Los soldados desembarcaron sin hacerles caso.
Cameron se aclaró la garganta, intentó pronunciar algo, pero las palabras le salieron entrecortadas.
– Cariño -dijo-. Cariño, mírame. Mírame.
Justin la miró con los ojos encendidos de dolor. Débilmente, levantó una mano temblorosa. La dejó colgando en el espacio entre ambas camillas, en dirección a ella. A pesar del terrible dolor que sentía en el hombro, Cameron alargó la mano hacia él también. Por un instante no hubo nada más, ni ruido, ni dolor, ni los rotores encima de sus cabezas. Solamente el tacto de la mano de su marido en la suya, sus ojos en su rostro.
La puerta se abrió y Cameron vio una película de imágenes nocturnas: Rex que corría hacia la puerta abierta del helicóptero, el bombardero B1 en la pista a punto de despegar, Diego tumbado delante del avión con las muñecas esposadas en el tren de aterrizaje. Parecía que Rex y Diego iban en calzoncillos.
Cameron parpadeó con debilidad, intentando comprender todo eso. El bombardero ya debería haber despegado, debería encontrarse rumbo a Sangre de Dios en esos momentos con la bomba de neutrones en el vientre. Diego debía de haber retrasado el despegue al esposarse al tren. Un soldado de Naciones Unidas sujetaba los brazos de Diego entre las rodillas mientras otro luchaba por abrir las esposas con una llave. Al fin las abrió y los soldados arrastraron a Diego, que forcejeaba y chillaba. Un botón salió disparado de la camisa del soldado y cayó al suelo. Ramoncito, con unos sucios calzoncillos, apareció corriendo aparentemente de la nada, y empezó a golpear débilmente la espalda de uno de los soldados con los puños.
El bombardero empezó a avanzar y los motores rugían a punto del despegue.
Rex subió al helicóptero apartando a la enfermera a un lado. El agua se le escurría por el pelo.
– Las muestras de agua están limpias -le dijo-. Todas.
Cameron intentó sonreír pero no pudo.
– ¿Exterminasteis todos los reservorios? -le preguntó.
Cameron luchó contra la confusión. Levantó una pálida mano con el pulgar hacia arriba. Detrás de ellos, el B1 bramó al despegar, con los motores rugiendo, cortando el aire como una guadaña. Justin murmuró algo, pero se perdió en medio del ruido.
Diego se soltó de los soldados de Naciones Unidas y corrió hacia el helicóptero con Ramoncito pisándole los talones.
– ¿Lo hicisteis? -gritó Diego. Tenía uno de los codos lleno de sangre: se lo había raspado contra el pavimento.
Rex apretó los labios y sacó el minúsculo transmisor de donde lo había colocado, en las encías. Sujetándolo en la palma de la mano como si de una joya se tratara, lo activó y pidió al operador que lo comunicara con Samantha. Su pierna se movía en un tic nervioso mientras el B1 se volvía cada vez más pequeño a sus espaldas.
Al final de la pista, el panel electrónico estaba apagado, esperando otra mañana, otra lectura. Diego murmuró algunos insultos mientras esperaban. Finalmente oyeron la clara voz de Samantha.
– Han vuelto -dijo Rex-. Los reservorios de virus han sido exterminados. Hemos terminado.
Se oyó el frotar de la camisa de Samantha contra el transmisor, pero a pesar de ello distinguieron cómo gritaba al secretario Benneton al otro lado de la ventana.
El B1 desapareció en la noche; las luces de las puntas de las alas casi no se percibían. Diego observó cómo se alejaba, con claras muestras de estar luchando contra el pánico.
– Acaba de dar la orden de cancelación -dijo Samantha.
La cara de Diego quedó inerte a causa del alivio. Empezó a sollozar despacio. Ramoncito se apoyó en él y enterró el rostro en su costado.
– Quiero que usted, el doctor Rodríguez, el chico y Cameron se dirijan directamente aquí para las pruebas. El C-130 los espera.
