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Lo siguió, firmó el recibo de la ración de tarta y el helado y añadió una propina generosa. Richard Patterson cubría los gastos de alojamiento, de modo que, ¿por qué privarse? Pero, mientras firmaba el recibo, le llegó el sonido de una voz familiar. Se quedó helada. Luego, muy despacio, se giró hacia el televisor.

Se le desencajó la mandíbula. ¡Era él! Brian Quinn estaba tras la mesa de redacción, leyendo las noticias. Cerró los ojos y maldijo. Ya no sólo se lo imaginaba en la cama, o duchándose con ella, sino también en televisión. Abrió los ojos y miró a la pantalla, dispuesta a confirmar que se había equivocado.

– Dios -murmuro-. Es él.

– Es muy bueno -comentó el camarero, apuntando hacia el televisor.

– ¿Qué?

– Ese tipo. Quinn. Hizo una investigación estupenda sobre talleres de reparación de coches en Boston. Fue todo un descubrimiento. Resultó que dos de las empresas más importantes de reparación de vehículos de la ciudad causaban desperfectos adrede en los coches que les llevaban a arreglar para aumentar la factura. Este Quinn se plantó delante de ellos, les puso el micro delante de la cara y destapó todo el pastel.

Lily seguía clavada ante el televisor, hechizada con el hombre que aparecía en la pantalla. Realmente era guapo, con ese cabello negro, de pómulos marcados y labios bien definidos. Sintió un ligero temblor por el cuerpo. Le costaba creerse que aquel fuese el mismo hombre con el que había estado la noche anterior. No le había dicho a qué se dedicaba… aunque eso formaba parte de las reglas que habían establecido.

– No suele ser el presentador -comentó el camarero-. Es periodista de investigación. No sé dónde he leído que es de Southie.

– ¿Southie?

– Del sur de Boston, un chico de origen humilde. Barrio de trabajadores -explicó él. Lily le entregó el recibo firmado y le dio las gracias. El camarero sonrió-. Que pase una buena noche, señorita Gallagher. Llámeme si necesita cualquier cosa.

No se molestó en acompañarlo a la puerta. Permaneció con los ojos pegados al televisor mientras se sentaba despacio frente a la mesa. Se le hacía rarísimo estar mirándolo otra vez. Al despedirse de él la noche anterior, había dado por sentado que no volvería a verlo. Y, de pronto, estaba allí, en la habitación del hotel con ella.

Agarro el tenedor y partió un pedacito de la tarta de manzana, estupefacta todavía por el telediario. ¡No era justo! Se suponía que no debía reaccionar de ese modo. ¡Una aventura de una noche no era más que una aventura de una noche!

Pero, de repente, podía localizarlo. Ya no era un desconocido anónimo, sino un hombre con un trabajo, una casa, gente que lo conocía. Si quería, podía llamar al canal en ese mismo momento y dejarle un mensaje. Y cuando lo recibiera, se pasaría a buscarla al hotel y…

Lily miró la ración de tarta y se comió lo que quedaba de ella en cuatro grandes bocados. Luego agarró el menú del servicio de habitaciones y llamó a cocina.

– Hola. Sí, soy Lily Gallagher, habitación 312. Me gustaría pedir una ración de tarta con merengue de limón y otra de fresas. Y suba también un sundae de chocolate, por favor, y dos vasos de leche. Deprisa.

Colgó, se levantó y empezó a dar vueltas delante del televisor.

– Contrólate -murmuró-. No te imagines lo que no es. Tienes que serenarte.

Lily gruñó y se dejó caer sobre el sofá mientras esperaba la comida. Si de veras controlaba la situación, ¿por qué quería pasar otra noche con Brian Quinn?, ¿y luego unas cuantas más? ¿Por qué se veía capaz de zamparse una tarta entera? Lily se cubrió la cara con las manos y gruñó.

– ¿Qué he hecho?

Capítulo 3

Lily estaba sentada en su despacho de Inversiones Patterson, mirando el horizonte por la ventana. Se levantó de la mesa y se fijó en tráfico que congestionaba las calles abajo. Aunque Boston era una ciudad bonita, no era Chicago. Suspiró. Sólo llevaba fuera de casa tres días y ya sentía nostalgia.

