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– Sí -dijo Rex, mientras sacaba un ejemplar de la revista Natural History de su bolsa y miraba con atención la contraportada-, pero viven a profundidades que no dejan pasar la mayor parte de la radiación.

– Ah -dijo Donald-. Pero ésta era una muestra de la superficie. Así que mi idea es que un cambio en las corrientes producido por los movimientos sísmicos provocó que el plancton subiera, y su composición se alteró por la exposición a la radiación. Pero las mutaciones son asombrosas: no pueden proceder solamente de la radiación.

– ¿Entonces?

La línea telefónica se cortó. Rex miró el teléfono satelital, que todavía estaba cargándose en la toma de corriente, maldijo y volvió a marcar. Esta vez, la comunicación se estableció rápidamente.

– Entonces -dijo Donald, continuando en el mismo punto en que se habían quedado- hice una cromatografía de gases con espectrometría de masas en busca de DDT, pero dio negativo, así que aislé parte del ADN de los dinoflagelados e inyecté un gel.

Donald miró el reloj. Tenía la camisa de lino arrugada a la altura del pecho y manchada de sudor. El trabajo requería una precisión que pronto resultó tediosa. En primer lugar, metió las muestras de agua en probetas de centrifugación para que los dinoflagelados, más densos, precipitaran. Luego aisló las secuencias de ADN, cortó unas secuencias específicas y las puso en agar con bromuro de etidio para ver la precipitación. Cuando el patrón de bandas fue visible a la luz ultravioleta las sometió al control. Donald estaba familiarizado con el patrón de bandas del ADN de los dinoflagelados de Las Galápagos por anteriores estudios; generalmente las bandas medían entre tres y cinco kilobases y tenían diez pares de bases. El ADN de la isla de Santa Cruz coincidía con este patrón de bandas. Pero la muestra de Sangre de Dios era irregular, varias de las secuencias de ADN permanecieron en la superficie del agar sin acabar de precipitarse al fondo.

Al oír esos resultados, Rex se sentó en la cama.

– Cielo santo -exclamó-. ¿Y qué piensas?

– Que esas secuencias están hinchadas a causa de algo que provoca que se muevan tan despacio -respondió-. Me temo que un virus las ha tomado, ha encontrado la forma de pasar la membrana debilitada por los rayos ultravioleta y ha insertado su propio ADN en la estructura.

Rex silbó:

– Bueno, los virus proliferan maravillosamente en el H2O.

– Eso creo. Pero esto se encuentra fuera de nuestro campo. Me gustaría que tomaras abundantes muestras de agua en Sangre de Dios. Mientras, he mandado la muestra a Everett, en Fort Detrick.

– ¿Samantha Everett? -Rex se pasó una mano por la frente-. ¿Estás seguro de que es una buena idea? He oído que es un poco… -La línea se cortó- impredecible.

La ex directora de la Sección de Patógenos Especiales y Virales del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta y directora de la División de Evaluación de Enfermedades del Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, en Maryland, Samantha Everett, se encontraba ataviada con un traje espacial de cuerpo entero con guantes de neopreno incluidos precintados a las mangas. La zumbante unidad de circulación de aire interior del traje era mareante y entonaba una melodía de alta frecuencia con los demás sonidos del laboratorio de Bioseguridad del piso cuarto: la constante corriente de aire, los ventiladores situados cerca de las puertas para asegurar la presión negativa, los filtros de aire trabajando a doble velocidad encima de sus cabezas. Para mantener la salud mental, Samantha cantaba en voz baja La araña Itsy Bitsy, inventando la letra cuando no se acordaba de la original de la canción.

