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Veía cada día al doctor Yeniknani, quien, al menos una vez durante su visita, afirmaba que había cosas más temibles que la muerte. Seguía insistiendo. Era el médico más morboso que he conocido. Sus tentativas por calmar mi temeroso espíritu surtían el efecto contrario. Debió probar con sus recursos profesionales: las píldoras. Éstas, me refiero a las que me daban en el hospital, elaboradas por verdaderas empresas farmacéuticas, son muy fiables y hacen que me olvide de la muerte y del sufrimiento, no hay nada mejor que ellas.

— Así que, al cabo de pocos días, tuve una clara idea de lo vital que era mi bienestar para la tranquilidad del Budayén. Podía estar muerto y enterrado en alguna mezquita nueva de La Meca o en alguna pirámide de Egipto junto con mi honor y nadie se hubiera enterado. ¡Algunos amigos… ! Me planteaba la siguiente cuestión: ¿Por qué acariciaba la idea de jugarme el cuello por su bienestar? Me lo preguntaba una y otra vez y siempre la respuesta era: Porque ¿a quién más tenía? Triste, non. Cuanto más observo cómo actúa la gente, más feliz me siento de no haberles hecho caso nunca.

— Llegó el fin del Ramadán y, con él, la fiesta que señala la clausura del mes sagrado. Sentí encontrarme todavía en el hospital, porque la fiesta, Id el-Fitr, es una de mis épocas favoritas del año. Siempre celebro el fin del ayuno con montañas de ataíf, pastelitos bañados en jarabe, rociados con agua de azahar, cubiertos con espesa crema y espolvoreados con almendra molida. En cambio, ese año de despedida tomé varios pinchazos de soneína, mientras alguna autoridad religiosa de la ciudad declaraba haber visto la luna nueva, el nuevo mes había comenzado y la vida volvía a la normalidad.

— Me fui a dormir. A la mañana siguiente me desperté temprano, cuando la enfermera de la sangre venía a por su libación diaria. La vida de los demás podía haber vuelto a la normalidad pero la mía seguía inclinada hacia una dirección que yo ni siquiera podía imaginar. Me hallaba dispuesto para la acción y ahora me necesitaban en el campo de batalla. Desplegad las banderas, hijos míos, regresaré como un lobo al redil. No he venido a traer la paz, sino la espada.

— Me sirvieron el desayuno y se lo llevaron. Me di un pequeño baño. Pedí una inyección de soneína. Me gusta, después de acabar las duras tareas de la mañana, mientras quedan un par de horas para comer. Una pequeña siesta, luego, una bandeja de comida: buenas uvas pasas, hamild, brochetas de kofta con arroz perfumado con cebolla, coriandro y pimienta. Orar es mejor que dormir, y la comida es mejor que las drogas… , a veces. Después de comer, otro pinchazo y una segunda siesta. Alí, el enfermero más viejo y censurador, me despertó, tocándome el hombro.

—Señor Audran —murmuró.

— Oh, no, creía que querían más sangre. Intenté volver a dormir.

— Tiene una visita, señor Audran.

— ¿Una visita?

— Seguro que había sido algún error. Después de todo, yo estaba muerto, yacía para descansar en la cumbre de alguna montaña. Todo lo que tenía que hacer era esperar a los saqueadores de tumbas. ¿Era posible que ya estuvieran aquí? Todavía no estoy tieso. Los muy bastardos no me dejaban ni enfriarme en la tumba. Apostaría a que con Ramsés II fueron más respetuosos, con Haroun al-Raschid, con el príncipe Saalih ibn Abdul-Wahid ibn Saud. Con todos menos conmigo. Me incorporé hasta sentarme.

— —Oh, inteligentísimo, tienes buen aspecto.

— En la rolliza cara de Hassan descansaba su despreciable sonrisa de negocios, la hipócrita mirada que hasta al turista más estúpido le parecería demasiado falsa.

— Si Alá quiere —dije atontado.

— Sí, alabado sea Alá. Muy pronto estarás recuperado por completo. Inshallah.

No me molesté en responder. Me alegraba que no se hubiera sentado a los pies de mi cama.

