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Kate Hoffmann

Cuando suena la melodía

Serie: 6°- Los audaces Quinn

Título originaclass="underline" Brian (2003)

Prólogo

El viento estrellaba la lluvia contra las ventanas de la casa de la calle Kilgore. La tormenta había empezado el día anterior con la fuerza de un huracán tropical y el frío de una ventisca de pleno invierno. Brian Quinn miraba la calle inundada desde la ventana de la habitación, en la segunda planta, con la frente pegada al cristal.

Sabía que el Increíble Quinn era un barco seguro y que había soportado tormentas mucho peores que aquella, pero no podía evitar estar preocupado. Seamus Quinn era un capitán estupendo, no necesitaba que el guardacostas le pronosticara el tiempo. Lo presentía, lo olía en el aire y lo adivinaba en las nubes. Pero el Increíble Quinn estaba tardando. Y Brian notaba la tensión de Conor, Dylan también estaba inquieto.

La pesca había sido mala durante el verano y el Increíble Quinn se había visto obligado a prolongar la temporada y adentrarse más y más en el mar en busca de peces espada. Pero el tiempo se estaba volviendo imprevisible. Antes de partir, Conor había tratado de convencer a su padre para que se dirigiera al sur, tal como hacían tantos pescadores en otoño e invierno.

Aunque suponía dejar solos a los seis hermanos Quinn durante cinco o seis meses, Conor le había asegurado a Seamus que podría hacerse cargo de la casa mientras siguiera llegando dinero. Desde que su madre se había marchado, hacía siete años, se encargaba de todo. Conor cocinaba y limpiaba, ayudaba con los deberes escolares e imponía disciplina. También hacía lo posible por ocultar tal circunstancia a profesores, vecinos y quienquiera que considerase a Seamus un padre negligente. Mucha carga para un chico de catorce años.

Brian giró el cuello. Sean, su hermano gemelo, ya estaba en la cama, con la colcha subida hasta la barbilla y la nariz pegada a un cómic. Liam, el más pequeño de los Quinn, se había acurrucado junto a su hermano. Tenía siete años, había dejado de pedirle a Sean que le leyera el cómic y vocalizaba las palabras mientras lo leía él mismo en silencio.

– ¡Brian! Echa un ojo a los cubos del pasillo -gritó Dylan desde la planta de abajo-. Vigila que no se llenen del todo.

Brian suspiró. Algún día tendrían dinero suficiente para arreglar las goteras del tejado, pintar el porche descascarillado y pagar la factura del teléfono antes de que lo desconectaran. Seamus siempre soñaba con regresar con el barco repleto de peces espada y pedir el precio más alto, pero Brian sabía que los sueños de su padre no solían hacerse realidad.

Aunque no hablaban sobre su afición a beber y hacer apuestas, Brian era consciente de que sus hermanos mayores hacían todo lo posible por evitar los despilfarros de su padre. Conor siempre iba a recibirlo al puerto para impedir que fuese al pub a emborracharse y pasarse la noche jugando al póquer. Y Dylan había aprendido a esconder el bote del dinero cuando Seamus estaba en casa, sabedor de que su padre se lo iría gastando.

– No va a venir esta noche -dijo Sean-. No atracará con este tiempo.

– ¿Papá está bien? -preguntó Liam.

– Sí -murmuró Brian. Se alejó de la ventana, salió al pasillo y comprobó la hilera de cubos que Conor había dispuesto para combatir las goteras. Luego regresó al dormitorio, se metió en la cama y se cubrió con la colcha hasta el pecho. Si se dormía, al despertar habría amanecido, la tormenta habría terminado, su padre volvería y todo estaría bien-. Tienes los pies helados, Liam. No me toques, enano.

– Calla -dijo Liam antes de dirigirse al otro gemelo-. Anda, Sean, léeme un poco -insistió.

– Conor está subiendo -dijo Sean al oír el crujido de las escaleras-, Pídeselo a él.

Pero fue Brendan quien asomó la cabeza por la puerta.

– Con dice que apaguéis las luces. Mañana tenéis que ir al colegio.

– ¿Papá vendrá mañana? -preguntó Liam.

– No lo sé, Li -Brendan se obligó a sonreír-. Pero seguro que vuelve pronto.

– ¿Está bien? -Liam se incorporó y se apartó el pelo de los ojos-. Mi profe ha dicho que es una mala tormenta.

Brendan se sentó al borde de la cama, agarró los pies de Liam bajo la colcha y le hizo cosquillas.

– Claro que está bien. Con papá no hay tormentas que valgan -contestó, advirtiendo a Brian y Sean con la mirada para que no lo contradijeran.

