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– Por supuesto -contestó ella, siguiéndole el coqueteo-. Todavía no sé tu nombre.

– No, nada de protocolos. Y nada de hablar de trabajo. Ni de dónde somos. La conversación sobre el tiempo también queda descartada.

– De acuerdo -respondió Lily, intrigada por el juego que le proponían-. Podemos hablar de arte, música, literatura. Pero tengo que llamarte de alguna forma.

– Corazón sonaba bien -dijo él con una sonrisa diabólica.

– Entonces llámame tú «cariño» -replicó Lily. Aunque la conversación tenía un tono provocador, no pudo evitar soltar una risilla. A juzgar por la expresión de su rostro, era evidente que el desconocido se estaba tomando la situación con la misma alegría que ella.

– Cari en diminutivo -precisó él-. Venga, cari. Están tocando nuestra canción. ¿Bailamos? -añadió justo antes de quitarle los zapatos de la mano, lanzarlos por detrás del hombro y encaminarse hacia las escaleras.

Lily se quedó mirándolo unos segundos, los ojos clavados en sus hombros anchos. ¿Por qué no disfrutar de aquel apuesto desconocido una noche y dejarlo estar? Había pensado en tener una aventura con un hombre y, desde luego, ese estaba a la altura de sus expectativas. Y si se hacía a la idea de que no cabía la posibilidad de mantener una relación duradera, no volverían a hacerle daño.

– ¿Vienes, corazón? -le preguntó él al ver que seguía parada.

Lily sonrió antes de ponerse en marcha y darle alcance.

– ¿Ya has olvidado mi nombre? Yo soy cariño. Tú corazón.

La orquesta acababa de empezar su interpretación de Isn't It Romantic cuando Brian introdujo a la bella desconocida del vestido dorado en la pista de baile. La rodeó con un brazo y luego la acercó contra su cuerpo, moviéndose al compás de la música. El vestido tenía un escote pronunciado por la espalda y le sorprendió la suavidad de su piel.

Los negocios habían cedido el paso rápidamente al placer. Al llegar, no le había costado convencer al portero para entrar; pero no había encontrado la oportunidad de dirigirse a Richard Patterson. Según uno de los invitados, Patterson se había marchado hacía unos minutos debido a una emergencia de trabajo. Brian había decidido subir al balcón para localizar a alguno de los colegas de Patterson. Pero nada más posar los ojos en la chica del vestido dorado, se había olvidado de cualquier otra cosa.

– Bailas muy bien -dijo ella.

– Tú también.

Le divertía el juego. Pero no estaba seguro de dónde terminaba este y dónde empezaba la realidad. La chica se comportaba como si no lo reconociese, cosa difícil de creer cuando su cara estaba en un montón de vallas publicitarias por toda la ciudad. Quizá no viera las noticias. O quizá no fuera de Boston.

Estaba dispuesto a seguir el juego, al menos de momento. Aunque había seducido a bastantes mujeres, siempre había sido muy directo. Esa vez, en cambio, era distinto. Habían establecido unas reglas. ¿Servirían para protegerlos de sus deseos o para liberarlos de sus inhibiciones?

– Mi madre me apuntó a clases de baile de los siete a los doce años -comentó Lily-. Decía que algún día me haría falta. Yo no la creía, pero supongo que tenía razón. ¿Y tú? -preguntó tras pasar la mano por uno de sus hombros.

– En mi caso es un don natural. Además, es muy fácil bailar bien con una mujer que sabe.

Brian la miró y no pudo apartar los ojos de su cara. Era bonita, tenía ojos verdes, luminosos, una cascada de rizos castaños, algunos de los cuales le bailaban sobre la frente y las mejillas. Brian contuvo el impulso de retirárselos.

Pero luego pensó que no tenía por qué frenarse. La actitud de la desconocida no daba a entender que se molestaría si la tocaba. De modo que le acarició una mejilla y le puso los rizos detrás de la oreja. Por un instante, Lily se quedo sin respiración, sus miradas se enlazaron. Hasta que Brian la sujetó por el talle y la inclinó hacia atrás.

Siguieron bailando, dando vueltas por la pista como Ginger Rogers y Fred Astaire. De hecho, lo sorprendía la facilidad con la que se compenetraban. La mujer parecía anticipar todos sus movimientos. Con ella al lado, parecía el mejor bailarín de la pista. Y, a sus ojos, ella era la mujer más bella de la fiesta.