Rex se volvió.
– Sí -dijo-. Lo veo.
Un enfermero llegó corriendo desde el C-130.
– ¿Cuántas camillas tengo que preparar?
Rex miró dentro del helicóptero, dándose cuenta por primera vez de lo vacío que estaba.
Cuando el enfermero volvió a preguntarlo, la voz le salió con un acento de pavor.
– ¿Cuántas camillas?
– Dos -dijo Rex. Volvió a hablar, en un susurro-: Sólo dos.
A lo lejos, el sonido de los motores del B1 cambió, elevándose en un tono más agudo. El avión viró trazando un amplio círculo y se dirigió hacia el aeropuerto. Diego cayó de rodillas. El pelo húmedo le caía por encima de los ojos.
Era la visión más bonita que había tenido nunca.
Tumbados en las camillas que habían sido cuidadosamente aseguradas, Cameron y Justin estaban dormidos antes de que el C-130 despegara. La aceleración hizo que Rex se apoyara en el asiento con fuerza, pero pronto se acostumbró. El avión avanzó con rapidez y rodeó la isla antes de enfilar hacia el noreste, hacia Maryland.
Rex, que quería echar un último vistazo a las islas, se levantó con cuidado y cruzó hacia la pequeña ventana redonda que había al lado de las hélices. Uno de los enfermeros le pidió que se sentara, pero Rex hizo caso omiso de él. Miró fuera y luego se volvió sonriendo hacia Diego y Ramoncito.
– Venid -dijo-. Tenéis que ver esto.
Diego tuvo que ir con cuidado para mantener el equilibrio mientras se acercaba a Rex. Alargó una mano hacia Ramoncito para ayudarle a llegar hasta la ventana. El asombro del chico a causa del avión era evidente.
Abajo, la negra masa de Santa Cruz era visible en las oscuras aguas. Al extremo sur de la isla, justo cerca del centro de Puerto Ayora, la noche estaba encendida con docenas de fuegos artificiales, las brillantes chispas cayendo hacia abajo como ascuas.
Diego, sin darse cuenta, revolvió el pelo de Ramoncito. Los tres se quedaron mirando las brillantes luces de los fuegos hasta que la isla se perdió a lo lejos. Diego tenía los ojos húmedos de emoción cuando miró al chico.
– Feliz Año Nuevo -le dijo.
76
1 ene. 08
Samantha ya se encontraba a punto y esperando cuando un malhumorado enfermero llegó y le abrió la puerta de la celda a las nueve de la mañana. Salió al pasillo y respiró hondo mientras estiraba los brazos. Resultaba extraño encontrarse fuera de los límites de la habitación; normalmente tardaba unos segundos en adaptarse.
El enfermero le comunicó los resultados de la prueba de esa mañana. Cómputo vírico: cero. Samantha le puso las manos encima de los hombros y le dijo:
– Siempre me acordaré de ti.
Él no sonrió.
Samantha recibió una fuerte ovación cuando pasó por la habitación de personal y levantó las manos entrelazadas por encima de la cabeza como una campeona de pesos pesados. Cuando pasó por recepción, una de las secretarias se puso de pie mostrándole una nota de color rosa.
– El Instituto Nacional de la Salud ha llamado esta mañana -le dijo-. Se han enterado de que estabas localizable.
Sin disminuir el ritmo, Samantha tomó la nota y se dirigió hacia la entrada.
El coronel Strickland la alcanzó en la puerta y la agarró por el hombro con mano firme. Samantha tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarle a la cara.
– El secretario Benneton se ha sentido bastante impresionado por sus esfuerzos -dijo-. Me ha pedido que le hagamos extensión de la oferta de volver como jefe de la División de Evaluación de Enfermedades.
Samantha se pasó una mano por el pelo castaño totalmente despeinado y se rascó la cabeza.
– No le va a gustar mucho mi propuesta sobre lo que puede usted hacer con su oferta, señor.