– Es verdad -dijo Brian-, cuando salí con papá el verano pasado, me dijo que había estado en una tormenta de olas de quince metros y un viento capaz de tirar a un hombre por la borda. La tormenta de ahora no es tan mala, Li.

– ¿De cuántos metros son las olas? -preguntó Liam, más preocupado todavía.

– Nada, son olas pequeñas. Anda, hazme hueco y os cuento una historia -Brendan se acomodó entre Liam y Brian, recostándose contra el cabecero-. ¿Cuál queréis que os cuente?

Aquellas historias eran tradición en la familia Quinn y, cuando Seamus estaba en casa, les contaba una distinta casi todas las noches. Eran historias maravillosas sobre sus legendarios antepasados, los increíbles Quinn, hombres valientes e inteligentes que siempre vencían al mal. Pero cuando las historias las contaba Seamus, nunca faltaban mujeres manipuladoras. Al principio, Brian no entendía por qué los Quinn desconfiaban tanto de las mujeres. Pero luego se dio cuenta de que las historias estaban pasadas por el filtro de Seamus, cuyas opiniones se basaban en el abandono de su esposa.

Aunque nunca pronunciaban su nombre en presencia del padre, Conor hablaba de ella de vez en cuando. Era guapa, de largo pelo negro y bonitos ojos verdes. A pesar de que se había marchado cuando Brian no tenía más de tres años, recordaba el mandil de flores rojas que se ponía por las mañanas.

– La de Odran y el gigante -dijo Sean.

– La de Murchadh Quinn, el marinero increíble -sugirió Liam.

– La de Eamon y la hechicera -pidió Brian. Aunque Brendan sólo tenía once años, era el que mejor las contaba. Sabía envolverlas con imágenes nítidas y mucha acción, mucho mejores que cualquier libro o película.

– Me acabo de acordar de una historia que nos contó papá a Con, Dylan y a mí cuando éramos pequeños -dijo Brendan-. No creo que la hayáis oído. Es sobre Riddoc Quinn, el más listo de todos nuestros antepasados. De hecho, Riddoc Quinn lo sabía todo.

– Nadie puede saberlo todo -contestó Brian.

– Riddock sí. Porque era muy observador. No hablaba mucho, pero se fijaba en todo – Brendan se tocó una sien-. Y era muy inteligente. Como yo. Y un poco como Liam.

– ¿Vas a contar la historia o no? -se impacientó Sean.

– Riddoc Quinn vivía en un pueblo pequeño de la costa irlandesa, en una casa de piedra sobre un acantilado -arrancó Brendan tras aclararse la voz-. Sus padres eran personas sencillas, que no sabían leer ni escribir, pero Riddock aprendió por su cuenta. Leyó todos los libros del pueblo y, cuando se los acabó, empezó a visitar los pueblos vecinos para tomar prestados más libros. Pero no le bastaba. Además, Riddock hablaba con todos los que pasaban por el pueblo, les preguntaba por sus viajes, ansioso por conocer el resto del mundo.

– ¿Va a ser una de esas historias de las que se supone que tenemos que aprender algo? -murmuró Sean-. ¿Como que hay que estudiar y no faltar al colegio?

– No interrumpas o te toca a ti contar la historia -respondió Brendan-. Y debes de ser el que peor las cuenta en todo Southie.

– ¡Sigue! -le pidió Liam.

– Riddoc y su familia vivían cerca de un gran hechicero llamado Aodhfin y Aodhfin tenía dos hijas: Maighdlin y Macha. Aodhfin les regalaba todo tipo de caprichos, les daba cualquier cosa que deseasen, era capaz de sacar de la nada vestidos preciosos. La bella Maighdlin se volvió egoísta y codiciosa. Su hermana Macha, en cambio, era sencilla y cándida. Maighdlin le exigía más y más regalos a su padre, dándose aires de princesa, mientras que Macha se concentró en sus estudios, aprendió latín y griego, leyó numerosos libros -continuó Brendan-. Aodhfin sabía que algún día tendría que decidir a cuál de las dos legar sus poderes mágicos. Aunque Maighdlin era avara y poco afectuosa, Aodhfin sabía que podía convertirse en una gran hechicera, quizá la mejor de los alrededores. Pero Macha tenía buen corazón y era generosa, la clase de persona que utilizaría sus poderes para hacer el bien. Dividido entre las dos hijas, el viejo hechicero pasó muchas noches en vela, ponderando su decisión. Pidió consejo a sus amigos, pero estos no se pronunciaban, por miedo a equivocarse y a sufrir las consecuencias más adelante. Un día, mientras paseaba por el bosque, Aodhfin se encontró a un campesino y le pidió su opinión. El campesino sonrió y le recomendó que le preguntara a Riddoc Quinn, pues él lo sabía todo y podría darle una respuesta.