Todo eso resultaba halagador al máximo, supongo, aunque me hubiera encantado que «Papa» eligiera a cualquier otro. Saied habría hecho un buen trabajo, sobre todo con su moddy de bravucón conectado. Pero yo nada podía hacer al respecto, excepto asentir.
—Lo llevaré a cabo lo mejor que pueda, oh, caíd —repuse con reticencia—, pero mantengo mis dudas.
—Eso está bien —dijo Friedlander Bey—. Tus dudas te harán vivir mucho tiempo.
En realidad, yo hubiera deseado que no pronunciase esas últimas palabras, me sonaron como si no pudiera sobrevivir; hiciera lo que hiciese, mis dudas me rondarían para verme sufrir.
—Será la voluntad de Alá.
—Que la bendición de Alá esté contigo. Ahora, discutiremos tu pago.
Eso me sorprendió.
—No había pensado en ningún pago.
«Papa» hizo como si no me hubiese oído.
—Uno debe comer —repuso simplemente—. Te pagaré cien kiam diarios hasta que este asunto esté concluido.
Desde luego, hasta que acabemos con los dos asesinos hijos de puta, o uno de ellos termine conmigo.
—No he pedido tal salario.
Cien al día. Bueno, «Papa» había dicho que uno debe comer. Me pregunté que creía él que yo solía comer.
Me ignoró de nuevo. Hizo un gesto a la «roca parlante», que se aproximó y le entregó un sobre.
—Aquí hay setecientos kiam —me dijo «Papa» —, tu pago por la primera semana.
Devolvió el sobre a la «roca», que me lo dio.
Si aceptaba el sobre, sería el símbolo de mi completa aceptación de la autoridad de Friedlander Bey. No habría regreso, ni abandono, ni fin hasta el final. Miré el blanco sobre en la mano tostada. La mía se alzó; se retiró; se alzó de nuevo y aceptó el dinero.
—Gracias —dije.
Friedlander Bey parecía satisfecho.
—Espero que sean de tu agrado.
Ya estaba liada de lo lindo. Iba a ganarme cada uno de los jodidos fíq.
—Oh, caíd, ¿cuáles son tus instrucciones?
—Primero, hijo mío, debes ir al teniente Okking y ponerte a su disposición. Le informaré de que, en este asunto, cooperaremos por completo con el Departamento de Policía. Hay situaciones que mis asociados manejan con más eficacia que la policía. Estoy seguro de que el teniente Okking lo reconocerá. Creo que una alianza temporal de mi organización con la suya servirá mejor a las necesidades de la comunidad. Él te dará toda la información de que dispone sobre los asesinatos, una probable descripción de quién degolló a Abdulay Abu-Zayd y a Tamiko; y cualquier otra cosa que haya conseguido hasta ahora. A cambio, tú le asegurarás que mantendremos informada a la policía de todo lo que descubramos.
—El teniente Okking es un buen hombre —dije—, pero sólo coopera cuando le da la gana o cuando es para su propio provecho.
«Papa» me dirigió una breve sonrisa.
—Cooperará contigo ahora, me aseguraré de ello. Pronto comprenderá que es por su propio interés.
El anciano haría lo que decía; si alguien podía persuadir a Okking de que me ayudara, ese alguien era Friedlander Bey.
—¿Y después, oh, caíd?
Levantó la cabeza y volvió a sonreír. Por alguna razón ignorada sentí frío, como si un viento helado se abriera camino en el interior de la fortaleza de «Papa».
—Hijo mío, ¿concibes un tiempo o imaginas una circunstancia, en la que desearas las modificaciones que tanto tiempo has rechazado?
El viento gélido sopló con más fuerza.
—No, oh, caíd, no puedo concebir tiempo alguno ni imaginar tal situación, pero eso no significa que no pueda ocurrir. Quizá algún día, en el futuro, necesite elegir alguna modificación.
Asintió.
