Sentí una sensación opresiva, irreal. ¿Qué sabía ese carnicero loco de mí? ¿Qué relación tenía yo con el monstruoso crimen de Selima y las otras «Viudas Negras»? Lo único que pensé fue que hasta ese momento mi móvil había sido una especie de deseo galante de proteger a mis amigos, que podían ser futuras víctimas de esos locos asesinos desconocidos. No tenía un interés personal, excepto un posible deseo de venganza por el asesinato de Nikki y las demás. Ahora, en cambio, mi nombre escrito con sangre coagulada sobre ese espejo lo convertía en algo personal. Mi propia vida se hallaba en juego.
Si algo en el mundo podía inducirme a dar el paso definitivo y conectarme mi primer moddy, era aquello. Sabía perfectamente que a partir de entonces, necesitaría toda la ayuda que pudiera obtener. Revelador interés por uno mismo, diría yo. y maldije a los viles asesinos que lo habían hecho necesario.
14
Lo primero que hice a la mañana siguiente, fue llamar a Laila a la tienda de moddies de la calle Cuatro. La vieja estaba tan horrible como siempre, pero su aspecto había sufrido un ligero cambio. Llevaba su sucio cabello gris recogido bajo una peluca rubia llena de rizos; más que una peluca parecía algo que tu tía abuela ha metido en la tostadora para ocultarlo de la vista. Laila no había podido mejorar sus ojos amarillentos ni su arrugada piel negra, pero seguro que lo había intentado. Llevaba tantos polvos claros en su rostro, que parecía recién salida de un ascensor de harina. Encima de eso, se había pintado rayas de color cereza intenso sobre todas las superficies disponibles. Creo que su sombra de ojos, el maquillaje de sus mejillas y el lápiz de labios procedían del mismo contenedor. Llevaba unas brillantes gafas de sol de plástico colgadas del cuello con un horrible cordón, unas gafas de gato que había elegido con cuidado. No se había molestado en ponerse dientes postizos, pero había trocado su asqueroso vestido negro por una túnica rasgada, indecentemente ceñida y escotada, de un color amarillo chillón. Parecía como si intentase alentar a su cabeza y a sus hombros a librarse del buche del periquito más grande del mundo. Llevaba zapatillas baratas de borra azul.
—Laila — dije. —Marîd.
Sus ojos aparecían desenfocados. Eso significaba que presentaba su propia e inimitable personalidad. Si hubiera tenido un moddy conectado, su mirada estaría enfocada y el software hubiera agudizado sus reflejos. Me hubiese resultado más fácil tratar con ella si llevara otra personalidad, pero dejémoslo correr.
—Tengo el cerebro preparado.
—Eso he oído.
Soltó una sonrisa tonta que me disgustó un poco.
—Necesito que me ayudes a escoger un moddy.
—¿Para qué lo quieres?
Me mordí el labio inferior. ¿Hasta dónde iba a contarle? Por un lado, ella podía repetir todo lo que yo le dijera a cualquiera que entrase en su tienda: ella me contaba todo lo que otros le decían. Por el otro, nadie le prestaría atención.
—Necesito hacer un pequeño trabajo. Me han modificado el cerebro porque mi trabajo puede ser peligroso. Necesito algo que aumente mi talento de detective, y también evite que salga herido. ¿Qué te parece?
Murmuró un rato para ella misma, mientras daba vueltas pasillo arriba, pasillo abajo, y revolvía sus cajones. Yo no entendía lo que decía, así que esperé. Por fin, se volvió hacia mí y se sorprendió de que todavía estuviese allí. Quizá había olvidado mi petición.
—¿Te parece bien un personaje de ficción? —dijo. —Si el personaje es lo bastante inteligente —respondí.
Se encogió de hombros y habló más entre dientes, con sus dedos engarfiados abrió un moddy envuelto en plástico y me lo ofreció.
—Toma —dijo.
