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– Nos vamos -dijo y sonrió a Brian-. Cuando tengas la historia, no te olvides de tu diosa de la cámara favorita. Pondré el objetivo tan pegado a la nariz de Patterson que podremos leer lo que está pensando.

– Cuento contigo -contestó él justo antes de que Taneesha se diera la vuelta y echara a correr hacia el camión de prensa. Luego, abrió el cajón del escritorio y sacó una grabadora de mano. Mientras introducía una cinta nueva, pensó en las palabras de su compañera.

Sabía que la directiva tenía planes para él, que se estaba convirtiendo en la nueva cara de WBTN. Aunque había disfrutado de su ascenso meteórico, Brian sabía lo que quería y no era un trabajo en los estudios de televisión, por muy bueno que fuese el sueldo. Lo único que de verdad le importaba era contar buenas historias.

Al terminar la universidad, se había propuesto trabajar para la prensa escrita. Así que había hecho prácticas con un par de periódicos pequeños en Connecticut y Vermont. Pero había querido volver a Boston y al ofrecerle un puesto como redactor en plantilla para el canal WBTN, había aceptado sin dudarlo. Nunca había imaginado que subiría tan deprisa.

Brian se guardó la grabadora en la chaqueta y sacó del bolsillo de los pantalones las llaves del coche. Mientras caminaba hacia la salida, siguió dándole vueltas a la advertencia de Taneesha. Llevaba más de un año trabajando con ella y siempre había acertado en sus consejos, profesionales o personales. Pero el instinto le decía que, en contra de la opinión popular, su carrera no iba dirigida en esa dirección. Y Brian confiaba en su instinto.

No le importaba tener que dimitir en ese momento y volver a empezar de cero, encontrar un trabajo en un periódico decente y volver a abrirse camino. Pero tenía treinta años. A esa edad, se suponía que debía ir teniendo la vida en orden, las prioridades definidas. Claro que no había crecido en una familia convencional, lo que quizá era una buena excusa.

Vivir bajo el techo de la familia Quinn había enseñado a los seis hermanos a vivir el momento. Su padre, Seamus, casi nunca estaba en casa, pues su trabajo como pescador lo obligaba a pasar semanas seguidas enteras en el mar. Y la madre de Brian los había abandonado cuando este sólo tenía tres años. Él y sus hermanos se habían criado por su cuenta, teniendo a Conor, el mayor de los hermanos, como auténtica figura paternal.

Todos se habían metido en más de un lío, pero él y su hermano, Sean, habían sido los más rebeldes. Se las habían arreglado para conseguir un buen historial de delitos menores, aunque, por suerte, Conor había empezado a trabajar como policía antes de que se metieran en mayores problemas. Los había metido en la cárcel tres días tras robar el coche de un vecino y los había obligado a pasarse las vacaciones de verano pintando la casa del tipo. El castigo había servido para que Sean y él decidieran que no merecía la pena seguir por ese camino.

Así que él había centrado sus energías en los estudios y había aceptado un trabajo a media jornada, cargando periódicos en los camiones del Globe. Y al finalizar el instituto, se había convertido en el segundo Quinn en matricularse en la universidad, después de su hermano Brendan. Tenía que escoger una carrera y, al ir a inscribirse, le había preguntado a una chica guapa que hacía cola delante de él qué iba a estudiar. Periodismo no había estado entre sus primeras opciones, pero había resultado ser un buen sitio para conocer chicas apasionadas. Y las clases habían resultado sorprendentemente interesantes; sobre todo, después de descubrir que se le daba bien contar historias.

Brian echó una carrerita hasta el aparcamiento donde tenía el coche. Con un poco de suerte, conseguiría lo que quería pronto y podría pasar el resto de la noche del sábado en el pub de Quinn, relajándose con una pinta de Guinness y seduciendo a alguna mujer bonita. Brian sonrió. Quizá hasta se dejaba puesto el esmoquin. Seguro que conseguiría llamar la atención de un buen puñado de bellezas.

– Primero el deber, luego el placer -murmuró mientras arrancaba.

