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—Lo sé —dijo Nikki —. ¿Y qué le ocurrió a la chica?

Me costó unos segundos pronunciar esas palabras.

—La encontraron en su escondite. No les fue difícil dar con ella. La trajeron con las dos piernas rotas por tres lugares distintos y el rostro destrozado. La pusieron a trabajar en uno de los burdeles más inmundos. Sólo ganaba uno o dos kiam a la semana en un lugar como ése y le dejaban quedarse diez o quince. Todavía está ahorrando para reconstruir sus facciones.

Nikki no pudo decir nada durante un buen rato. Dejé que reflexionara sobre lo que le había dicho. Le vendría bien.

—¿Puedes llamar ahora para concertar la cita? —preguntó por fin.

—Sí —dije —. El lunes, ¿es demasiado pronto?

Sus ojos se abrieron.

—¿No podemos quedar para esta noche? Necesito zanjarlo esta noche.

—¿Por qué tanta prisa, Nikki? ¿Vas a alguna parte?

Me dirigió una mirada penetrante. Su boca se abrió y se volvió a cerrar.

—No —respondió con voz temblorosa.

—No se puede concertar una cita con Hassan cuando a uno le viene engaña.

—Inténtalo, Marîd. ¿Puedes llamar e intentarlo? Hice un pequeño gesto de rendición.

—Llamaré y preguntaré, pero Hassan dispondrá la cita a su conveniencia.

Nikki asintió.

—Sí —dijo.

Desenganché mi teléfono y lo abrí. No necesité pedir el código de Hassan a información. El teléfono sonó una vez, y uno de los secuaces de Hassan contestó. Le dije quién era y lo que deseaba, me respondió que esperase; ellos siempre te dicen que esperes y tú lo haces. Me senté, miraba a Nikki jugar con su cabello y escuchaba el suave ronquido de Tamiko en el suelo, con una respiración tranquila, envuelta en un ligero kimono de algodón negro mate. Nunca llevaba joyas o adornos. Con su kimono, su negro cabello artísticamente dispuesto, sus párpados modificados quirúrgicamente y su rostro pintado parecía una geisha asesina, que es lo que en realidad era. Para alguien no oriental de nacimiento, Tamiko resultaba muy convincente, arrugas epicánticas incluidas.

Después de un cuarto de hora, en el que Nikki paseó nerviosa por el apartamento, el esbirro me habló. Teníamos una entrevista por la noche, justo después de las plegarias del crepúsculo. No me molesté en darle las gracias. A pesar de todo, tengo mucho orgullo. Colgué el teléfono en mi cinturón.

—Pasaré a recogerte sobre las siete y media —dije a Nikki. Otra vez tenía ese tic nervioso en el ojo.

—¿Podemos encontrarnos allí?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no? ¿Sabes dónde?

—¿En la tienda de Hassan?

—Pasa la cortina. Detrás, hay un almacén. Cruza el almacén y sal por la puerta trasera al callejón. En la pared opuesta verás una puerta de hierro. La encontrarás cerrada, aunque estarán esperándote. No necesitarás llamar. Sé puntual, Nikki.

—Lo seré. Gracias, Marîd.

—Y una mierda gracias. Quiero mis cien kiam ahora.

Pareció sorprendida. Quizá fui demasiado brusco, demasiado maleducado.

—¿Puedo dártelos después…?

—Ahora, Nikki.

Sacó algún dinero del bolsillo de su pantalón y contó cien.

—Toma.

De nuevo hubo frialdad entre nosotros.

—Dame otros veinte para el regalito de «Papa». También has de hacerte cargo del bakshish de Hassan. Te veré esta noche.

Y salí de aquel lugar antes que la locura desenfrenada empezara a filtrarse en mi cerebro.

Fui a casa. Había dormido poco, tenía un dolor de cabeza insoportable y el efecto de los trifets se había desvanecido en algún momento de la tarde de verano. Yasmin dormía todavía y me metí en la cama junto a ella. Las drogas no me dejarían conciliar el sueño, pero deseaba relajarme un poco y descansar con los ojos cerrados. Debí darme cuenta de que, en cuanto me relajara, los trifets empezarían a zumbar en mi cabeza más fuerte que nunca. A través de mis párpados cerrados, la oscuridad rojiza empezó a destellar como una luz estroboscópica. Me sentí aturdido. Imaginé dibujos azules y verde oscuros, que se agitaban como criaturas microscópicas en una gota de agua. Abrí los ojos y traté de librarme de los destellos. Sentía calambres involuntarios en los músculos de las pantorrillas, en las manos y en la mejilla. Estaba más tenso de lo que yo creía. No hay descanso para los miserables.