—Mañana será viernes, y yo observo el sabbath. Necesitarás tiempo para pensar y elaborar un plan. El lunes es bastante pronto.
—¿Bastante pronto? ¿Bastante pronto para qué?
—Para reunirte con mis cirujanos privados —dijo simplemente.
—No —susurré.
De repente, Friedlander Bey dejó de ser el afable patriarca. En un instante, se convirtió en la persona que exigía fidelidad a sus hombres y que sus órdenes no fueran cuestionadas.
—Has aceptado mi dinero, hijo mío —dijo con firmeza—. Harás lo que yo diga. No esperes tener éxito sobre tus enemigos hasta que tu mente sea perfeccionada. Sabemos que al menos uno de los dos ha aumentado su cerebro de manera electrónica. Debes hacer lo mismo, pero en mayor grado. Mis cirujanos te darán ventajas sobre los asesinos.
Las dos manos de granito aparecieron en mis hombros, sujetándome fuerte a mi asiento. Ahora, en verdad, no había escapatoria.
—¿Qué tipo de ventajas? —pregunté con aprensión.
Empezaba a sentir ese sudor frío que acompaña al miedo. Había evitado llenar de cables mi cerebro, más por intenso pánico que por principios. La idea me producía terror, unida a una irracional y paralizante fobia.
—Los cirujanos te lo explicarán.
—Oh, caíd —dije con voz trémula—, yo no lo deseo.
—Acontecimientos que escapan a tus deseos lo han provocado —respondió—. Cambiarás tu mente el lunes.
«No —pensé —, no seré yo. Friedlander Bey y sus cirujanos serán quienes cambien mi mente».
10
—El teniente Okking no se encuentra en su oficina en este momento —dijo un oficial uniformado—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—¿Volverá pronto? —pregunté.
El reloj que estaba sobre el escritorio de la oficina señalaba casi las diez. Me pregunté hasta qué hora trabajaría Okking esa noche. No tenía ninguna gana de hablar con el sargento Hajjar; a pesar de su relación con «Papa», yo no confiaba en él.
—El teniente ha dicho que no tardaría. Ha ido abajo a buscar algo.
Eso me hizo sentir mejor.
—¿Le parece bien que le espere en su despacho? Somos viejos amigos.
El policía me miró con aire dubitativo.
—¿Puede enseñarme alguna identificación? —me preguntó.
Le di el pasaporte argelino, caducado, pero era lo único que tenía con mi fotografía. Introdujo mi nombre en su ordenador y, un momento más tarde, todo mi historial empezó a llenar la pantalla. Debió decidir que era un ciudadano honrado porque me devolvió el pasaporte y me miró al rostro durante unos segundos.
—Usted y el teniente Okking pasan muchos ratos juntos —afirmó.
—Es una larga historia.
—Tardará diez minutos. Puede esperarle allí.
Di las gracias al policía y entré en el despacho de Okking. Era cierto, yo había pasado muchas horas en aquel lugar. El teniente y yo formábamos una curiosa alianza, si se tenía en cuenta que trabajábamos en lados opuestos de la ley. Me senté en la silla que estaba frente al escritorio de Okking y esperé. Pasaron diez minutos y empecé a ponerme nervioso. Miré los papeles apilados en grandes montones, e intenté leerlos al revés y de lado. Su bandeja de salidas estaba medio llena de sobres, pero había casi más trabajo apilado en la de entradas. Okking se ganaba cualquiera que fuese su flaco sueldo del departamento. Había un gran sobre de papel manila dirigido a un pequeño comerciante de armas de la Federación Nueva Inglaterra de Estados de América; un sobre pulcramente dirigido a una empresa llamada Universal Exports, en una dirección próxima a los muelles, me pregunté si sería una de las compañías con las que Hassan, o tal vez Seipolt, comerciaba, y un paquete excesivamente lleno dirigido a un fabricante de artículos de oficina del Protectorado de Brabante.