Las larvas se lanzaron sobre ella con voracidad, mascando y pellizcando mientras ésta forcejeaba, chillaba y moría lentamente. Se concentraron en el abultado abdomen, peleándose por los mejores bocados. Al acabar, las cabezas estaban cubiertas de la sustancia pegajosa y verdosa de la larva muerta.
Cuando terminaron de comer, se alejaron. El cuerpo de la pequeña había desaparecido casi por completo, sólo quedaba una porción de cabeza y las puntiagudas mandíbulas. Las larvas se miraban unas a otras con suspicacia, como boxeadores en un ring, pero estaban equilibradas en fuerza. No habría ningún otro banquete sin pelea.
Arriba, una de las cámaras de la ooteca permanecía cerrada, sin ningún movimiento dentro de ella.
La primera larva salió al bosque después de atravesar la barrera de helechos de la entrada del túnel de lava y tuvo que girar la cabeza por el impacto de la luz solar, que le hizo daño en los ojos. El aire estaba repleto de sonidos alarmantes: la llamada de una dendroica amarilla, el aullido de un perro salvaje, el silbido del viento entre las hojas. Los helechos de la entrada volvieron a su posición, dejando a las demás larvas en la oscuridad. Otra larva siguió con decisión a la primera. Las otras cuatro salieron detrás de ella.
Con sus falsas patas y las contorsiones de sus cuerpos consiguieron avanzar, cada una de ellas en una dirección diferente, y desaparecieron entre la exuberante vegetación.
Los helechos susurraron al paso de la última larva, luego enmudecieron.
El bosque quedó en silencio.
19
El estado del aeropuerto de Balta era lamentable, incluso comparado con el de Guayaquil. Una de las pistas se encontraba dividida por grietas y resquebrajaduras. Cameron estiró las piernas y el C-130 aterrizó suavemente en una de las pocas franjas de cemento que estaban intactas y se detuvo.
El vuelo fue agradable. Resultó difícil salir de Guayaquil, pero cuando estuvieron en el aire, el trayecto fue un planeo de hora y media por encima del azul del océano. El piloto iba a descansar, volvería a Guayaquil e iría de nuevo a recogerlos al cabo de cinco días.
La tensión dentro del grupo parecía haber empeorado. Szabla estaba furiosa porque Derek rompió el protocolo al ordenar a Cameron que durmiera con ella y con Justin, y Justin empeoró las cosas contando chistes sobre ménage à trois durante toda la noche. A las cuatro y media de la madrugada, Savage despertó a todo el pasillo con unos chillidos surgidos de las profundidades de alguna pesadilla; Derek tuvo que abrir la puerta de una patada para ver qué pasaba. Hicieron falta dos para despertar a Savage. Tucker se puso a sudar en medio del desayuno y, después de echarle un vistazo, Justin le quitó las jeringuillas de morfina del botiquín, las envolvió en un calcetín y las escondió en el fondo de la caja de armas.
Por lo menos Juan parecía llevarse bien con todo el mundo: en el aeropuerto de Guayaquil saludó al grupo con media reverencia y les dijo que se sentía encantado de estar con ellos en la misión. Szabla se movió al asiento de al lado y le permitió sentarse a su lado durante el vuelo.
Derek permaneció callado desde el despegue, de pie al lado de una de las ventanas y mirando al exterior. Al parecer, no había dormido en absoluto.
Rex llenó los silencios dando lecciones de geología y mostrando las islas por la ventana a medida que pasaban por encima de ellas. Formadas por erupciones volcánicas, fuertes erupciones de magma que atravesaban la corteza terrestre, las Galápagos, les contó, habían sufrido constantes cambios durante la mayor parte de sus diez millones de años de existencia: habían sufrido un proceso continuo de transformación por medio de erupciones y terremotos. Las islas habían surgido de la plataforma de las Galápagos, una plataforma basáltica submarina que se encontraba a una profundidad de entre trescientos setenta y novecientos metros, y seguían un orden cronológico: eran más antiguas cuanto más al este se encontraban. Los oscuros fantasmas del pasado de las islas se agazapaban debajo de las aguas, al este de la actual cadena de islas, víctimas de la erosión y del errático movimiento de la corteza terrestre.
