Girando el abdomen en espirales continuas, formó la ooteca, una estructura traslúcida para los huevos. Con dos protuberancias parecidas a antenas que emergían de su abdomen se dedicó a dar forma a la sustancia que salía de su abdomen. Con pequeñas cantidades de esa sustancia formó una estructura de metro y medio de anchura que enredó a lo largo de la mayor raíz de árbol. Luego empezó el laborioso trabajo de insertar los huevos en la estructura, cada uno de ellos depositado en la base de su cámara individual. Esas cámaras protegían a su descendencia de los predadores y de la desecación; estaban aisladas por unas cámaras de aire que tenían una válvula para que las frágiles larvas pudieran salir sin dañarse.
La criatura trabajaba con la inagotable energía de una máquina, retorciéndose en esa danza misteriosa e instintiva. Las primeras cámaras de la ooteca empezaban a endurecerse. Finalmente, la hembra sacó la última excreción de la sustancia que insertó limpiamente en la última cámara. Había ocho cámaras individuales en la ooteca. El abdomen sufrió otra convulsión, pero no excretó nada más.
Todavía cabeza abajo, la hembra se enroscó sobre sí misma y limpió el exceso de sustancia con la boca. Si la espuma se endurecía en el abdomen, no le permitiría excretar los restos y moriría prematuramente. Completamente enroscada sobre sí misma, parecía un enorme capullo que sobresalía del techo. Se limpió meticulosamente, poniendo especial esmero en las extremidades inferiores. Finalmente, exhausta, bajó al suelo.
Salió del túnel a través de los helechos de la entrada. Un par de garrapateros de pico liso levantaron el vuelo de un árbol que estaba a su izquierda y la hembra giró automáticamente la cabeza y los vio partir. Se comunicaban con sus particulares cantos agudos mientras se perdían entre el follaje, como dos puntos negros con largas colas.
La criatura avanzó, cansada pero extrañamente fortalecida.
Tenía hambre.
15
Cameron tuvo una decepción al no encontrar a su esposo en la habitación. Justin y ella habían conseguido mantener una distancia profesional, pero era más difícil de lo que había pensado. Hasta aquel momento nunca se había dado cuenta de lo acostumbrada que estaba a los pequeños y afectuosos intercambios; unos intercambios no muy emotivos pero serenos y atentos, como cuando él le bajaba la camiseta si ésta se le había salido de la cintura de los pantalones.
La habitación de Tucker y Savage estaba vacía, excepto por el amuleto de la suerte de Tucker y una granada incendiaria que había encima del pequeño minibar. Cameron abrió el bolsillo superior de sus pantalones de camuflaje y miró al reloj digital que estaba cosido en el interior: 21:00. Posiblemente habían salido a comer. Llamó a Szabla para averiguar la localización de cada uno y luego fue a la habitación de Tank y Rex.
Tank salió al pasillo. Miraba al suelo, tal como hacía otras veces cuando estaba con Cameron, como un escolar demasiado nervioso para mirarla a los ojos.
– Eh… Cam. -Se aclaró la garganta-. Acerca de aquello del perro… -Se rascó detrás de la oreja.
– Disculpas aceptadas -dijo ella.
Él asintió brevemente con la cabeza y levantó una mano hacia el rostro de ella, como si quisiera tocárselo. Apartó la mano y dijo:
– Tienes un… ejem… un pelo se te ha metido en la boca.
Ella se pasó la mano por la mejilla y se puso el mechón de pelo detrás de la oreja. Luego se dirigió a la habitación que compartía con Derek. Al principio pensó que se encontraba vacía y le molestó que las armas estuvieran sin vigilancia, pero entonces la puerta del balcón se abrió por el viento y, al atravesar la habitación, vio a Derek sentado fuera, solo. No se oía al niño de la puerta de al lado.
– Cam -dijo él sin darse la vuelta.
– ¿Sí?
Ella sacó la recámara de su Sig Sauer y la tiró dentro de la caja de viaje. Sin mirarla, Derek se quitó el llavero que llevaba en el cuello y se lo dio. Ella abrió los dos candados de la caja de las armas y colocó su pistola al lado de la de Tank, encima de la espuma protectora.
– Necesito estar solo esta noche -le dijo Derek cuando ella le devolvió las llaves-. ¿Te importaría dormir con Justin y Szabla? Pensé que no te importaría compartir la cama, ya que es tu marido.
