Después de casi una hora de este extraño y delicado ritual, el macho extendió las alas y curvó el abdomen para atraer su atención, pero ella se volvió y continuó alejándose. Él la volvió a seguir con una secuencia de movimientos de abdomen más rigurosa. Las alas, dobladas, frotaban la cutícula produciendo una melodía de cortejo de alta frecuencia.
Ella bajó el ritmo. El macho, reuniendo todo su coraje, se le aproximó como para olería y se apartó un poco. La hembra reaccionó extendiendo sus patas delanteras e iniciando unos movimientos de abdomen. El macho la contemplaba, con el telón de fondo de los árboles, mientras ejecutaba unos suaves movimientos hacia delante y hacia atrás. La hembra abrió las patas de presa, como ofreciendo un abrazo. Finalmente, con un rápido movimiento, el macho la montó.
Las patas del macho se movían frenéticamente mientras, con un movimiento sinuoso, doblaba el extremo del abdomen para explorarla zona genital de la hembra. Bajó la cabeza y frotó las antenas contra las de ella, como para distraerla. Él torció el abdomen, juntaron la parte inferior de sus cuerpos y empezaron a copular. La hembra se quedó quieta unos momentos mientras él se afanaba y luego, con tranquilidad, la hembra giró la cabeza y mordió la armadura que protegía la parte trasera del cuello del macho.
Mientras la hembra masticaba la cabeza del macho, el cuerpo de éste sufría convulsiones sin dejar de expulsar esperma dentro de ella. La hembra, con palpitaciones regulares, continuó masticando su cuello hasta llegar al pro tórax, torciendo el cuerpo para arrancarle tiras de tejido mientras los genitales del macho seguían fecundándola.
Con el esperma depositado en la espermateca del abdomen, la hembra se sacudió el cuerpo del macho como si fuera un vestido incómodo. En el suelo, a su lado, se encontraba la cabeza de él, con las antenas todavía en movimiento.
A pesar de que el principal ganglio nervioso se encontraba seccionado, el cuerpo decapitado del macho se tambaleó hacia delante y extendió las alas en un intento inútil de volar. Como un relámpago, la hembra cerró las patas de presa alrededor de él. El cuerpo tembló en ese abrazo.
Ella mordió la parte más exquisita del abdomen y apartó su cuerpo con un chasquido húmedo. El cadáver, clavado en las espinas de ella por ambos lados, le serviría para nutrir las vidas que tomaban forma dentro de ella. Arrancaba trozos del abdomen mientras tiras de tejido le colgaban de las mandíbulas. Cuando terminó, inició el laborioso proceso de higiene personal.
El ritmo al que el cuerpo de la hembra estaba funcionando era muy superior al programado. A pesar de que acababan de aparearse, el desove se produciría esa misma noche.
La criatura juntó las dos patas delanteras, plegándolas como navajas, de tal forma que parecía adoptar una actitud de rezo.
Inició un leve balanceo y esperó.
12
Al salir del hotel con Rex y Tank, Cameron vio al hombre de las cadenas de oro que se había metido con Szabla antes. Tenía un teléfono pegado a la oreja, pareció reconocerla a pesar de las ropas de civil y le mandó un beso justo antes de que se metieran por un callejón.
Rex los condujo hacia el norte durante unas cuantas manzanas por la calle Chile. Durante el trayecto, los limpiabotas los llamaban desde las aceras con sonrisas de dientes torcidos y señalando las botas militares. Un hombre salió de una de las tiendas y, con un cubo lleno de agua y una botella de detergente, empezó a echar agua a la calle. El polvo de la acera se mezcló con el agua y fue arrastrado hacia la calzada.
– ¿Es impresionante, no? -dijo Rex-. La capacidad de adaptación de esta gente. Se han acostumbrado a no controlar nada.
Rex fue a sentarse en el banco de un viejo limpiabotas que no tenía dientes delanteros, pero Cameron le agarró de la manga y le obligó a continuar.
