—¿Cómo se encuentra?—Bien —dije de modo evasivo.
Cuando trato con médicos, imagino siempre que buscan una información determinada, pero no van al grano y te preguntan lo que necesitan saber porque temen que distorsiones la verdad y les digas lo que tú crees que desean oír; así que se andan con rodeos como si de esa forma no intentases averiguar qué quieren saber y distorsionases la verdad de todos modos.
—¿Algún dolor?
—Un poco —dije.
Era mentira. Estaba rizando el rizo. Nunca digas a un médico que no sufres, porque le inducirá a bajarte la dosis de calmante.
—¿Duerme?
—Sí.
—¿Ha comido algo?
Lo pensé un instante. Tenía un hambre desatorada, pese a que el gotero vertía una solución de glucosa directamente por una vena del dorso de mi mano.
—No —respondí.
—Empezaremos con algunos líquidos por la mañana. ¿Se ha levantado de la cama?
—No.
—Bien. Se quedará aquí otro par de días. ¿Mareos? ¿Manos o pies entumecidos? ¿Náuseas? ¿Sensaciones extrañas, luces, oye voces, se le duerme algún miembro, o algo parecido?
—¿Miembros dormidos?
—No.
Aunque hubiera sido así, no se lo habría dicho.
—Va reaccionando bien, señor Audran. Todo según lo previsto.
—Gracias a Alá. ¿Cuánto hace que estoy aquí? El doctor me miró y luego miró mi cuadro. —Poco más de dos semanas —dijo.
¿Cuándo me operaron?
—Hace quince días. Antes estuvo dos días de preparación en el hospital.
—Oh, oh.
Quedaba menos de una semana de Ramadán. Me preguntaba qué habría sucedido en la ciudad durante mi ausencia. Esperaba que algunos de mis amigos y asociados siguieran vivos. Si alguien había resultado herido —es decir, muerto—, «Papa» tendría que cargar con la responsabilidad. Eso era casi como echarle la culpa a Dios, e igual de práctico. No conseguirías abogado para demandar a ninguno de los dos.
—Dígame, señor Audran, ¿qué es lo último que recuerda?
Resultaba difícil de contestar. Lo pensé un rato, era como zambullirse en un oscuro y tormentoso frente de nubes; no había nada, excepto un turbio y pasado presentimiento. Tenía vagas sensaciones de voces serias, el recuerdo de manos que me movían en la cama y sobresaltos de dolor. Recuerdo que alguien dijo: «No tiren de ahí», pero yo no sabía quién había hablado ni qué significaba. Seguí investigando en mi mente y me percaté de que no recordaba haber entrado a la operación, ni salido de mi apartamento para ir al hospital. Lo último que recordaba con claridad era…
Nikki.
—Mi amiga —dije, con la boca repentinamente seca y un nudo en la garganta.
—¿La que fue asesinada? —preguntó el médico.
—Si.
—Eso fue hace casi tres semanas. ¿No recuerda nada posterior a eso?
—No. Nada.
—Entonces, ¿no recuerda haberme visto antes? ¿Nuestras conversaciones?
El oscuro frente de nubes surgía para empañarlo todo, pensé que era un buen momento para hacerlo. Odiaba esos vacíos en mi consciencia. Eran un fastidio, incluso esos pequeños vacíos de doce horas. Un pedazo de tres semanas perdido de mi pastel mental era más molesto de lo que deseaba afrontar. Ni siquiera tenía la energía para mostrar un pánico decente.
—Lo siento —dije—. No me acuerdo.
El doctor asintió.
—Soy el doctor Yeniknani, ayudante de su cirujano, el doctor Lisán. Durante los últimos días ha ido recobrando la memoria de forma paulatina. Pero si ha olvidado el contenido de nuestras charlas, es muy importante que discutamos esa información de nuevo.
Sólo deseaba volver a dormirme. Me restregué los ojos con mano fatigada.
—Si me lo explica todo otra vez, es probable que lo olvide y tenga que repetírmelo todo mañana o pasado.
El doctor Yeniknani se encogió de hombros.
—Es posible, pero usted no tiene otra cosa que hacer y a mí me pagan tan bien que estoy más que deseoso de cumplir con mi deber.
