Выбрать главу

—Vete pronto a la cama —dijo.

Eso me disgustó. —Tu cerebro, ¿te acuerdas?

—Mi cerebro, lo recuerdo —dije—. No va a ningún sitio raro. No he trazado ningún plan para él.

—¡Van a modificarte tu inútil cerebro!

Se volvió hacia mí como un gavilán en el nido hacia un halcón. —No, la última vez que pensé sobre ello, decidí que no.

Agarró su pequeño bolso de noche azul.

—Bien, hijo de puta, de horrible madre kaffir —gritó—, ¡que te jodas, tú y el caballo que montas!

Al salir de mi apartamento hizo más ruido del que creí que fuera posible hacer, y eso fue antes de que cerrara la puerta. Todo quedó en silencio después del portazo, lo que me hubiera permitido pensar. Pero fui incapaz de hacerlo. Caminé por la habitación, quité una o dos cosas, cambié a puntapiés mi ropa de derecha a izquierda y al revés, y me tumbé en la cama. Había estado tanto tiempo acostado que no era agradable volver a ella; pero no había mucho más que hacer. Miré la oscuridad de la habitación extenderse y alcanzarme. Tampoco eso era ya excitante. El dolor había desaparecido, la histeria provocada por la sobredosis, también; mi dinero se había evaporado, y Yasmin no estaba conmigo. Reinaba la paz y la alegría. Odié cada maldito segundo.

En ese silencioso centro de reposo y despreocupación, libre del frenesí que me había rodeado esos días, me sorprendí a mí mismo con un retazo de verdadera intuición. Me felicité por caer en la cuenta de que el hombre del moddy de James Bond empuñaba una Beretta en lugar de una Walter. Pensar en él me condujo a otra idea, y juntos provocaron una o dos ideas más, y todo iluminó un detalle inexplicable que, por lo menos, llevaba un par de días cociéndose en mi memoria. Repasé mi última visita al teniente Okking. Recordé que no parecía estar nada interesado en mis teorías o en las proposiciones de Friedlander Bey. Eso no era tan raro. Okking se resistía a las intromisiones de nadie. Le molestaban aunque fueran intromisiones positivas, en forma de auténtica ayuda. No era en Okking en quien se centraban mis pensamientos, sino en algo de su despacho.

Uno de los sobres estaba dirigido a Universal Export. Recordaba haberme preguntado sin mucha atención si Seipolt trabajaba en esa compañía o si Hassan el chifla había recibido unos curiosos embalajes de ella. El nombre de la compañía era tan común que probablemente habría cientos de Universal Export por todo el mundo. Quizá Okking enviaba una orden de pedido por correo de algún mueble de mimbre de jardín para ponerlo junto a la barbacoa de su patio.

El carácter común de Universal Export era la razón por la que M. , el jefe de la sección especial cero cero de James Bond, lo empleara como falsa cobertura y nombre en clave en los libros de Tan Fleming. El olvidadizo nombre nunca habría acudido a mi memoria sin esa relación con las aventuras de James Bond. Quizá Universal Export era una referencia encubierta al hombre que llevaba el moddy de James Bond. ¡Cómo me hubiera gustado recordar la dirección de aquel sobre!

Me senté, confuso. Si la explicación de Bond era cierta, ¿qué pintaba aquel sobre en la casilla de salidas del teniente Okking? Me dije que estaba poniéndome tan nervioso como un saltamontes en una sartén. Buscaba miel donde era probable que no hubiera abejas. Volví a notar el estómago revuelto. Me sentía arrastrado sin quererlo a una confusión de senderos tortuosos y mortales.

Era el momento de actuar. Había pasado el viernes, el sábado y la mayor parte del domingo paralizado entre las gastadas y asquerosas sábanas. Era el momento de empezar a moverse, salir del apartamento y abandonar ese morbo y ese miedo asiduos. Tenía noventa kiam. Podía comprarme algunos butacuálidos y tener un sueño decente.

Saqué la galabiyya, que empezaba a estar un poco sucia, las sandalias y mi libdeh, el gorro ajustado. Camino de la puerta agarré mi bolsa y bajé la escalera de prisa. De repente quería conseguir algunos butacuálidos. Me refiero a que los necesitaba de verdad. Había pasado tres días horribles, sudando demasiado, expulsando cualquier porquería de mi cuerpo y, de repente, se me ocurría comprar más. Anoté en mi imaginación que debía frenar un poco el consumo de drogas, arrugué la imaginaria nota y la tiré a una papelera también imaginaria.

Parecía que los butacuálidos escaseaban. Chiriga no tenía ninguno pero me dio una copa de tende gratis mientras me contaba la cantidad de problemas que tenía con la chica nueva y que todavía guardaba el moddy de Dulce Pilar para mí. Recordé el anuncio holoporno fuera de la tienda de la vieja Laila.

—Chiri —dije —, estoy pasando una gripe o algo parecido, pero te prometo que iremos a cenar alguna noche de la semana que viene. Entonces inshallah. probaremos tu moddy.

Ni siquiera sonrió. Me miró como si observara un pez herido que se agita en el agua.

—Marîd, querido —repuso con tristeza—, ahora en serio, hazme caso, tienes que acabar con esas píldoras. Te estás haciendo mierda.

Tenía razón, pero no gusta oír esos consejos de nadie. Asentí, tragué el resto del tende y salí del club sin decir adiós.

Me reuní con Jacques, Mahmud y Saied en el Big Als Old Chicago. Me dijeron que estaban arruinados, tanto en lo financiero como en lo medicinal.

—Me alegro de volver a veros —dije.

—Marîd —comenzó Jacques—, quizá no sea de mi…

—No lo es —le interrumpí.

Pasé por el Silver Palm. Tampoco allí había acción. Fui a la tienda de Hassan, pero él no estaba en la trastienda, y su pollo americano me miró con ojos voluptuosos. Entré en el Red Light —empezaba a desesperar—, y Fátima me dijo que el amigo de una de sus chicas blancas tenía una maleta llena de mercancía variada, pero que no llegaría hasta quizá las cinco de la mañana. Le dije que si no se presentaba nada mejor hasta entonces, volvería. Fátima no me invitó a una copa.

Por último, en el refugio helénico de Jo-Mama, tuve un poco más de suerte. Compré seis butacuálidos a la segunda chica de la barra de Jo-Mama, Rocky, otra mujer corpulenta de cabello negro, corto e hirsuto. Rocky se pasó un poco en el precio, aunque, en ese momento, no me importó. Me ofreció, para tragármelas, una cerveza a cuenta de la casa pero le dije que me iba a mi habitación y a meterme en la cama.

—Sí, tienes razón —dijo Jo-Mama—, tienes que acostarte temprano para levantarte por la mañana, haragán, y que te abran el cráneo.

Cerré los ojos un instante y suspiré.

—¿Dónde has oído eso? —pregunté.

Jo-Mama dibujó una algo ofendida, aunque inocente por completo, expresión en su rostro.

—Todo el mundo lo sabe, Marîd. ¿Verdad, Rocky? Eso es lo que nadie creía. Quiero decir, que te modificaras el cerebro. Seguro que lo próximo que oímos es que Hassan se dedica a regalar alfombras o rifles o artesanía a los primeros veinte que llamen a su puerta.