Tras romper con Daniel, había tomado algunas decisiones importantes. Había visto una casa vieja en Chicago y, sin pensárselo dos veces, se la había comprado. Había sido un primer paso hacia la independencia. Desde que había salido de la residencia de estudiantes en la universidad, había vivido de alquiler, a la espera de que el hombre ideal apareciera, se casaran y compraran una casa juntos.

Pero, de pronto, tenía una hipoteca que pagar ella sola y una casa vieja que necesitaba un tejado nuevo. Conseguir un ascenso de puesto y un aumento de sueldo la ayudarían a pagar las facturas. Si hacía un buen trabajo con Richard Patterson, Don DeLay tendría que reconocerle su valía.

La casa no había sido el único cambio. Una vez más, pensó en Brian Quinn. Su pequeña aventura también había formado parte del plan… Lina parte de la que cada vez se arrepentía más.

Se apartó de la ventana. ¿Por qué no podía quitarse a Brian Quinn de la cabeza? Sí, había sido una noche de sexo del bueno, de acuerdo. Increíble incluso. Pero tenía que creer que lo realmente especial había sido la espontaneidad con que había actuado. No estaba acostumbrada a hacer el amor en el asiento trasero de una limusina.

Después de lo que había pasado, se había quedado satisfecha con el resultado. Había obtenido justo lo que quería… en un principio. Pero luego no había dejado de rememorar aquel acto apasionado. En ningún momento había imaginado que tendría tantas ganas de volver a verlo.

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta. Lily respiró profundamente. Estaba muy tensa. ¿Sería un efecto secundario de aquel arrebato lascivo?

– ¿Sí?

– El señor Patterson quiere verla, señorita Gallagher -la informó Marie, la ayudante que le habían asignado, tras asomar la cabeza por la puerta-. En su despacho.

– Gracias, Marie.

Lily se alisó la falda, sujetó el cuaderno entre el brazo y el costado, salió de su despacho y recorrió el pasillo hasta el ascensor. Una vez dentro, se apoyó contra la pared y miro cómo iban cambiando los números de las plantas. Así era como las mujeres normales se volvían desvergonzadas, musitó. Sólo podía pensar en sexo, sexo y más sexo. Si hubiese habido algún hombre atractivo en el ascensor, a saber qué habría ocurrido.

– Necesito un hobby -dijo-. Algo para distraerme. Cerámica o kickboxing. Podría apuntarme a clases de canto. Siempre he querido aprender a cantar… Y no estaría mal si dejara de hablar conmigo misma -añadió al ver la cámara de seguridad situada en una esquina del ascensor.

Las puertas se abrieron y Lily avanzó a paso ligero hasta el final del pasillo. La secretaria de Richard Patterson se levantó al verla llegar.

– Hola, señorita Gallagher. ¿Quiere que le traiga algo?

– Un café si es tan amable, señora Wilburn -contestó Lily-. Con leche, una cucharada de azúcar -precisó antes de llamar a la puerta, empujarla y entrar.

Richard Patterson la recibió tras una mesa imponente, impecablemente organizada. Apuntó hacia una silla.

– Buenos días, Lily. Supongo que la señora Wilburn te ayudó ayer a instalarte.

– Sí. Tengo despacho, una ayudante y he conocido a algunos de sus hombres de confianza -Lily hizo una pausa-. Parece que el departamento de relaciones públicas lo está haciendo muy bien. Así que sigo sin entender para qué me necesita

Patterson se apoyó contra el asiento y se cruzó de brazos.

– Hay una operación en marcha que puede generar un poco de revuelo y necesito a alguien con experiencia para manejar la situación cuando estalle. Alguien de fuera, objetivo, para que nos guíe.

– ¿Qué clase de operación? -preguntó Lily, advirtiendo la tensión del rostro de Patterson.

– Estoy trabajando en un proyecto de desarrollo en el puerto.

– El proyecto Wellston -dijo ella.

– Como sabes, sacar adelante un proyecto inmobiliario de esta magnitud puede resultar casi imposible. Hay un sinfín de trámites y papeleos y, si no llevo el asunto de forma expeditiva, se puede generar cierta inseguridad entre los inversores y perdería el proyecto. Estaba a punto de renunciar a él cuando se me ocurrió una forma de llevarlo a cabo.