– La misión de hoy no consiste en hacerse limpiar los zapatos -dijo Cameron.
Un chico los siguió con una caja de limpiabotas en la mano, platicando constantemente, tirando del pantalón de Tank y señalándole las botas. Cameron tenía dificultades con el español, era más rústico que el que había estudiado, y las consonantes no se distinguían unas de otras.
– Si no querías que te limpiaran los zapatos, deberías haberte puesto calzado deportivo -dijo Rex.
En una esquina, unos indios otavalos se estaban preparando para el día. Amontonaban camisetas encima de unos estantes metálicos clavados en la pared y esparcían objetos tallados en semillas de tagua sobre unas sábanas extendidas en el suelo. Cameron encontró una placa en la pared de un edificio esquinero: «Avenida 9 de Octubre.» Varios puestos de comida rápida norteamericana se amontonaban en esa manzana. Uno de los edificios que albergaban una franquicia se había derrumbado y los cascotes habían sido apartados a un lado para permitir el paso del tráfico. Encima del montón de cascotes había unos fragmentos del panel rojo y blanco. Al coronel Sanders de KFC le faltaba un ojo.
Esperaron a que hubiera una pausa en el tráfico y cruzaron la calle corriendo. Los destartalados coches que pasaban y los coches averiados a los lados de la calle estaban construidos con piezas procedentes de otros coches y algunos de ellos ostentaban emblemas familiares y volantes dorados. Un autobús tembló al detenerse delante de ellos y un conductor escuálido saltó a la calle, se quitó la camiseta y se metió debajo de él gateando con una llave inglesa en la mano. Cruzaron una calle y continuaron hacia el oeste. Rex saludó a un grupo de chicas en uniforme escolar quitándose el sombrero y ellas le devolvieron el saludo con risitas y palabras en un mal inglés.
Tank tenía una amplia mancha de sudor en la parte superior de la camiseta. Se detuvo en una esquina, sacó el bote de protección solar del bolsillo trasero y se extendió la crema por todo el pecho, que ya empezaba a enrojecer. Cameron notaba que los pantalones se le pegaban a las piernas. Un panel electrónico con caracteres de color naranja anunciaba: MINUTOS PARA QUEMARSE: 3’ 40”. Cameron también utilizó la crema.
Llegaron a un cordón de Naciones Unidas y Cameron mostró el documento de identidad. A partir de ahí se adentraron en un barrio triste: la calle estaba desierta y llena de grietas, flanqueada por almacenes vacíos por ambos lados. Los edificios derrumbados se dejaban tal cual y no se veía ningún equipo de reconstrucción por los alrededores. Un hombre estaba orinando contra una de las paredes sin que eso atrajera la atención de una mujer que pasaba por su lado con un niño: Ambos saltaron por encima del reguero de orines que corría por la acera. Cameron tomó la delantera.
Unas cuantas manzanas más adelante, Rex se detuvo frente a un edificio marrón de dos pisos con ventanas agrisadas y rotas. Delante de él, el asfalto tenía una larga grieta alrededor de la cual se había levantado unos sesenta centímetros. El edificio se asentaba en desequilibrio sobre ella. Rex llamó al timbre que había debajo de una placa que rezaba: Doctor Juan Ramírez.
Por encima de sus cabezas una cámara de seguridad rotó para enfocarlos. Entonces la puerta se abrió y descubrió a un hombre que llevaba un aro en la nariz, como un toro. Desde uno de los bíceps, una criatura que se suponía que era un dragón pero que más bien parecía un grueso lagarto los observaba. El hombre miró a Tank con suspicacia y luego, con un acento rústico, les preguntó:
– ¿Qué quieren?
– ¿El doctor Ramírez? -preguntó Cameron.
– No es él -dijo Rex.
– No, no soy el doctor. Sólo he venido a cortar la electricidad. Él ha salido a pasear. -Con un ademán, el hombre indicó el vecindario de los alrededores.