—Hola, ¿cómo te llamas?
—Juan Javier.
—Oh, qué bonito. ¿De dónde eres?
—De Nuevo Texas.
—Oh, qué interesante. ¿Cuánto hace que estás en la ciudad?
—Un par de días.
—¿Me invitas a una copa?
Eso era todo, no había más. Ni el mejor agente secreto internacional podría transmitir más información en tan breve lapso de tiempo. Todo eso ocultaba una atmósfera latente de depresión, como si las chicas estuvieran encerradas en ese trabajo, aunque la ilusión de absoluta libertad flotaba, casi visible, en el aire. «Cuando quieras irte, cariño, no tienes más que salir por esa puerta. » El camino que aguardaba tras esa puerta conducía sólo a dos sitios: otro bar igual al de Frenchy o el peldaño inferior de la escalera hacia el callejón sin retorno de la vida. «Hola, guapo, ¿buscas compañía?» Ya sabéis lo que quiero decir. Los ingresos son cada vez más bajos cuanto más vieja se hace la chica y pronto tienes gente como Maribel, que se lía a los tíos por el precio de un vaso de vino blanco.
Después de Blanca, una mujer auténtica, llamada Indihar, subió al escenario. Ése debía ser su verdadero nombre. Se movía igual que Blanca, contoneaba las caderas y los hombros, y casi no movía los pies. Al bailar, Indihar vocalizaba las palabras de las canciones en silencio, sin percatarse en absoluto de que lo hacía. Se lo pregunté a unas cuantas chicas, todas vocalizan las letras, pero ninguna se da cuenta de ello. Todas eran conscientes cuando se lo mencioné, pero, en cuanto subían al escenario, volvían a cantar para sí, como siempre. Creo que, así, el tiempo les pasa más rápido, les da algo que hacer además de mirar a los clientes. Las chicas se contonean, mueven los labios, hacen gestos banales con las manos, y balancean sus caderas porque la costumbre les hace balancearlas. Puede que eso resultara excitante a los hombres que nunca habían visto estas cosas, Frenchy debía cobrarles recargo en sus bebidas. Yo bebía gratis porque Yasmin trabajaba allí y porque entretenía a Frenchy. Si hubiera tenido que pagar, habría buscado algo mejor para pasar el rato. Cualquier cosa habría resultado más interesante, sentarme solo en la oscuridad, en una habitación en silencio, por ejemplo.
Esperé a que Indihar acabara su número y entonces Yasmin salió del vestuario. Me dirigió una amplia sonrisa que me hizo sentir especial. Dos o tres hombres dispersos por el bar aplaudieron, esa noche lo estaba haciendo bien, ganando dinero. Indihar sacó un corpiño de gasa y pasó entre los clientes en busca de propinas. Le solté un kiam y me dio un beso. Indihar es una buena chica. Juega limpio y no se mete con nadie. Por mí, Blanca podía irse al diablo, pero Indihar y yo podríamos llegar a ser buenos amigos.
Frenchy llamó mi atención y me señaló con un gesto el final de la barra. Era un hombre grande, del tamaño de dos macarras marselleses, con una barba larga, espesa y negra que hacía que la mía pareciese la pelusa de la oreja de un gato. Me observó con sus negros ojos.
—¿Qué has estado haciendo, novio? —me preguntó. —Esta noche nada, Frenchy —le dije.
—Tu chica se lo está montando muy bien ella sola.
—Eso es bueno, porque he perdido hasta el último fíq por un agujero de mi bolsillo.
Frenchy me miró de reojo y se fijó en mi galabiyya.
—Esta prenda no tiene bolsillos, mon noraf.
—Fue hace unos días, Frenchy —dije, solemne —. Desde entonces, vivimos de amor.
Yasmin tenía conectado algún moddy de velocidad orbital y su baile era digno de verse. Todos los clientes olvidaron sus bebidas en las mesas, y las otras chicas las manos en sus regazos, y todos contemplaron a Yasmin.
Frenchy sonrió, sabía que yo nunca estaba tan arruinado como pretendía.
—El negocio va mal —dijo escupiendo en una pequeña taza de cristal.