Española y Santa Fe, las islas más antiguas con más de 3.250.000 millones de años, tenían menos actividad volcánica que sus primas más occidentales, Fernandina, Isabela y Sangre de Dios, que, con setecientos mil años de antigüedad todavía experimentaban erupciones significativas y crisis de crecimiento. Las islas estaban formadas de basalto, un magma de baja viscosidad que fluía y se expandía con facilidad, y a causa de ello los picos volcánicos eran menos pronunciados que los de sus equivalentes continentales, cuyo magma de andesita cargado de silicio permitió que se formaran elevaciones más pronunciadas. Las Galápagos, producto de erupciones efusivas, eran anchas y de superficie ligeramente combada, como conchas de tortuga, y de ahí el nombre del archipiélago.
Las islas se encontraban encima de siete corrientes oceánicas que transportaban vida marina desde puntos tan lejanos como la Antártida o Panamá. La confluencia de estas corrientes, calientes y frías, del norte y del sur, daban al archipiélago un clima inusitado en la zona ecuatorial. En la mayoría de los aspectos, señaló Rex, las Galápagos eran una anomalía: los lentos y pesados reptiles, la existencia de algunos pingüinos y flamencos entre los más tradicionales pájaros del archipiélago; los albatros que celebraban allí sus danzas nupciales y que iniciaban el primer vuelo desde sus acantilados.
Cameron había escuchado a Rex con atención, pero le pareció que los demás estaban aburridos.
El sol de Baltra era más intenso que el de Guayaquil. Los soldados salieron del avión con los rostros untados de crema protectora. Cameron sintió el calor del asfalto a través de las botas. Un panel electrónico anunciaba los minutos que faltaban para quemarse: 2’ 50” en pista. Dos Kfirs se encontraban aparcados en el extremo más alejado de la pista, a pleno sol, enganchados todavía a dos tractores de remolque: Israel había sido amable con el ejército de Ecuador.
Dos soldados franceses los recibieron en el asfalto, con insignias de Naciones Unidas en sus uniformes. Uno de ellos empezó a correr delante del avión para dirigirlo. Szabla entabló conversación con el otro en francés y les hizo una señal a los demás para que los siguieran hacia dentro.
La terminal estaba casi desierta. Era un edificio plano y abierto con techo de vigas a la vista y paredes de una altura de tres cuartos de enormes paneles marrones y porosos. La pared occidental se había derrumbado pero, al no estar conectada con el techo, su caída no había arrastrado nada más. Dejaba un enorme agujero que se abría por encima de la vegetación de matorrales. El polvo había entrado y se veía por todo el suelo de cemento. El espacio vacío, el paisaje yermo y los vacíos estantes de souvenirs daban al lugar un aire fantasmagórico. El grupo atravesó el edificio en silencio. En la pared más cercana había un panel de madera con letras grabadas de color blanco que rezaba: BIENVENIDOS, PARQUE NACIONAL GALÁPAGOS, ECUADOR, y a su izquierda se veía un mapa azul del archipiélago toscamente pintado. De las paredes colgaban torpes pinturas de tortugas e iguanas y de un flamenco de una altura imposible. Una fina capa de polvo rojizo lo cubría todo.
Cameron dio un paso hacia delante con la bolsa colgada del hombro. En el suelo había un enorme pingüino de cartulina, rechoncho y achaparrado, cuyos ojos pequeños y brillantes la miraban estúpidamente. Savage lo pisó. Cameron puso el pie encima de uno de los desvencijados bancos y echó un vistazo a la vieja terminal de autobuses que había detrás del aeropuerto. Un poco más allá, un delfín de metal pintado de azul y desconchado había caído encima de una escultura de tortuga: daba la inequívoca impresión de que la estaba golpeando.