Contestó una voz ronca:
– Naviera de Guayaquil. Habla Tomás.
Aunque Diego nunca había visto a Tomás, le conocía bastante bien por su acento de gringo gordo y por la segura cadencia de su modo de hablar: otro emprendedor norteamericano llegado a Guayaquil para jugar a los piratas y hacer una fortuna con los problemas de Ecuador. Diego pensó en pasar al inglés, pero decidió complacerle:
– Thomas, Diego Rodríguez. Director en funciones, estación Darwin.
– Sí, sí. El hombre de la ecología, ¿no?
– Voy a ir al grano porque esto se puede cortar de un momento a otro. La mayor parte de los miembros de mi departamento de Protección han desertado, tenemos animales salvajes en dos de las islas, y he agotado las 22.
La risa contenida de Thomas hizo que Diego sonriera, pero al final Thomas pasó al inglés.
– Exacto: tenéis perros salvajes y cabras que se están comiendo a todas las mariposas.
– Algo así.
– Lo recuerdo porque os enviábamos monofluoracetato de sodio en cantidad suficiente para envenenar a toda la compañía de Cats, si la memoria no me falla. Pero ¿por qué os encargáis vosotros de la erradicación ahora? ¿No se supone que es un trabajo de El Parque?
A Diego se le escapó una expresión de disgusto.
– El Parque. Los funcionarios de El Parque se dispersaron después del primer temblor. Yo y mi equipo nos hemos encargado de todo. -Diego pasó la vista por la habitación vacía-. Un equipo pequeño.
– Bueno, puedo conseguirte anticoagulantes. Brodifacoum, Klerat, más fluoracetato de sodio.
– Las cabras se han vuelto muy delicadas, como gatos. Necesitamos equiparnos con más balas.
– Aunque pudiera poner mis manos en las 22, ¿qué te hace pensar que las puedes pagar?
– Quizá mis bolsillos son más profundos de lo que tú crees.
– Bueno, las balas son una mercancía que ni siquiera yo puedo encontrar. Tú lo sabes.
Ecuador no fabricaba balas y dependía de la importación desde Estados Unidos e Israel. Desde el Acontecimiento Inicial y la intranquilidad social resultante, Estados Unidos había restringido severamente la exportación de balas a Ecuador. Los pocos intentos de fabricación de cualquier cantidad de balas en el país por parte del crimen organizado de Guayaquil habían sido abandonados a causa de los terremotos.
Diego se incorporó en el sofá y se pasó la mano por la coleta.
– Incluso en Santa Cruz las cabras están destrozando la superficie del suelo. Se comen la poca vegetación que queda y desentierran los nidos de tortuga. Además, se reproducen como conejos. Si no me ayudas, estas islas acabarán como empezaron: montones estériles de magma. La Española ya ha sido irremediablemente dañada, sólo quedan rocas. Sé que tienes contactos en Estados Unidos. Debe de haber balas en algún lugar de Guayaquil. Si puedes conseguirme aunque sean dos o tres paquetes, me harías… -al darse cuenta de que le estaba rogando, Diego se detuvo e intentó recuperar la compostura. A eso había llegado, pensó. Una isla por un paquete de balas.
– Diego, colega. No puedo hacer nada. La munición que puedo encontrar tiene unos precios que ni siquiera vosotros, los científicos, podéis pagar. Con todas las revueltas, los militares, los guardias armados… deberías verlo.
– Necesito más balas.
– Todo el mundo las necesita, amigo mío. Los propietarios las necesitan para sus guardias armados, los militares las necesitan para los soldados, y los ladrones para sus robos. No tengo balas, pero si las tuviera, voy a decirte lo que haría: montaría una gran subasta. Justo en medio del Parque Centenario.
– Hay que corregir tus prioridades.
– Por favor. No hay prioridades en tiempos como éstos.
– Siempre hay prioridades. Especialmente en tiempos como éstos.
