—Bueno —dije tranquilamente mirando el sórdido y sucio lugar donde habían dejado a Nikki —. Me gustaría levantarme por la mañana y tener el cerebro modificado.
Maktoob, está bien, estaba escrito.
12
Los musulmanes suelen ser muy supersticiosos por naturaleza. Nuestros compañeros de viaje a través de la desconcertante creación de Alá incluyen todo tipo de djinn, demonios, monstruos, y ángeles buenos y malos. Existen legiones de hechiceros dotados de peligrosos poderes, siendo el mal de ojo el más frecuente. Esto no hace a la cultura musulmana más irracional que otras, todo grupo étnico tiene su propio conjunto de cosas hostiles y ocultas que acechan para abalanzarse sobre el desprevenido ser humano. En el mundo del espíritu es normal que haya más enemigos que protectores, aunque se supone que existen incontables ejércitos de ángeles y demás. Quizá todos estén de campo y playa desde la expulsión de Satán del Paraíso, no lo sé.
De cualquier modo, una de las prácticas supersticiosas asociadas a algunos musulmanes, en particular a las tribus nómadas y a los bárbaros fellahin del Magreb —la familia de mi madre, por ejemplo— es llamar a un recién nacido por el nombre de una calamidad o una cualidad horrible para evitar que cualquier espíritu o brujo envidioso pueda fijarse demasiado en él. Me dijeron que eso lo hace en todo el mundo gente que nunca ha oído hablar del Profeta, la paz sea con su nombre. Me llamaron Marîd, que significa «enfermedad», y me dieron ese nombre con la esperanza de que no sufriera muchas enfermedades en el transcurso de mi vida. El hechizo parece haber surtido cierto efecto positivo. Me extirparon un apéndice inflamado hace algunos años, pero ésa es una operación corriente y rutinaria, y ha sido el único problema médico serio que he tenido. Creo que quizá sea debido al avance de los tratamientos en esta era de prodigios, pero ¿quién sabe? Alabado sea Alá y todas esas cosas.
De modo que no tengo mucha experiencia en hospitales. Unas voces me despertaron y tardé algún rato en saber dónde me encontraba y otro rato en recordar por qué demonios estaba allí. Abrí los ojos. No podía ver nada, excepto una borrosa oscuridad. Parpadeé una y otra vez. mas era como si alguien hubiera intentado pegarme los ojos con arena y miel. Traté de levantar la mano para restregarme los ojos, pero mi brazo estaba demasiado débil, no podía cruzar la insignificante distancia que separa el pecho del rostro. Parpadeé un poco más y entorné los ojos.
Por fin, pude distinguir a dos enfermeros, de pie, a los pies de mi cama. Uno era joven, con barba negra y voz diáfana. Sostenía un cuadro clínico y daba instrucciones al otro.
—El señor Audran no te dará demasiados problemas —dijo.
El otro enfermero era bastante más viejo, con cabello gris y voz ronca. Asintió.
—¿Medicamentos? —preguntó. El joven enarcó las cejas.
—Es extraordinario. Puede tomar lo que quiera, con la aprobación de los médicos. Y creo que la obtendrá con sólo pedirla. Cualquier cosa y con la frecuencia que quiera.
El hombre del cabello gris soltó un bufido de indignación.
—¿Qué es lo que hizo, ganar un concurso? ¿Unas vacaciones con todas las drogas pagadas en el hospital de su elección?
—Baja la voz, Alí. No se mueve, pero quizá pueda oírte. No sé quién es; el hospital lo ha tratado como a un dignatario extranjero o algo parecido. El dinero que se ha gastado en suprimirle el menor signo de incomodidad podría aliviar el dolor de una docena de pobres que sufren en los pabellones de la caridad.
Como es natural, eso me hizo sentir como un cerdo asqueroso. Me refiero a que también tengo sentimientos. Yo no había pedido ese tratamiento —al menos no recuerdo haberlo hecho —, y decidí ponerle fin tan pronto como pudiera. Bien, si no fin, quizá reducirlo un poco. No quería que me tratasen como a un caíd feudal.
El joven siguió consultando el cuadro clínico.
—El señor Audran ingresó para que le practicaran una selecta operación intracraneal. Un complicado injerto de circuitos, muy experimental, creo. Por eso ha estado en cama tanto tiempo. Podrían darse efectos secundarios imprevistos.
Eso me puso un poco nervioso. ¿Qué efectos secundarios? Nadie me lo había dicho antes.
—Echaré un vistazo a su cuadro esta noche —dijo el hombre de cabello gris.
—Duerme la mayor parte del tiempo, no te molestará demasiado. Alá misericordioso, entre la burbuja de etorpina y las inyecciones debería dormir durante los próximos diez o quince años.
Por supuesto, estaba subestimando mi maravilloso y eficiente hígado y mi sistema enzimático. Todo el mundo cree que exagero.
Abandonaban la habitación. El más viejo abrió la puerta y se fue. Intenté hablar, no me salió nada. Sólo un susurro quebrado. Tragué un poco de saliva y murmuré:
—Enfermero.
El hombre de la barba negra dejó mi cuadro sobre la consola, al lado de mi cama, y se dirigió hacia mí con su rostro inexpresivo.
—En seguida estoy con usted, señor Audran —dijo con frialdad.
Luego salió y cerró la puerta.
La habitación era limpia y sencilla, casi sin decoración, pero cómoda. Mucho más cómoda que la sala de la caridad donde me trataron después de la apendicitis. Una época desagradable. Lo único atractivo fue que me salvaron la vida, gracias a Alá, y mi iniciación a la soneína, una vez más sea Alá alabado. Las salas de la caridad no son filantrópicas por completo; me refiero a que el fellahin que no puede pagarse doctores privados recibe atención médica gratis, pero el principal interés del hospital es proporcionar a los estudiantes internos, residentes y enfermeros amplia gama de casos poco comunes con los que practicar. Todo el que te examina, te hace cualquier prueba o cualquier operación menor, a la cabecera de tu cama, sólo está familiarizado de lejos con su trabajo. Eran formales y sinceros, pero sin experiencia; podían convertir una simple extracción de sangre en una desagradable experiencia y un procedimiento más doloroso en una tortura infernal. Eso no ocurría en aquella habitación privada. Estaba cómodo, tranquilo y libre de dolor, rodeado de paz, descanso y cuidados competentes. Friedlander Bey me lo proporcionaba, pero yo debería corresponderle. Él se encargaría de que lo hiciera.
Supongo que debí dormirme un rato, porque cuando la puerta se abrió, me desperté sobresaltado. Esperaba ver al enfermero, mas era un joven con una bata de quirófano verde. Tenía la tez oscura y quemada por el sol, vivos ojos marrones y un bigote negro de los más espesos y grandes que he visto en mi vida. Le imaginé tratando de metérselo bajo la mascarilla quirúrgica y eso me hizo sonreír. Mi médico era turco. A mí me costaba entender su árabe y a él comprenderme.
—¿Cómo se encuentra hoy? —dijo sin mirarme.
Me echó un vistazo a través de las notas del enfermero y luego se dirigió al terminal de información que había junto a mi cama. Tocó unas cuantas teclas y las funciones en la pantalla del terminal cambiaron. No hacía ningún ruido, tampoco los médicos suelen chasquear o alentar el zumbido. Contempló el incesante desfile de números y retorció los extremos de su bigote. Por fin me miró.