– La próxima vez, antes de golpear -dijo Rex, al tiempo que recogía su bolsa-, intenta un «no, gracias».
– Lo siento -dijo Szabla-. Sólo hablo francés.
– Entonces intenta un «non, merci».
Derek atravesó las puertas con Tucker y el soldado a su lado justo cuando una chiva tomaba la curva. El soldado señaló el autobús con el techo de paja y, al ver la expresión de Derek, se encogió de hombros y dijo a modo de disculpa:
– Los vehículos militares están desbordados, y Naciones Unidas tiene prioridad.
Cargaron el equipo y se sentaron en los lados de la chiva con los M-4 en los brazos, apuntando al cielo abierto. Esas armas eran una versión en alta velocidad de los M-16, disparaban proyectiles del 5,56, treinta proyectiles por recámara. Casi todos los componentes de la escuadra los habían adornado con linternas, objetivos y otras baratijas.
Savage miró el M-4, mucho más pequeño que el M-60 al que estaba acostumbrado:
– Maldito disparador de guisantes -gruñó.
– Yo no me quejaría -dijo Derek-. Es un punto superior a un puñal.
La ciudad se veía gris y agotada. El conductor los condujo por un tortuoso camino entre manzanas de almacenes y edificios ruinosos. Cameron tardó unos momentos en darse cuenta de que el sinuoso trayecto era una estrategia: el conductor tomaba las calles que todavía estaban en buen estado. La cantidad de edificios en construcción era impresionante. Por todas partes se veían equipos de construcción, conos anaranjados, grúas amarillas y camiones. El caliente olor del asfalto contribuía a la opresiva polución de la ciudad.
Un niño pequeño imitó una pistola con una mano y apuntó a la chiva. Savage bajó el arma y, jugando, la apuntó hacia el niño. Derek se la apartó de un manotazo.
Rex intentaba no parecer nervioso en medio de las armas. Estaba sentado al lado de Cameron con los pies encima del asiento de plástico roto que tenían delante de ellos.
– Maravilloso, ¿no? -dijo-. Dos millones y medio de personas viviendo en un manglar.
El conductor torció bruscamente a la derecha y difícilmente evitó un enorme bache. De repente se encontraron en una calle llena de edificios altos. Los vendedores empujaban carritos y los ciclistas volaban a ambos lados de la chiva, tan cerca que Cameron no se explicaba cómo no rascaban el parachoques. Tomaron una calle que corría a lo largo de la ribera occidental del Guayas y Cameron estiró el cuello para ver los diferentes uniformes militares que supervisaban las construcciones y que se encontraban en los puestos de control de vehículos. Un pelotón de iwias, tropas especiales ecuatorianas, se encontraba reunido en la ribera del río. Más adelante, un tanque de Naciones Unidas se detuvo al lado de una gran estatua de dos hombres dándose la mano, con la bandera blanca y azul cielo ondeando contra el telón de fondo del río. Unos cuantos soldados franceses se encontraban sentados en el tanque, con las piernas colgando por los costados, comiendo bocadillos y bebiendo Coca-Cola. La alta verja de la zona acordonada sobresalía al fondo.
Cuando llegaron a un puesto de control, un comandante avanzó hacia ellos. Examinó el documento de identidad de Derek, inclinándolo ligeramente para comprobar los hologramas.
– Mitchell, ¿eh? -dijo-. ¿Equipo de reserva?
– Sí, señor.
– Bonito paseo.
Derek tardó unos momentos en responder:
– Gracias, señor.
El comandante bajó la cabeza con una ligerísima sonrisa de satisfacción.
– Esta mañana recibí una llamada acerca de su misión. -Se quitó la boina azul y se pasó una mano por el rígido pelo gris de la nuca. Luego, golpeando ligeramente el cañón del M-4 de Derek para que éste lo bajara, añadió-: Ningún arma a partir de este puesto de control. Hemos asegurado el centro de la ciudad. -Echando un vistazo a la escuadra de la chiva, continuó-: Lo último que necesitamos es un puñado de… -Se detuvo a tiempo. Se aclaró la garganta.
