—Mi patrón no quiere que me distraiga —dije secamente.
El doctor Yeniknani suspiró.
—No, no quiere.
—¿Hay algo más?
Se mordisqueó el labio un instante.
—Sí, pero su terapeuta se lo explicará y le dará las instrucciones y los folletos. Puedo asegurarle que usted será capaz de controlar el sistema límbico que influye en sus emociones. Eso es uno de los nuevos logros del doctor Lisán.
¿Podré elegir mis sentimientos como escojo la ropa que me voy a poner?
Hasta cierto punto, sí. También al operar en estas áreas del cerebro, somos capaces de afectar a más de una función en un emplazamiento. Por ejemplo, como avance positivo, su sistema será capaz de quemar el alcohol de modo más eficiente y más rápido que lo normal, treinta gramos por hora. Si lo desea.
Me dirigió una breve mirada de complicidad, porque un buen musulmán no bebe alcohol. Debió darse cuenta de que yo no era el más devoto de la ciudad. Sin embargo, era una cuestión delicada entre dos relativos extraños.
— A mi patrón le gustará eso, estoy seguro. Bien. No puedo esperar. Seré una fuerza del bien entre los malvados y los corruptos.
— Inshallah —dijo el doctor—. Como Alá desee.
— Alabado sea Alá —añadí, con humildad ante su sincera fe. —Todavía hay algo más. Deseo darle un consejo personal, algo de mi propia filosofía. Lo primero, como debe saber, es que el cerebro —el hipotálamo, para ser exactos— tiene un centro de placer que puede ser estimulado por medios electrónicos. Lancé un hondo suspiro.
— Sí, he oído hablar de ello. Se supone que el efecto es absolutamente aplastante.
— Los animales y las personas que tienen conductores en esa área y permiten estimular el centro del placer, suelen olvidar todo lo demás: la comida, el agua, cualquier otra necesidad o impulso. Podrían seguir excitando su centro del placer hasta el extremo de morir. —Sus ojos se abrieron —. El centro del placer de usted no ha sido modificado. Su patrón cree que habría sido una gran tentación para usted y que tiene algo más que hacer que pasar el resto de su vida en un sueño celestial.
— No sabía si alegrarme con esas noticias o no. No quería malograrme por el resultado de un orgasmo mental interminable, pero si la opción era ésa o ir tras dos asesinos locos y salvajes, creo que, en un momento de debilidad, preferiría el exquisito placer que no se extinguiera o palideciera. Podría acostumbrarme un poco, pero estoy seguro que me colgaría.
— Cerca del centro de placer —dijo el doctor Yeniknani— existe un área que produce un comportamiento agresivo, rabioso y feroz. También es un centro de castigo. Cuando se estimula, el individuo experimenta un tormento comparable al éxtasis del centro de placer. Esta área ha sido modificada. Su patrocinador cree que eso puede ser útil para él en su empresa y le proporcionará un medio de influir en usted.
— Lo dijo en un tono de clara desaprobación. A mí, tampoco me enloquecieron las noticias.
— Si usted prefiere usarlo para su propio provecho, puede convertirse en una rabiosa e imparable criatura de destrucción.
— Se detuvo; era evidente que no aprobaba el modo en que Friedlander Bey había explotado el arte de la neurocirugía.
— Mi… patrón ha pensado en todo —dije, con ironía.
— Sí. supongo que sí. Y usted también debe procurar imitarle en eso.
— Entonces, el médico hizo algo desacostumbrado. Se acercó y puso la mano sobre mi hombro. Era un cambio repentino en la atmósfera formal de nuestra conversación.
— Señor Audran —dijo con solemnidad, al tiempo que me miraba a los ojos con fijeza —, tengo mejor concepto de la razón por la que ha sufrido todas estas operaciones.
— Oh, oh —exclamé, curioso, en espera de oír lo que tenía que decirme.
—En el nombre del Profeta, que la paz y las bendiciones estén con su nombre, no debe temer a la muerte.
Eso me sorprendió.
