– A mí me parece muy dulce. Y romántico.
– Técnicamente están casados. Nunca llegaron a divorciarse.
– Después de tanto tiempo sin verse y seguían enamorados -Laurel retiró un mechón de pelo que caía sobre la frente de Sean asombroso.
– No tanto. Yo pienso amarte toda la vida sin separarme de ti ni un día.
– Va a ser cuestión de ir preparando nuestra boda -comentó ella entonces.
– No pienso ir de esmoquin -se apresuró a avisar Sean-. Bueno, salvo que tú me lo pidas.
– ¿Sabes? Deberíamos estar agradecidos a Eddie -dijo sonriente Laurel-. Si no es por él, no nos habríamos conocido.
– Bueno, pues esto va por Eddie -contestó Sean justo antes de besarla.
– Mamá está a punto de bajar -dijo de pronto Keely-. Todos los hermanos tienen que estar detrás de Seamus. Formad en fila para las lotos. Y no olvidéis sonreír.
– Venga -Sean tomó la mano de Laurel-. Te acompaño al altar.
La condujo hasta el jardín y la dejó junto a Lily, la prometida de Brian. Luego, mientras se ponía entre sus hermanos, abarcó con la mirada a toda la familia. Después de tantos años temiendo la maldición de los Quinn, había descubierto que no era una maldición, sino una bendición. Sean miró a la mujer con la que iba a casarse y pensó que quizá, algún día, se hablara de otra leyenda. La leyenda de cómo el amor había robado el corazón a los seis hermanos y, uno a uno, les había mostrado lo que siempre había brillado en su interior.
Kate Hoffmann