– Aunque pudiera conseguir balas, lo cual no puedo hacer, y aunque tú pudieras pagarlas, lo cual no puedes hacer, ¿cómo diablos te las haría llegar? Hace tres semanas que no salen barcos ni de aquí ni de Manta y, tú te olvidas, la aerolínea TAME dejó de volar allí el pasado domingo. Lo único que vemos procedente de las Galápagos son sus ciudadanos llegados a la costa en barcas de pescar, agotados, apestando y buscando un lugar donde dormir.
Se hizo un largo silencio. Diego volvió a encender el porro.
– Lo siento, amigo -dijo Thomas-. Pero así es la vida.
La línea se cortó o Thomas colgó. Diego dio una calada y aguantó el humo.
Un chico de catorce años corrió hasta el edificio y se dirigió a Diego por la ventana abierta. Llevaba atada alrededor de la cabeza una camiseta que le caía por el cuello, al estilo de la legión extranjera.
Instintivamente, Diego bajó el porro para que el chico no lo viera, pero después de contemplar la ruina en que se había convertido la oficina, levantó la mano y se lo ofreció. El chico negó con la cabeza y Diego se encogió de hombros. Tiempos desesperados piden medidas desesperadas.
– Pablo se ha marchado -dijo el chico.
– ¿Qué quieres decir con «se ha marchado»? -Las palabras le salían mezcladas con el humo.
– Se ha marchado: ha saltado a una barca de pesca nimbo al continente. Como todos los demás.
Diego maldijo en voz baja.
– ¿A quién tenemos en Protección?
– Pablo era Protección. No queda nadie. Excepto usted.
– Tiene que haber alguien. ¿Y en los demás departamentos? Plantas e Invertebrados. -El chico continuaba negando con la cabeza-. ¿Bio Mar? ¿Proyecto Isabela?
– Mire a su alrededor, señor Rodríguez. La estación está vacía. Incluso esos chicos de terremotos que se instalaron en el edificio de Biología Marina se han ido. El tipo gordo se fue ayer por la mañana con su esposa, se llevó el nuevo ordenador también. -El chico se rascó detrás de la oreja. Tenía un aspecto extraño: una cabeza redonda y ancha que se aguantaba con precariedad encima de un cuello delgado. La camiseta atada a ella sólo servía para acentuar su anchura-. Sólo quedan los locales. Y usted.
– ¿Yo no soy un local?
El chico rió.
– Tanto como puede, supongo.
Diego dio otra calada. Apretó la lengua contra los dientes y la sintió larga y pesada. Apagó el porro y asintió con la cabeza, para terminar.
– Bueno, ¿cuáles son las malas noticias, Ramoncito?
– ¿Cómo sabe que hay malas noticias?
– Porque sólo vienes por aquí cuando hay malas noticias. Eres como un buitre. O como los paparazzi.
– ¿Paparazzi?
– No importa. Dime… Espero que no haya más cuentos absurdos de Sangre.
– Ya no hay nadie allí para contarlos. Sólo mis padres. -El chico hizo una pausa y Diego se preparó para las malas noticias-. Carlos acaba de llegar de Floreana y dice que vio a la familia Menéndez embarcar en un carguero de aceite que se dirigía a Manta.
– Mierda. Espero que mataran al ganado.
Ramoncito negó con la cabeza.
– Cerdos. Sueltos por todas partes.
– ¡Chucha madre! -Diego se puso de pie de un salto-. Van a ir a buscar mis tortugas.
Durante siete años, Diego había trabajado incansablemente para recuperar la menguante población de tortuga verde del Pacífico. El proceso había sido lento; primero tuvo que esperar a que las tortugas se aparearan en cautividad para poder incubar los huevos a cubierto, a salvo de los devastadores rayos UV que con tanta facilidad afectaban la integridad de los caparazones; luego alimentó a las crías y las mantuvo en cajas oscuras durante las primeras horas para simular las condiciones del nido. Las trasladó a establos y a piscinas cubiertas cuando crecieron, a la espera de que los caparazones se endurecieran lo suficiente para soportar las embestidas de la radiación que se encontrarían más tarde en estado salvaje y a la espera de que alcanzaran la madurez sexual. Hasta el mes de mayo pasado no los liberó en las orillas de Floreana, esperando ansioso su retorno para desovar en Punta Cormorán.