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– Bueno, es extremadamente importante que le encontremos ho… -La puerta se cerró de un portazo en la cara de Rex, que se volvió hacia Cameron y añadió-: Vale. ¿Y ahora qué?

– ¿Qué posibilidades tenemos? Le buscaremos. Sabes qué aspecto tiene, ¿verdad?

– Sí -dijo Rex, paseando la vista por el sombrío vecindario circundante.

– Vamos a barrer la zona manzana por manzana, comprobando bares y parques.

Fastidiados, buscaron por los alrededores, pegados los unos a los otros, subiendo y bajando calles destartaladas y mirando disimuladamente los rostros de los hombres que pasaban a su lado. Cameron llamó a Derek por el transmisor para ponerle al corriente de la situación y para obtener permiso para volver tarde.

Pasaron al lado de un montón de escombros y de un coche incendiado. Más adelante, tres hombres con el torso desnudo y la piel tostada, sentados encima de una bañera vuelta del revés, lanzaban botellas de cerveza contra un perro callejero que se encontraba herido. El perro estaba tumbado en medio de la calle y sangraba por una herida en el cuello. Cameron vio que tenía la pata trasera rota, doblada en un ángulo de noventa grados a la altura del fémur. Tuvo que luchar contra la rabia.

– Ahora es cuando ustedes se ganan el sustento -les dijo Rex, situándose entre Cameron y Tank mientras se aproximaban hacia los hombres. Estos, ocupados en atormentar al perro, no les prestaron atención.

– ¡Oye, perro callejero! -gritó uno de ellos al lanzar un ladrillo contra el animal. El ladrillo se estrelló en el suelo cerca de la cabeza del perro y se rompió en mil pedazos que fueron a darle en la cara. El perro luchó por alejarse, gimiendo.

Tank apretó los dientes y cerró los puños. Cameron notó ese cambio de comportamiento y le puso una mano en la espalda, empujándole hacia delante.

– Ahora no -le dijo-. Esto no se encuentra en nuestra lista de preocupaciones.

Los hombres empezaron a rebuscar entre los escombros para encontrar más ladrillos. Cameron lanzó una nerviosa mirada a Tank. Se daba cuenta de que tenía los brazos tensos a pesar de que las mangas se los cubrían. También Rex se había dado cuenta del creciente enfado de Tank y empezó a juguetear, nervioso, con el ala del sombrero.

Cuando dejaban atrás a los tres hombres, Tank se volvió a tiempo de ver otro ladrillo volar en dirección al perro. Le dio en el estómago y el animal soltó unos gemidos de dolor, incapaz de alejarse de allí. Tank se apartó de Cameron y Rex y se encaró con los hombres. Cameron le agarró por el hombro, pero él se soltó.

– ¿Qué hace? -gritó Rex, detrás de él.

Los hombres se volvieron hacia Tank, sacudiéndose el polvo de las manos. Uno de ellos sacó un cuchillo de la parte trasera de los pantalones. Cuando Tank se encontraba a unos doscientos cincuenta metros de ellos, Cameron le alcanzó y se interpuso en su camino.

Los hombres aullaron de risa, doblando el cuerpo, obviamente divertidos ante la escena de un hombre enorme retenido por una mujer. Uno de ellos imitó a Cameron poniéndose ambas manos en las caderas y amonestando entono agudo.

Tank miró a Cameron; era la primera vez que le dirigía una mirada de enfado. A cualquier otro le habría pegado.

– No vas a dejar que suceda, ¿verdad? -dijo Cameron en un tono extrañamente tranquilo.

Tank hizo ademán de rodearla, pero Cameron sacó la Sig Sauer del cinturón de los pantalones y Tank se detuvo, paralizado.

Cameron levantó el arma hacia el perro, apuntó cuidadosamente y le metió una bala en el cráneo. El sonido del disparo resonó en la calle vacía. El perro dejó de gemir. Los hombres estaban en silencio.

– Éste no es nuestro objetivo -dijo Cameron con firmeza.

Dio media vuelta, agarró a Rex del brazo y subió calle arriba.

– Alguien tiene que hacer callar a ese crío -murmuró Savage.