—Debes saber, hijo mío, que todo el Budayén está desolado sin tu presencia, que ilumina nuestras fatigadas vidas.

Ya lo sé —repuse—. Me he dado cuenta por la avalancha de postales y cartas. Por la multitud de amigos que invaden los pasillos del hospital día y noche, ansiosos por verme u oír una palabra de mi boca. Por todas vuestras pequeñas atenciones que han hecho mi estancia aquí más soportable. Nunca podré agradecéroslo bastante.

—No se debe dar las gracias…

—… por un deber. Losé, Hassan. ¿Algo más?

Parecía un poco incómodo. La posibilidad de que estuviera burlándome de él debió cruzar por su mente, aunque, en general, él no preveía ese tipo de cosas. Sonrió de nuevo.

—Estoy contento de que te encuentres con nosotros esta noche. Estaba perplejo.

—¿Esta noche?

Volvió la gorda palma de su mano.

—¿No es así? Serás dado de alta esta tarde. Friedlander Bey me envía con un mensaje: debes visitarle tan pronto como te encuentres bien. ¿Te parece bien mañana? No quiere que precipites tu recuperación.

—Ni siquiera sabía que me iban a dar de alta y se supone que debo ver a Friedlander Bey mañana; pero él no quiere que me precipite. Supongo que tu coche me espera para llevarme a casa.

Ahora Hassan parecía triste. No le gustó nada mi sugerencia.

—Oh. querido, desearía que así fuera, pero es imposible. Deberás disponerlo de otro modo. Tengo otros asuntos…

—Ve tranquilo —dije con calma.

Recosté la cabeza en la almohada y traté de conciliar el sueño, mas no pude.

—Allah yisallimak —murmuró Hassan, y se fue.

Toda la paz de los últimos días desapareció con una rapidez preocupante. Un intenso sentimiento de desprecio por mí mismo me invadió. Recordé una vez, algunos años antes, cuando me ligué a una chica que a veces trabajaba en el Red Light y a veces en el Big Als Old Chicago. Había llamado su atención por ser alegre, disoluto y, supongo, despreciable. Al final conseguí que saliera conmigo, la llevé a cenar, no me acuerdo del lugar, y luego a mi apartamento. Cinco minutos después de que cerrase la puerta de la entrada, estábamos en la cama, follamos diez o tal vez quince minutos, y eso fue todo. Estaba acostado y la miraba. Tenía mal los dientes y huesos puntiagudos, y olía como si llevase aceite de sésamo en un aerosol. «Dios mío —pensé —. ¿Quién es esta chica? Y ¿cómo voy a librarme de ella ahora?» Después del sexo, todos los animales sienten tristeza; en realidad, después de cualquier tipo de placer. No estamos hechos para éste, sino para la agonía y para ver las cosas con demasiada claridad, lo que a veces suele producir una terrible agonía. Me desprecié a mí mismo entonces y me despreciaba ahora.

El doctor Yeniknani golpeó mi puerta con suavidad y entró. Miró un instante las anotaciones diarias del enfermero.

—¿Me voy a casa? —pregunté. Dirigió sus vivos ojos negros hacia mí.

—Hmmm. Oh, sí. Su orden de alta ya está firmada. Ha de avisar a alguien que venga a buscarle. Política del hospital. Puede irse cuando quiera.

—Gracias a Dios.

Y lo sentía así. Eso me sorprendió.

—Alabado sea Alá —dijo el médico. Miró la caja de plástico de los daddies, junto a mi cama —. ¿Los ha probado todos?

—Si.

No era cierto. Había probado unos cuantos, bajo la supervisión del terapeuta. Los potenciadores de información me resultaron decepcionantes. No sé qué esperaba. Cuando me conecté uno de esos daddies, su información se instaló en mi mente como si la supiera de toda la vida. Era igual que quedarse levantado toda la noche empollando para un examen, sin perder el sueño y sin la posibilidad de olvidar nada. Cuando me quité el chip, todo se esfumó de mi memoria. No era gran cosa. Quería probar algunos de los daddies que Laila tenía en su tienda. Los daddies me serían muy útiles de vez en cuando.