Cuando recogieron las mesas y la orquesta empezó a tocar, Lily Gallagher estaba lista para irse a casa… o volver al hotel, que era su casa en esos momentos. Se apoyó en la barra y pidió su primera copa de champán. Luego, hizo una mueca de dolor, martirizada por el calzado que había elegido. Aunque los zapatos hacían juego con el vestido, no eran para una larga velada de pie.

Había llegado al aeropuerto de Boston esa misma tarde, procedente de Chicago, intrigada por la razón por la que la habían llamado. Richard Patterson se había puesto en contacto personalmente con su jefe en la empresa de relaciones públicas DeLay Scoville para solicitar sus servicios. Según Don DeLay, Richard Patterson estaba dispuesto a pagar un adelanto jugoso sin dar explicaciones del motivo por el que la quería.

Y no iba a negarse. Ese trabajo podía ser su billete hacia la directiva, a un paso de la vicepresidencia. Aunque no le habían dado ninguna pista, Lily sospechaba la razón por la que la habían elegido. Patterson era un pez gordo del sector inmobiliario y el año pasado ella había llevado un gran escándalo sobre una constructora inmobiliaria de Chicago.

Estaba especializada en momentos críticos. La gente la llamaba cuando las cosas se ponían feas y ella se encargaba de arreglarlas. Durante el vuelo, Lily se había leído todo lo que había podido reunir sobre Inversiones Patterson, empresa en poder de centros comerciales, moteles y restaurantes de comida rápida. Richard Patterson tenía contactos políticos y, a pesar de sus orígenes humildes en un barrio de clase trabajadora en Boston, su negocio subía como la espuma.

Para Lily, había sido un alivio recibir una oferta para trabajar fuera de Chicago, aunque echaba de menos su casa nueva y a su mejor amiga, Emma Carsten. Trabajaban juntas en la agencia y solían hablar de montar su propia empresa. Pero tenía una hipoteca que pagar y, por el momento, trabajar para DeLay era un paso adelante que no podía dejar de dar.

Esperaba que Patterson estuviese hundido en una buena crisis a la que hincarle el colmillo o algún problema político espinoso que pudiese solucionar. Resolvería lo que tuviese que resolver y unos meses después volvería a Chicago con una experiencia sobresaliente para su currículo. Luego, exigiría el ascenso.

– ¿Lily?

Se giró y encontró a Richard Patterson frente a ella. Era un tipo atractivo, de cuarenta y pico, con el pelo gris por los lados y modales impecables. Llevaba un esmoquin a medida, probablemente de uno de los mejores diseñadores en moda masculina. Si no hubiese sido un cliente, y no hubiese estado casado, Lily podría haberlo considerado una opción. Pero ella nunca mezclaba el placer con los negocios.

– Una fiesta estupenda -dijo ella-. Ha hecho un trabajo excelente como anfitrión, señor Patterson.

– Yo no he hecho nada -Patterson esbozó una sonrisa forzada-. Contraté a una persona para que organizara la fiesta y mi mujer se ocupó del resto. Mire, tengo que irme. Tengo que tomar un avión. Una emergencia con un grupo de inversores de Japón. Sé que no hemos tenido oportunidad de hablar y voy a estar fuera los próximos días. Pero quiero que el lunes llame a mi secretaria. Le programará citas con los principales miembros de la directiva.

– Perfecto. Necesito saber todo lo que pueda. Si me dice en qué quiere que trabaje, quizá pueda preparar las entrevistas y la siguiente vez que nos veamos…

– Ya hablaremos de eso el martes -atajó él.

– De acuerdo.

– Si necesita algo, llame a la señora Wilburn.

Boston es una ciudad bonita en junio. Salga, haga turismo -dijo, se dio media vuelta y se marchó.

Lily se quedó extrañada. No entendía por qué la había hecho ir ese día para acudir a la fiesta. Miró a su alrededor y decidió que esperaría a que Richard se fuera. Luego daría la noche por terminada. Dio otro sorbo de champán mientras estudiaba las parejas que bailaban en la pista. La decoración de la sala de baile del hotel Copley Plaza se asemejaba a los jardines de Versalles. Había fuentes, cenadores con flores fragantes, pequeñas luces blancas que creaban el más romántico de los ambientes. Suspiró.