Estaba tumbado en la cama, sobre la espalda, jugando con su cuchillo, el largo y consistente Viento de la Muerte. Con una formidable hoja de acero de quince centímetros y un mango de ocho centímetros, era un arma mortífera impresionante. Pero también era bella, al menos para él. Doscientos veinticinco gramos, veintitrés centímetros de un extremo a otro. La empuñadura era de Micarta negra, la parte inferior de la hoja ligeramente convergente, ni una melladura que rompiera el filo. Entraba con suavidad, penetraba la carne como agua. De todas las armas que tenía, el Viento de la Muerte era su favorita. Había una crudeza en el hecho de matar con un cuchillo que se perdía al apretar un gatillo. Era el arma más extremadamente sigilosa. Incluso le había aplicado una capa de óxido a la hoja para que no brillara.

Savage enfundó el cuchillo y echó un vistazo a los demás. Derek estaba siguiendo con el dedo las líneas de decoloración del cristal de la ventana, la frente apoyada en ella. Justin miraba a Derek, luego clavó la vista en Szabla con el entrecejo fruncido por la preocupación. Szabla se apoyó en una de las dos camas, extendió las piernas y se encogió de hombros. Tucker estaba sentado en la alfombra con las piernas cruzadas, fingiendo que el minibar no le interesaba en absoluto.

Savage dejó de prestar atención a los chillidos del bebé de al lado; parecía un cerdo en el matadero. Cuatro pistoleros de alta categoría recluidos en un hotel durante una excursión turística: el mal humor se olía en toda la habitación. El aburrimiento y la inquietud, por lo general, provocaban problemas en las Fuerzas Especiales.

El bebé, finalmente, se tranquilizó y Savage oyó la voz llorosa de la madre.

Tucker agarró el cenicero que estaba en la mesilla de noche y colocó dos cajas de cerillas en él, formando una pirámide en miniatura. Volvió a colocarse en su postura anterior, con las piernas cruzadas encima de la alfombra, y empezó a lanzar cerillas al cenicero. Las dos primeras fallaron el objetivo y fueron a apagarse encima de la alfombra barata, pero la tercera dio en la diana y el cenicero se encendió con unas llamas de ocho centímetros que se apagaron rápidamente. Justin limpió el cenicero, sin miramientos, como un padre que le quita a su hijo un juguete peligroso.

– Explosivos -dijo Szabla-. El juego de toda la familia.

– Pensé que ese juego era el incesto -dijo Justin.

Tucker se sacó otra caja de cerillas de la manga. Con un rápido movimiento de los dedos, abrió la solapa y colocó una cerilla encima de la tira de encendido. Con el pulgar, rascó la cerilla contra ella y la encendió. La aguantó delante de los ojos, contemplando esa conocida danza, perdido, probablemente, en pensamientos sobre cucharas y agujas hipodérmicas, de C4 y de cables detonantes.

Savage conocía bien a esa clase de tíos: les encantaba tener las manos en los plásticos y eran capaces de conectar cualquier cosa, desde cables detonantes a cebos. Era como construir la muerte. Como abrir la caja de Pandora y manosear en su interior. Disfrutaban con todo eso: las conexiones, las detonaciones, las explosiones, tan brillantes que casi se veían los ojos de Dios.

– ¿Siempre has sido un pirómano?

Tucker asintió ligeramente con los ojos fijos en la llama.

– Empecé a los doce años, se puede decir. Petardos en los buzones, cohetes en las chimeneas de las casas, mini bombas en los lavabos. Esas útiles habilidades se desarrollaban dentro y fuera de casa. -Pasó un dedo por la llama y se lamió la parte ennegrecida-. La primera noche que pasé en mi tercer hogar, uno de los «hermanos mayores» me pegó con un calcetín lleno de monedas hasta dejarme inconsciente. Al día siguiente, cargué su zapato y le volé la mitad del dedo gordo del pie. -Mostró una sonrisa bobalicona-. Nadie más me jodió después de eso.

Derek deslizó los dedos por el cristal de la ventana hasta el alféizar, dibujando unas rayas en él. Todavía estaba aturdido.

– ¿Todos vosotros procedéis de un pelotón? -preguntó Savage.