A Frenchy el negocio siempre le va mal. Nadie habla jamás de prosperidad en la «Calle», da mala suerte.
—Oye, tengo que decirle algo importante a Yasmin cuando termine su número.
Frenchy sacudió la cabeza.
—Se trabaja a ese pavo de allí, el del fez. Espera a que le deje seco, entonces podrás hablar con ella todo lo que quieras. Si te esperas a que el pavo se vaya, haré que alguien ocupe su turno en escena.
—Alabado sea Alá —dije—. ¿Puedo invitarte a una copa?
Me sonrió.
—Pide dos. Piensa que una es para mí y otra para ti. Bébete las dos. Ya no puedo soportar el género.
Se tocó el vientre e hizo una mueca amarga, luego se levantó y paseó por el locaclass="underline" saludaba a los clientes y les susurraba algunas palabras al oído de las chicas. Pedí dos bebidas a Dalia, la pequeña, cara redonda y animada chica de la barra del club de Frenchy. Conocía a Dalia desde hacía años. Dalia, Frenchy y Chiriga componían un trío prometedor de la «Calle» cuando ésta era sólo un camino de cabras que atravesaba el Budayén de uno a otro extremo. Antes de que el resto de la ciudad decidiera, con razón, amurallarnos e instalar el cementerio.
Cuando Yasmin acabó de bailar, le dedicaron un largo y fuerte aplauso. Su bote de propinas se llenó con rapidez y luego se apresuró a volver con el pavo enamorado, antes de que otra puta se lo robara. Yasmin me dio un fugaz y afectivo pellizco en el culo al pasar junto a mí.
La observé durante hora y media reírse y hablar y abrazar a aquel bastardo bizco, hijo de una perra amarilla. Su dinero se agotó y tanto él como Yasmin parecieron entristecerse. Su asunto había tenido un final prematuro. Se despidieron con cariño, casi con pasión, y prometieron que nunca olvidarían esa tarde feliz. Cada vez que veía a uno de esos malditos capullos magreando a Yasmin —o a cualquiera de las otras chicas—, me acordaba de los hombres anónimos que manoseaban a mi madre. De eso hacía mucho tiempo, pero mi memoria funciona demasiado bien para ciertas cosas. Miré a Yasmin y me dije que aquello era sólo un trabajo; pero no podía evitar el amargo sentimiento de asco que surgía de mis entrañas y me daban ganas de empezar a romper cosas. Vino corriendo junto a mí, empapada en sudor.
—¡Creí que ese hijo de puta no iba a soltarme nunca! —suspiró. —Es tu encantadora presencia —dije con amargura—. Es tu turbadora conversación. Es la fuerte cerveza de Frenchy.
—Sí —repuso Yasmin, molesta por mi fastidio—, tienes razón. —He de hablar contigo.
Yasmin me miró y respiró a fondo. Enjugó su rostro con una servilleta limpia de la barra. Supongo que debí parecerle extrañamente sombrío. De cualquier modo, le relaté los acontecimientos de la tarde: mi segunda cita con Friedlander Bey, nuestras —es decir, sus— conclusiones y cómo había fracasado mi intento de impresionar al teniente Okking. Cuando acabé, hubo un turbador silencio a mi alrededor.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó Frenchy.
No había notado su regreso. No me había dado cuenta de que había estado escuchando furtivamente, pero era su local y nadie conocía sus recodos mejor que él.
—¿Vas a modificarte el cerebro? —me preguntó Yasmin sin aliento. La idea le pareció muy emocionante. Excitante, ya sabéis a lo que me refiero.
—Estás loco si lo permites —dijo Dalia. Ésta era lo más genuinamente conservador que se podía encontrar en la «Calle»—. Mira lo que hace a la gente.
—¿Qué hace a la gente? —gritó Yasmin, enfadada, mientras tocaba su moddy.
—Oh, lo siento —dio Dalia, y se fue a limpiar una imaginaria cerveza derramada, en el extremo más alejado de la barra.
—Piensa en todas las cosas que podríamos hacer juntos —dijo Yasmin, soñadora.
—Quizá así no soy lo bastante bueno para ti —repliqué, algo herido.
Su semblante se entristeció.
—Marîd, no se trata de eso. Sólo que…