– Si no hablamos de trabajo, del tiempo ni de dónde somos, ¿de qué podemos hablar? – preguntó ella.

– De lo que quieras -repuso él-. Tú me haces cinco preguntas y yo te hago otras cinco. De lo que sea. Sin restricciones. Y tenemos que responder con sinceridad. Seguro que dará pie a una conversación interesante, ¿no te parece?

– Empiezo yo -dijo Lily-. ¿Estás casado?

– No, nunca lo he estado. ¿Y tú?

– Tampoco, nunca -contestó ella. La orquesta pasó a Embraceable You y siguieron bailando-. Estuve a punto una vez, pero no salió… ¿Estás saliendo con alguien? -añadió tras considerar la segunda pregunta.

– ¿Vas a gastar una pregunta en eso, cariño? -Brian sonrió, negó con la cabeza-. No, no estoy con nadie. Y no voy a devolverte esta pregunta, me da igual si tienes pareja. Ahora estás aquí, conmigo, y es lo único que importa.

– Otra pregunta -dijo ella-. ¿Cómo te llamas?

– Brian, Brian Quinn -contestó. Esperó a que la mujer le dijera el suyo, pero comprendió que tendría que gastar una pregunta para saberlo-. ¿Y tú?

– Lily Gallagher. Yo llevo tres, tú dos. ¿Quieres preguntarme algo?

– ¿Vives en Boston? -quiso saber Brian, incapaz de contener la curiosidad.

– Estaré una temporada aquí, pero vivo en Chicago.

De modo que, realmente, no sabía quién era. Eran dos auténticos desconocidos.

– Encantado de conocerte, Lily -murmuró-. Lily, me gusta el nombre. Te pega.

– ¿Por? -Lily corrió a precisar-. Y no es una de las preguntas. Sólo curiosidad.

– Vaya, me pones a prueba. Ahora tiene que ocurrírseme algo poético sobre tu nombre o te darás cuenta de que no soy tan galante como intento aparentar.

– Me encanta la poesía, Brian Quinn.

– Me temo que sólo sé hacer quintillas.

– Adelante -lo desafió ella.

– En fin, me he metido yo solito -Brian pensó unos segundos en busca de alguna rima-. Soy irlandés, se supone que tendría que salirme de forma natural… Una mujer de Chicago. La luna en el cielo, un faro. Hablaba con un chiflado. Sobre bonos del Estado… Me presenté con descaro -improvisó y Lily soltó una carcajada.

– No está mal. Pero no responde a mi pregunta.

– Es que Lily no rima -Brian la miró hasta que ella se sintió obligada a retirar la vista-. Lily te pega porque me gusta cómo suena cuando lo pronuncio. Y creo que no he conocido a ninguna Lily, así que cuando oiga ese nombre, pensaré en ti la primera.

– Qué bonito -dijo ella tras dejar escapar un suspiro.

La miró, registrando las bellas facciones de su rostro. No tuvo que pensárselo para besarla. Bastó con inclinarse y ella estaba ahí, esperando, con los labios suaves, húmedos y dulces.

Era evidente que no podían aprovechar mejor ese momento de ninguna otra forma. Luego se retiró y siguieron bailando.

Estaba cómodo con ella entre los brazos, parecían encajar: la mano reposaba en el sitio adecuado de la espalda y sus dedos estaban hechos a la medida de su palma. La atrajo contra su pecho y notó el roce de sus caderas, sus senos contra el torso.

Brian no recordaba la primera vez que se había sentido atraído por una mujer. Había pasado mucho tiempo, había estado con un montón de mujeres desde entonces. Pero Lily tenía algo especial que no acertaba a precisar. Quizá fuese el juego que habían acordado, dos desconocidos intercambiando algo más que miradas por la noche.

Balada a balada, iba aprendiendo más de ella: su forma de moverse, el sonido de su voz, las formas de su cuerpo bajo el vestido y el olor del perfume en la curva del cuello. No charlaban de nada importante, pero cada palabra lo hacía desearla más. No sabía a qué se dedicaba, su comida favorita ni sus aficiones siquiera.