—Bien —dije —, yo no pienso demasiado en ella. De todos modos, los injertos no son tan peligrosos, ¿no es cierto? Admito que temía que frieran mi ingenio si algo salía mal, pero no pensaba que pudieran matarme.
—No, no me ha entendido. Cuando salga de este hospital, cuando se encuentre en la circunstancia por la que ha sufrido esta ampliación, no tenga miedo. El gran shair inglés, Wilyam al-Shaykh Sebir, en la segunda parte de su espléndida obra Enrique V dice: «Debemos una muerte a Dios… , y dejemos que ocurra como deba ocurrir, quien muera este año no lo hará el próximo». Ya ve que la muerte nos llega a todos. Es inevitable. La muerte es deseable como paso al paraíso, alabado sea Alá. Así que cumpla con su deber, señor Audran, y que un impropio temor a la muerte no le obstaculice en su búsqueda de la justicia.
Maravilloso mi médico; era una especie de místico sufí o algo por el estilo. Le miré, incapaz de encontrar una maldita cosa que responder. Me apretó el brazo y se puso en pie.
Con su permiso —se excusó. Hice un gesto vago.
Que sus días sean prósperos —dije. —La paz sea con usted.
—Y con usted —respondí.
Luego, el doctor Yeniknani salió de la habitación. Jo-Mama habría disfrutado con esta historia. Yo tenía ganas de oír cómo la contaría. Poco después de que el médico hubiera salido, el enfermero joven volvió para ponerme una inyección.
—Oh —dije, en un intento de explicarle que antes no le pedía un pinchazo, sino que deseaba hacerle unas cuantas preguntas.
—Dese la vuelta —ordenó el tipo con brusquedad—. ¿Qué lado? Me moví un poco en la cama, tenía resentidos los dos glúteos, ambos me dolían por igual.
—¿Puede pincharme en otro sitio? ¿En el brazo?
—No puedo pincharle en el brazo. Pero puedo hacerlo en el muslo.
Tiró de la sábana, frotó la parte anterior de mi muslo, más o menos en el centro y me clavó la aguja. Volvió a pasarme rápido la gasa, tapó la jeringuilla y se fue sin decir una palabra. Yo no era uno de sus pacientes favoritos, saltaba a la vista.
Quise decirle algo, hacerle saber que yo no era el desenfrenado, depravado y asqueroso que él creía. Pero antes de poder pronunciar una palabra, antes de que él llegase a la puerta de la habitación, mi cabeza empezó a dar vueltas y me sumergí en el cálido y familiar abrazo del aturdimiento. Mi último pensamiento, antes de perder la consciencia, fue que nunca en mi vida me lo había pasado tan bien.
13
No esperaba recibir muchas visitas mientras estuviera en el hospital. Les dije a todos que apreciaba su interés, pero que no era nada y que me dejaran en paz hasta que me sintiera mejor. La verdadera razón, más o menos velada, era que, de cualquier forma, nadie planeaba visitarme. Me dije: «Bueno». En realidad, no deseaba que la gente acudiera a verme porque podía imaginar los efectos posteriores a una importante operación en el cerebro. Las visitas, sentadas a los pies de la cama, diciendo que tienes un aspecto estupendo y que pronto te encontrarás mucho mejor, que todos te echan de menos y, si no puedes dormirte antes, te explican con todo detalle sus viejas operaciones… No necesitaba nada de eso. Quería que me dejaran en paz para disfrutar de las últimas, rezagadas, fugaces moléculas de etorpina introducidas en una burbuja en mi cerebro. Estaba dispuesto a representar al estoico y valiente sufridor unos minutos al día, pero no tuve que hacerlo. Mis amigos eran tan buenos como su promesa, no tuve ni una sola maldita visita hasta el último día, justo antes de que me dieran de alta. En todo ese tiempo, nadie vino a verme, ni siquiera me telefonearon, mandaron una postal o una miserable planta. Creedme, lo tengo todo apuntado en el libro de mis memorias.