De corta estatura -metro cincuenta y siete en calzado deportivo-, Samantha tenía el aspecto ligeramente agotado de una madre de tres niños. Habiendo descuidado la colada durante un mes y medio, se había presentado al trabajo con la camiseta de su hija que tenía estampados los cinco rostros sonrientes de los miembros de un grupo musical. Afortunadamente también le iban bien los zapatos de su hijo de seis años -unas adidas verdes con velero y suelas con marcas de asfalto- ya que aquella mañana había salido corriendo de casa descalza y no se dio cuenta de ello hasta que llegó a la base. Encontró las adidas en el maletero del monovolumen, enterradas bajo el montón del equipo de acampada para una salida a Catoctins que, después de haber sido planeada durante dos meses y cancelada tres veces, casi se realizó el fin de semana anterior cuando fue interrumpido por la emergencia de turno.

Poco capaz de tener marido, había adoptado a sus tres hijos durante los últimos nueve años. Antes, mientras estudiaban, ni siquiera había podido valorar la posibilidad de ser madre. Se había dedicado meses enteros a distintos proyectos: sacar sangre a los caballos de la zona rural de Costa Rica para la encefalitis equina de Venezuela, perseguir al virus Machupo por la ladera oriental de los Andes, recorrer las tierras en que prospera el mosquito del delta del Nilo. Pero después del período que pasó en el Centro para el Control de Enfermedades, en Atlanta, recibió la oferta de dirigir la División de Evaluación de Enfermedades del Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército, USAMRIID, y se juró que intentaría llevar algún tipo de vida familiar. Se había dado cuenta de que ser madre la había fortalecido considerablemente más que ser Mayor y dirigir una división de energúmenos envenenados por la testosterona y acribillados por sanciones militares. Pero, de todas formas, le gustaba Fort Detrick y las estaciones en el centro de Maryland.

El moderno e inhóspito edificio del USAMRIID, parecía haber caído del cielo en medio de la base, tan fuera de lugar parecía entre aquellos descoloridos y anticuados edificios. Dentro, los pulidos suelos de baldosa contradecían unas paredes grises de navío de guerra. Todo el trabajo con agentes infecciosos se llevaba a cabo en una sección que se dividía en cuatro unidades, las cuales a su vez se dividían en «habitaciones calientes». Cada una de las habitaciones calientes estaba plagada de ventiladores, entradas de ventilación y sistemas de presión para asegurar que los agentes patógenos del aire no pudieran escapar del área. Los filtros eliminaban cualquier amenaza biológica antes de que el aire del laboratorio fuera liberado al exterior. En todo el edificio el aire se dirigía hacia dentro.

Era precisamente este ruido zumbante del aire dirigido hacia dentro lo que Samantha intentaba combatir cantando La araña Itsy Bitsy… Su voz, tersa y aguda como la de un niño, activaba el pequeño micrófono que le permitía comunicarse con el técnico de laboratorio, que vestía un traje espacial similar al de ella. «… Contrajo un nuevo tipo de fiebre hemorrágica boliviana de un aerosol.» Se inclinó sobre el cadáver. Ya había hecho la incisión con forma de Y para abrir el pecho y el abdomen. El brazo le temblaba ligeramente a causa de la última tanda de inoculaciones; debido a todas las inyecciones que recibía en su línea de trabajo, casi siempre tenía el músculo deltoides dolorido.

Hizo un gesto con el escalpelo al técnico de laboratorio.

– Aparta el intestino delgado para que pueda llegar a la base del mesenterio.

La cavidad abdominal siempre presentaba dificultades porque estaba muy llena; con todos los pliegues del intestino había poco espacio para maniobrar. Alargó una mano y hurgó el estómago hinchado, sabiendo por experiencia que estaba lleno de un líquido repulsivo. Por desgracia, los respiradores no filtraban los olores.

– «Llegó el virólogo y acabó con el virus» -cantó.

El técnico se inclinó hacia delante y sujetó el intestino esponjoso con una mano enguantada y ligeramente temblorosa.

– No me cortes -dijo.

– Vaya. ¿De verdad? -contestó Samantha-. Bueno, ésos son mis planes para esta semana. Estaba deseando observar los efectos de la enfermedad en uno de mis colegas.