Cameron se apoyó en la puerta del balcón.
– Bueno, no… No sé qué es lo apropiado… ¿Por qué no…?
– Yo soy el oficial al mando -murmuró-. Yo decido qué es apropiado.
Cameron se dio unos momentos para digerir el desaire antes de hablar:
– He hablado con Szabla. Me ha dicho que están en un restaurante cerca del río. Savage se ha largado a alguna parte. -Hizo una pausa para decidir cómo pronunciar la siguiente frase-: Ya sé que todo el mundo está inquieto, pero tienes que dominarlos. No podemos estar desparramados por toda la ciudad así.
– Lo sé -dijo Derek.
– Quizá debería ir y reunirles.
Derek asintió lentamente con la cabeza pero no se volvió. Ella lo observó un momento y le puso la mano en el hombro. Él pareció no darse cuenta. Cameron apartó la mano, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.
Derek se quedó sentado como en trance, con la mirada perdida por los tejados mientras los minutos se alargaban uno tras otro. Las calles que tenía a la vista estaban vacías. Por la mañana, los equipos de construcción estarían de vuelta para colocar cada cosa en su sitio, calles, edificios, aceras, poniéndolas a punto para la próxima ola de destrucción. Le llegó el sonido de una guitarra mal tocada, así como unas voces agudas y risas. La noche nunca terminaba en aquellas ciudades de América de Sur; simplemente llegaba la luz del día.
Cerró los ojos un momento, sintió la humedad en las mejillas y el olor tropical a podredumbre que había en el aire. Cameron tenía razón; como teniente, debía esforzarse y tener las cosas bajo control. Tardaría un tiempo en sentir que sus pensamientos y sus emociones se colocaban en su sitio, en lugar de dar vueltas en su interior como fragmentos de un cristal roto. El bebé de al lado no era precisamente de ninguna ayuda. Aunque hacía un rato que no lloraba, aún se le oía lloriquear y balbucir.
Una pareja andaba calle arriba con las manos juntas. El hombre se detuvo para ayudar a la mujer a cruzar una ancha grieta de la acera. Una vivida imagen tomó desprevenido a Derek: Jacqueline en avanzado estado de gestación regando las rosas, su vientre hinchado como un globo debajo del vestido amarillo, su sonrisa amplia y constante que escondía pensamientos secretos.
Derek pasó los dedos por encima del transmisor. Desde que Jacqueline había sido internada, él se había despertado cada noche esperando oír su respiración entrecortada, o el llanto del niño por encima de los grillos, y el zumbido del reloj digital. Pero entonces recordaba que no se encontraban allí. Estaba solo; él solo con los grillos.
Se había detenido para despedirse de Jacqueline antes de partir a cumplir aquella misión.
Le habían vuelto a aumentar la dosis de Haldol, el medicamento antipsicótico que hacía que su rostro se contorsionara, que se mordiera a sí misma y se hinchara como la cara de un payaso de carnaval. Otra vez había dejado de lavarse; Derek notó que tenía una línea de suciedad debajo del pelo.
En cuanto Derek se puso a su lado, ella le metió un dedo en la oreja y hurgó con fuerza buscando micrófonos. Le clavó la uña con tanta fuerza que luego él tuvo que mirar si le había hecho salir sangre. Ella creía que ellos colocaban micrófonos a sus siervos: una convicción exacerbada, o causada por el pequeño transistor que sobresalía de la curva de su deltoides anterior. Ella pensaba que le habían colocado un micrófono bajo la piel.
Derek se había quedado de pie en la esterilizada habitación del hospital, observando a la mujer que era su esposa, con trágica incredulidad. En el aparcamiento del hospital se sentó en el viejo Subaru de su mujer y apretó la frente contra el volante con una sensación de pérdida que era como un afilado cuchillo que se movía en su interior. No se había sentado en el coche de su mujer desde antes de aquello; sólo lo había conducido aquel día porque había estrellado el camión contra aquel árbol la noche anterior, cuando volvía de un bar. El coche resonaba con los recuerdos de quejidos ininteligibles, sonidos que no acababan de transformarse en palabras ni en risas. Antes de arrancar, destrozó el vivido asiento rosa y blanco y lo tiró con fuerza.