Había sido un largo trayecto desde la boda, hacía cinco años. Jacqueline tenía diecinueve años, era una niña, con aquel abundante pelo castaño recogido en una trenza. Llevaba unas gafas redondas que le daban aspecto de bibliotecaria. Malos genes, se burlaban sus compañeros de equipo en referencia a la mala vista, pero no se hubieran burlado si hubieran sabido cuánta razón tenían.
Su padre se suicidó con el monóxido de carbono de su Dodge Ram del 77 en el garaje, dos días después de que ella cumpliera once años. Después la educó su madre, la cual ya había empezado a tener alucinaciones cuando Jacqueline empezó la universidad. Cuando estaba en segundo año, su madre empezó a oír las voces de los tres monos sabios. Fue internada en la Institución Psiquiátrica Whitehill. Entonces una tía solterona y severa se ocupó de Jacqueline.
Había sido difícil para Derek admitir que su esposa tenía que ser internada. Había luchado contra esa realidad durante meses y le había costado todo. Nunca olvidaría la mañana en que la condujo a través de la verja de hierro del hospital y la dejó allí, con tres vestidos y el impermeable que utilizó para ir al instituto en la gastada maleta marrón. En aquel momento, a casi 6.400 km de distancia, esas imágenes lo seguían oprimiendo. Su vida le parecía estéril, y no parecía que fuera a cambiar.
El temblor del edificio, que hizo que la silla resbalara a un lado lo arrancó de esos pensamientos. Se agarró a la baranda del balcón pero ésta se desprendió y cayó a la calle. Se tambaleó hacia el interior de la habitación, donde cayó y se dio un golpe en la cabeza contra la caja de viaje. La Sig Sauer se le cayó del cinturón. Una de las paredes se mecía con tanta fuerza que Derek creyó que se iba a doblar. Se esforzó por ponerse en píe y se limpió la sangre de la frente. Luchó para llegar a la caja de las armas mientras el suelo temblaba bajo sus pies. Comprobó los candados, se volvió y salió al pasillo a tiempo de ver a Tank tirando de Rex hacia las escaleras. La mujer de la habitación de enfrente bajó las escaleras corriendo con el niño agarrado al pecho.
Rex tenía una sonrisa de loco.
– ¿Notáis esas ondas de compresión? -gritó.
Derek hizo una seña a Tank indicando las escaleras y éste arrastró a Rex con él por ellas. Las escaleras parecían oscilar de un lado a otro. Los tres hombres cayeron al suelo al llegar al vestíbulo y consiguieron salir a la calle tambaleándose. Parecía que el terremoto reducía un poco su intensidad.
– Ahí -dijo Rex, empujándolos hacia el arco de una puerta, al otro lado de la calle.
La gente corría de aquí para allá. Por las aceras había muchos cristales rotos desparramados y el asfalto de la calle se había levantado un poco, pero no se había derrumbado ningún edificio. Los guardas del hotel se encontraban discutiendo con un trabajador de la construcción al otro extremo de la manzana.
Derek palpó su arma y se dio cuenta de que la había perdido.
– ¡Mierda! -exclamó.
Rex, con los ojos brillantes de excitación, pareció no oírle.
– Nos encontramos prácticamente en el epicentro -gritó, al tiempo que dejaba caer el puño sobre la palma de su otra mano-. Esas ondas eran una montaña rusa: eran las ondas. Normalmente son muy heterogéneas cuando llegan, pero esas jodidas eran evidentes como la luz del día. -Se inclinó hacia delante para mirar calle arriba, pero Derek le obligó a pegarse a la pared y le mantuvo quieto con el antebrazo apretado contra el pecho-. Debe de haber sido de un seis -exclamó Rex, exultante, intentando desasirse del brazo de Derek.
