy despacio; pero, en general, me hace buen servicio. Nunca he deseado llenar mi cerebro de cables, si es a lo que te refieres.

—Sin embargo, tomas prodigiosas cantidades de drogas. Lo hiciste anoche en mi presencia.

Yo no tenía nada que objetar al respecto.

—Eres un hombre orgulloso, hijo mío. He leído un informe de ti que menciona ese orgullo. Te excitan los retos de ingenio, voluntad y valor físico con personas que tienen la ventaja de las personalidades modulares y otros potenciales de software. Es una diversión peligrosa, pero pareces haber salido ileso de ella.

Retazos de dolorosos recuerdos cruzaron por mi mente.

—He salido malparado, oh, caíd, bastantes veces.

Se rió.

—Pero ni siquiera eso te incita a modificarte. Tu orgullo te presenta —como dicen los cristianos en algunos contextos— como un ser en el mundo pero no de este mundo.

—Sin tentarme sus tesoros ni tocarme sus males, ése soy yo.

Mi tono irónico no le pasó desapercibido.

—Me gustaría que me ayudaras, Marîd Audran —dijo.

Ahí estaba, lo tomas o lo dejas.

Lo dijo de manera que me ponía en una situación muy incómoda. Podía decir: «Sí, te ayudaré» y entonces me comprometería precisamente del modo que juré no hacerlo nunca, o podría decir: «No, no te ayudaré» y ofendería a la persona más influyente de mi mundo. Tomé aliento un par de veces antes de escoger mi respuesta.

—Oh, caíd —dije por fin—, tus dificultades son las dificultades de todo el Budayén; de hecho, de toda la ciudad. Cualquiera que se preocupe por su seguridad y su dicha te ayudaría. Yo lo haré en todo lo que esté en mi mano, pero dudo de que pueda resultar de alguna utilidad contra los hombres que han asesinado a tus amigos.

«Papa» se acarició la mejilla y sonrió.

—Entiendo que no deseas convertirte en uno de mis «asociados». Así será. Te garantizo, hijo mío, que si me ayudas en este asunto, no serás marcado como uno de los «hombres de “Papa”». Encuentras placer en tu libertad e independencia, y yo no se las arrebataría a alguien que me hace un gran favor.

Me pregunté si aquellas palabras significarían que sí privaría de la libertad a alguien que se negara a ayudarle. Para «Papa» hubiera sido un juego de niños robarme la libertad, podía hacerlo sólo con meterme para siempre bajo la tierna hierba del cementerio, al final de la «Calle».

Baraka: palabra árabe muy difícil de traducir. Puede significar magia o carisma o el favor especial de Dios. Los lugares pueden tenerla: se visitan y se tocan lugares sagrados con la esperanza de que transmitan un poco de baraka. La gente puede tener baraka, los derviches, en concreto, creen que algunos afortunados han sido bendecidos en especial por Alá y por ello gozan de singular respeto dentro de la comunidad.

Friedlander Bey tenía más baraka que todos los altares de piedra del Magreb. Yo no podía decir si era baraka lo que le convertía en lo que era, o si había adquirido baraka igual que había conseguido su posición y su influencia. Fuera cual fuese la explicación, resultaba muy difícil escucharle y negarse a sus peticiones.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté.

Yo sentía un enorme vacío interior, como si se tratara de una gran rendición.

—Quiero que seas el instrumento de mi venganza, hijo mío.

Me sentí impresionado. Yo sabía que no era la persona adecuada para llevar a cabo la tarea que él me encomendaba. Había intentado decírselo, pero no hacía más que desdeñar mis objeciones como si fueran una cuestión de falsa modestia. Noté la boca y la garganta secas.

—He dicho que te ayudaría, pero esperas demasiado de mí. Tienes gente más capacitada a tu servicio.

—Hombres más fuertes —me corrigió «Papa»—. Los dos criados que viste anoche son más fuertes que tú, pero carecen de inteligencia. Hassan el chiíta posee cierta astucia, sin embargo, no es un hombre peligroso. He tenido en cuenta a cada uno de mis amigos, mi querido hijo, y he llegado a la siguiente conclusión: ninguno de ellos reúne la combinación esencial de cualidades que busco. Lo más importante es que confío en ti. No puedo decir lo mismo de muchos de mis asociados, es triste admitirlo. Confío en ti porque no te preocupa ascender ante mi consideración. No tratas de congraciarte conmigo para tus propios fines. No eres un comerciante parásito, de los cuales no obtengo más que mi parte. El importante trabajo que debemos hacer requiere a alguien de quien yo no tenga ninguna duda, ésa es una de la razones por las que nuestra cita de anoche resultó tan difícil para ti. Fue una prueba de tu valor interno. Desde el principio yo sabía que eras el hombre que buscaba.

—Me honras, oh, caíd, pero me temo que no comparto tu seguridad.

Levantó la mano derecha, visiblemente temblorosa.

—No he acabado de hablar, hijo mío. Existen más razones por las que debes hacer lo que te pido, razones que te benefician a ti, no a mí. Anoche intentaste hablarme de tu amiga Nikki, y no te lo permití. De nuevo te pido perdón. Me pareció muy correcto que te preocupases por su seguridad. Estoy seguro de que su desaparición fue obra de uno de estos asesinos. Quizá ya esté muerta, Alá no lo quiera. No puedo asegurarlo. Pero si existe alguna esperanza de encontrarla con vida, está en tus manos. Con mis recursos, juntos, encontraremos a los asesinos. Juntos, podemos tratarles como la Sabia Mención de Dios ordena. Si podemos, evitaremos la muerte de Nikki… y quién sabe cuántas otras más. ¿No son respetables estos fines? ¿Todavía lo dudas?