Me ofreció una amplia sonrisa para hacerme saber que bromeaba. Esos tipos duros tienen que hacerlo así o, de otro modo, nunca lo adivinarías. El médico parecía empuñar un rifle en alguna emboscada en la montaña, en lugar de manejar cuadros clínicos y depresores de lengua, pero eso era sólo mi mente trivial dedicada a construir estereotipos. Me divertía. El médico volvió a mostrarme sus grandes y torcidos dientes amarillos.
—Además, siento un enorme amor por la humanidad — dijo—. Es la voluntad de Alá que empiece a poner fin al sufrimiento humano manteniendo con usted esta insípida charla cada día, hasta que por fin la recuerde. Estamos aquí para hacer estas cosas, comprenderlas es cosa de Alá.
Volvió a encogerse de hombros. Era muy expresivo, para ser turco.
Alabé el nombre de Dios y esperé a que el doctor Yeniknani reiniciase su atento y gentil trato.
—¿Se ha visto? —me preguntó.
—No, todavía no.
Nunca tengo prisa por ver mi cuerpo después de haber sido agraviado de modo serio. Las heridas no me producen una especial fascinación, sobre todo si son mías. Cuando me extirparon el apéndice, fui incapaz de mirarme más abajo del ombligo durante un mes. Ahora, con el cerebro recién modificado y la cabeza rasurada, no quería ponerme delante de un espejo, eso me haría pensar en lo que me habían hecho, por qué, y adonde me conduciría. Si era prudente y listo, podría pasarme en esa cama de hospital, plácidamente sedado, meses, años incluso. No parecía un destino tan terrible. Era preferible ser un vegetal atontado que un cadáver listo. Me preguntaba cuánto tiempo podría fingirme enfermo antes de volver a ser arrojado a la dura «Calle». No tenía prisa, eso seguro.
El doctor Yeniknani asintió, ausente.
—Su… patrón… —dijo, eligiendo juiciosamente la palabra—, su patrón especificó que le hicieran la reticulación intracraneal más completa posible. Por eso, el propio doctor Lisán en persona realizó la operación. El doctor Lisán es el mejor neurocirujano de la ciudad, y uno de los más respetados del mundo. Mucho de lo que le ha sido hecho a usted, lo ha inventado él, o mejorado, y, en su caso, el doctor Lisán ha ensayado uno o dos procedimientos nuevos que podríamos llamar… experimentales.
Eso no me halagó en absoluto. No me importaba lo buen cirujano que el doctor Lisán fuera. Soy partidario del «Más vale prevenir que curar». Podría ser igual de feliz con un cerebro que careciera de uno o dos ingenios «experimentales», pero que no corriera el riesgo de volverse tarumba si se concentraba demasiado. Pero ¡qué demonios! Le dediqué una torva y temeraria sonrisa, y me di cuenta de que colocar peligrosos cables en ignotos recodos de mi cerebro para ver qué sucedía no era mucho peor que recorrer la ciudad en el asiento trasero del taxi de Bill. Quizá tuviera algún tipo de pulsión de muerte o alguna clase de estupidez simple.
El médico levantó la tapadera de la mesa-bandeja, que había junto a mi cama, y descubrió un espejo debajo. Entonces, movió la mesa para que pudiera verme en él. Estaba horrible. Parecía un muerto que se hubiera perdido camino del infierno y se encontrara en ninguna parte; no vivo, desde luego, pero tampoco decentemente muerto. Mi barba aparecía arreglada con toda pulcritud, me había afeitado cada día o alguien lo había hecho por mí; sin embargo, tenía la tez pálida, de un color poco saludable, como papel de periódico viejo, y profundas ojeras. Me miré al espejo un buen rato antes de darme cuenta de que estaba casi calvo, sólo una fina pelusilla cubría mi cuero cabelludo, como musgo pegado a una roca insensible. La conexión injertada no era visible, oculta tras capas protectoras de vendajes. Intenté tocarme la coronilla con la mano, pero no pude hacerlo. Sentía un extraño y desagradable hormigueo en las tripas, y desistí. Mi mano se desplomó y miré al médico.