Se mantuvieron juntos y apretados hasta que la mayor conmoción se calmó. Pronto todo se tranquilizó y sólo se escuchaban los largos lamentos de una mujer desde uno de los apartamentos cercanos. Derek dio un paso fuera del portal con precaución. Observó el callejón que se encontraba al otro lado de la calle y se dio cuenta de que era el mismo al que daba su habitación de hotel. Localizo el balcón y vio que había un hombre mirando directamente hacia él. Era el hombre que había visto antes, el apuesto guayaquileño de camisa desabrochada y cadenas de oro. Se miraron un momento cuando, de repente, el hombre se apartó del balcón y Derek corrió hacia el hotel y entró en el vestíbulo.
Un empleado intentó detenerle en la puerta pero Derek le apartó de un empujón. Subió las escaleras de dos en dos y atravesó la puerta de la habitación que compartía con Cameron después de romper uno de los paneles de madera. La caja de viaje donde se encontraban las dos cajas de municiones y las recámaras estaba vacía, y Derek no localizó su pistola en el suelo. La caja de las armas y las otras cajas de viaje habían sido golpeadas y alguna vuelta del revés, pero parecían intactas.
Maldiciendo, salió al pasillo de un salto y miró a ambos lados. Al final de él vio una ventana grande que había sido rota hacía poco y que daba a la calle Pedro Carbo. Derek corrió hacia ella y sacó la cabeza fuera, cortándose las manos con el cristal roto en el alféizar. Vio al hombre de las cadenas de oro que corría con una caja de municiones en una mano hacia un camión que le esperaba. Llevaba la espalda cubierta, pero Derek pudo entrever la otra caja de municiones y una bolsa donde, posiblemente, se encontraban las recámaras y la Sig Sauer. El hombre se volvió, riendo, con los brazos abiertos. Mandó un beso a Derek, subió al asiento del acompañante y el camión arrancó.
Derek se quedó unos momentos mirando en la dirección en que el camión había partido, observando el humo del tubo de escape que se desvanecía en el aire. Detrás de él, una bombilla colgada del techo oscilaba, desnuda, pues la pantalla había caído al suelo. La luz que desprendía bailaba por todo el pasillo después de la réplica. Derek se incorporó y se dio cuenta de que tenía cristales clavados en las palmas de las manos y levantó las manos del alféizar de la ventana. Se dio la vuelta y se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Se llevó las manos a la cara y apretó las palmas contra las mejillas con fuerza.
Oyó pisadas que subían las escaleras y Tank apareció corriendo por el pasillo, con Rex detrás, hasta que llegaron hasta él. Tank se detuvo con la respiración agitada.
– ¿Qué? -preguntó.
Derek bajó las manos. Tenía sangre en las mejillas, dos marcas rojas como pintura de guerra.
– La munición -dijo-. Tienen la munición.
La escuadra se reunió en el hotel inmediatamente después del terremoto, después de que Cameron consiguiera juntarlos a todos. Derek estaba sentado en la silla de madera y los soldados le rodeaban en silencio. Los cortes de las manos de Derek eran superficiales; Justin le había quitado los cristales sin ninguna dificultad y le había puesto crema desinfectante. Todos tenían la mirada fija en las cajas, que Rex ya había abierto y había hecho inventario.
– Al menos no se han llevado el equipo geodésico -dijo Rex.
Szabla le miró con una mueca de suspicacia.
– Habría arrasado el mercado negro.
– He contactado con Mako, quien me ha puesto en contacto con el coronel de Naciones Unidas que dirige esta área de operaciones -dijo Derek, en voz baja aunque en tono contrariado-. Como podéis imaginar, el coronel no ha prestado ninguna ayuda a mi propuesta de reposición de armamento, a pesar de que esto ocurrió en su jodido patio trasero. No parece que seamos alta prioridad para Naciones Unidas, lo cual, conociendo la escasez de munición aquí, nos coloca en una posición menos que afortunada. Lo que sí han prometido es un transporte armado hasta el aeropuerto mañana.