– Soldados -dijo Tucker-. Somos soldados.
– ¿Cuánto tiempo van a estar aquí? -le preguntó a Derek, pasando por alto a Tucker.
– Nos marchamos mañana -respondió Derek-. A las siete de la mañana.
El comandante le devolvió el documento de identidad.
– No quiero verlos armados en mi área de operaciones. Tendrán todas las armas y el material bajo vigilancia en el hotel. ¿Soy suficientemente claro?
– Sí, señor.
El comandante golpeó uno de los costados de la chiva y ésta arrancó. Savage dedicó al comandante un exagerado saludo, éste le miró y Savage le guiñó un ojo, evidentemente divertido por la expresión del comandante cuando la chiva doblaba la esquina.
– ¡Vaya por Dios! -murmuró Savage-. Vaya un gilipollas.
La chiva se apartó de la ribera y subió hasta el hotel, un destartalado y alto edificio colonial de la calle Chile. En la entrada había dos guardias con fusiles de aire comprimido, boinas rojas y pantalones oscuros con un ribete amarillo en las costuras laterales. Saludaron con la cabeza a Derek y Rex cuando éstos entraron. Cameron permaneció con los otros, vigilando el equipo.
Una mujer que empujaba un cochecito de niño calle arriba, hacia el hotel, se detuvo bajo el desgarrado toldo verde de una tienda. La ventana, rota y con barrotes, se encontraba repleta de Nikes y Levis de rebajas. La mujer dejó el cochecito y se aproximó para examinar unos tejanos que se encontraban a un lado del montón. Cameron se dio cuenta de que se había quedado observando el barato cochecito del niño, de metal pintado de negro y con ruedas traseras giratorias. En el interior, las sábanas estaban cuidadosamente colocadas alrededor del niño, como almohadas.
De repente, un horroroso chillido salió del cochecito. Cameron corrió hasta él y miró al bebé. Un rayo de sol penetraba a través de uno de los agujeros del toldo y caía directamente encima del rollizo muslo del niño, que ya había enrojecido.
Cameron se colocó el arma a la espalda, colgando de la tira. Se inclinó, agarró al niño y, manteniéndolo extrañamente alejado de su cuerpo, lo meneó arriba y abajo para intentar calmarlo. Los demás la miraron, con los rostros desencajados por la sorpresa. A Savage le colgaba un cigarrillo de los labios, y un hilillo de humo subía y formaba volutas entre sus ojos.
La madre acudió a toda prisa, agarrándose el ancho y largo vestido rojo para correr. Cameron, torpemente, le tendió el niño.
– El sol -explicó Cameron, señalando el toldo roto y la pierna del bebé.
La madre le dio las gracias efusivamente y se alejó mientras tranquilizaba al niño.
– Eh, Mamá Oca -se burló Szabla. Levantó un pie y añadió-: Creo que me he hecho daño en el dedo gordo. ¿Te importaría curármelo con un beso?
Cameron le dio un golpe en el pie y Szabla cayó hacia atrás, sobre Tank, quien la agarró y la sostuvo para que pudiera ponerse de pie.
Derek y Rex salieron del hotel. Con una señal, Derek les ordenó que descargaran el equipo. Szabla subió encima de la chiva y empezó a pasar las cajas de viaje y las bolsas de lona a los demás. Al otro lado de la calle, dos hombres apoyados contra una pared de uno de los edificios, los observaban. Uno de ellos, un guayaquileño alto y guapo con la camisa desabrochada y un montón de cadenas de oro colgadas del cuello, observaba a Szabla mientras ésta se inclinaba y le lanzó un beso. Su amigo, un hombre más bajo con el pelo recogido en una cola de caballo, se rió. Szabla se incorporó encima de la chiva, los miró y se llevó una mano a la entrepierna. El hombre bajo rió y Szabla hizo una reverencia antes de bajar al suelo.