Me levanté y escribí una nota para Yasmin.

—Creí que querías salir hoy —dijo medio dormida.

Me volví.

—Lo hice. Hace horas.

—¿Qué hora es?

—Casi las tres.

¡Yaa salam! ¡Se supone que a las tres he de estar en el trabajo! Suspiré. Yasmin era famosa en todo el Budayén por llegar siempre tarde. Frenchy Benoit, el propietario del club donde trabajaba, le descontaba cincuenta kiam si llegaba aunque fuera un minuto tarde. Eso no hacía que Yasmin moviera su precioso culito; se lo tomaba con calma, pagaba a Frenchy los cincuenta kiam casi cada día y lo recuperaba la primera hora en bebidas y propinas. Nunca he visto a nadie que separase a un mamón de su dinero con tanta facilidad como ella. Trabajaba mucho, y no era nada perezosa. Simplemente, le gustaba dormir. Tendría que haber nacido un gran lagarto, para tomar el sol sobre una roca caliente.

Tardó cinco minutos en saltar de la cama y vestirse. Me dio un beso abstracto, que no acertó en el blanco, mientras salía por la puerta, al tiempo que buscaba en su bolso el módulo que empleaba en el trabajo. Dijo algo por encima de su hombro en su pésimo acento levantino.

Me quedé solo. Me gustaba el giro que mi suerte había dado. Hacía meses que no sentía tal abundancia. Mientras me preguntaba si deseaba algo que mi repentina riqueza pudiera proporcionarme, la imagen de la blusa empapada en sangre de Bogatyrev se sobreimprimió en los escasos y miserables muebles de mi apartamento. ¿Me sentía culpable? ¿Yo? El hombre que caminaba por el mundo sin afectarle su corrupción y sus vulgares tentaciones. Yo era el hombre sin deseos, el hombre sin miedo; un catalizador, un agente humano del cambio. Los catalizadores activan el cambio, pero sin alterarse. Prestaba mi ayuda a quienes la necesitaban y no tenía otros amigos. Participaba en la acción, pero nunca resultaba tocado. Observaba, mas guardaba mis secretos. Así me veía a mí mismo. Así me preparaba para ser herido.

En el Budayén —y, ¡qué demonios!, tal vez en todo el mundo—, sólo hay dos tipos de personas: espabilados y primos. O eres de una clase o eres de la otra. No puedes ser agradable y sonreír y decirle a todo el mundo que vas a quedarte sentado sin participar. Espabilado o primo o, a veces, un poco de cada. Cuando entras por la puerta Este, antes de dar diez pasos «Calle» arriba, te encasillas para siempre en uno u otro. Espabilado o primo. No había tercera opción, y yo iba a tener que aprender ese difícil camino. Como siempre.

No sentía hambre, pero me obligué a comer unos huevos revueltos. Debía cuidar mi dieta algo más, lo sabía, mas era demasiado trabajo. A veces, las únicas vitaminas que probaba eran las de las rodajas de lima de mi bebida. Iba a ser una noche larga y penosa, y necesitaría todos mis recursos. Los tres triángulos azules se habrían agotado antes de mi cita con Hassan y Abdulay, de hecho, era de suponer que aparecería en mi peor faceta: deprimido, agotado, sin facultades para representar a Nikki. La respuesta era obvia: «más» triángulos azules. Me reanimarían; me harían actuar a velocidad sobrehumana, con la precisión de un ordenador y un conocimiento previo del orden de las cosas. Sincronización, tío. Proyectado en el momento, el ahora, la convergencia del tiempo y el espacio, la vida y el jodido y sagrado curso de los humanos. Al menos, así lo veía yo, y frente a Abdulay, al otro lado de la mesa, daría la cara con todo lo bueno y auténtico de mi ser. Con la mente alerta y la moral despierta, ese hijo de puta de Abdulay se enteraría de que yo no había ido allí para que me dieran una patada en el culo. Me ofrecía estos persuasivos argumentos mientras cruzaba mi pobre habitación para buscar la caja de píldoras.