Dudé. Volví a pensar que me recordaba a la bruja de Blancanieves. Miré el moddy como si fuera la manzana envenenada.
—¿Quiénes?
—Nero Wolfe —dijo—. Un brillante detective. Un genio para resolver asesinatos. No quería salir de su casa. Alguien le hacía el trabajo de calle y era el que recibía los golpes.
—Perfecto.
Creo que recordaba al personaje, aunque nunca había leído ninguno de sus libros.
—Tendrás que encontrar a alguien que haga las preguntas —dijo, ofreciéndome un segundo moddy.
—Saied las hará. Sólo con decirle que podrá partir todas las caras que quiera, aprovechará la oportunidad. ¿Cuánto por los dos?
Movió los labios un buen rato mientras sumaba las dos cantidades.
—Setenta y tres —gimoteó—. Sin impuestos.
Conté ochenta kiam y recogí el cambio y los dos moddies. Me miró.
—¿Quieres comprar mis judías de la suerte? No quería ni oír hablar de ellas.
Todavía había algo que me preocupaba y que quizá pudiera ser la clave para identificar a quien había asesinado, torturado y degollado a Nikki; algo que debía mantenerse en secreto. Era el moddy clandestino de Nikki. Tal vez lo llevaba cuando fue asesinada, o su asesino. Por lo que yo sabía, nadie lo llevaba puesto. Pero, entonces, ¿por qué me provocaba aquel sentimiento enfermo y desesperado cada vez que lo veía? ¿Era sólo el recuerdo del cuerpo de Nikki esa noche, metido en bolsas de basura, arrojado al callejón? Respiré hondo. «Vamos —me dije—, eres un maldito y buen aprendiz de héroe. Tienes a todo el software listo para cuchichear y recrearse en tu cerebro. » Tensé los músculos.
Mi mente racional intentó decirme treinta o cuarenta veces que el moddy no significaba algo más que el lápiz de labios o el pañuelo arrugado que había encontrado en el bolso de Nikki. A Okking no le habría gustado saber que ocultaba eso y los otros objetos a la policía, pero estaba llegando a un punto en que Okking no me preocupaba. Empezaba a cansarme de todo el asunto, pero la corriente me arrastraba. Incluso había perdido la voluntad para salir pitando y salvarme.
Laila estaba manoseando un moddy. Lo sacó y se lo conectó. Le gustaba recibir a las visitas con sus fantasmas y espectros.
—¡Marîd! —gimió esta vez con la voz chillona de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó.
—Laila, tengo un moddy ilegal y quisiera saber qué hay en él. —Sí, Marîd, no te preocupes. Dame ese pequeño…
—¡Laila! —grité—. ¡No tengo tiempo para esa maldita bella del sur! Ni para quitarte tu propio moddy y obligarte a prestarme atención.
La idea de quitarse su moddy era demasiado horrible como para considerarla. Me miró, tratando de distinguirme entre la multitud. Yo era alguien entre Ashley, Rhett y la puerta.
—¿Por qué, Marîd? ¿Qué te ocurre? ¡Pareces tener fiebre!
Volví la cabeza y juré. Por amor de Alá, de verdad deseaba abofetearla.
—Tengo este moddy —dije, sin mover los dientes ni una fracción de milímetro—. Tengo que saber qué hay en él.
—¡Tonterías, Marîd! ¿Qué es tan importante? —me cogió el moddyy lo examinó—. Está dividido en tres bandas, cariño.
—¿Cómo puedes decirme lo que tiene grabado?
Sonrió.
—Es la cosa más fácil del mundo.
Con una mano se desconectó el moddy de Scarlett O’Hara y lo dejó con descuido a su lado, chocó con una tira de daddies y fue a parar a un rincón. Laila nunca volvería a encontrar su moddy de Scarlett. Con la otra mano centró mi moddy sospechoso y se lo conectó. Su relajado rostro se tensó un poco. Luego, cayó al suelo.