Kiera sacó una carpeta de la mochila.
– He traído las fichas. Te las paso por la caja -le dijo.
Al lado de la ventana había una caja esterilizadora que se abría por ambos lados, desde dentro y desde fuera de la celda. Uno de los lados siempre quedaba sellado. Dentro, unos rayos UV extremadamente potentes exterminaban todos los gérmenes. Antes de que un objeto pudiera salir de la celda se lo dejaba en la caja bajo la luz UV durante quince minutos y después se le rociaba un desinfectante para conseguir una absoluta descontaminación.
Samantha tomó la carpeta de Kiera cuando Iggy chilló:
– ¡Tres en raya! -e inmediatamente el chico borró las marcas de rotulador con la manga.
– No, no lo… -Samantha negó con la cabeza al ver la mancha en el jersey de Iggy.
El niño empezó otra partida y marcó una equis.
– Siento mucho que se pongan difíciles, Maricarmen -dijo Samantha.
Señaló una casilla del tres en raya, sacó una foto de la carpeta y la colocó contra el cristal. Era una borrosa ampliación en blanco y negro de unos hilos finos que se curvaban sobre sí mismos.
– Fá-cil -rezongó Kiera-. Filovirus.
– Bien, pequeña -dijo Samantha. Le hizo una señal a Danny con la mano-: ¿Cómo está mi pequeño pez globo? -le preguntó. Él se rió y las mejillas se le llenaron. Samantha se dirigió a Maricarmen con mirada suplicante mientras sostenía otra foto contra el cristal de la ventana-. Estaré fuera dentro de una semana. Ya les he apuntado a actividades en la escuela durante el día: se pueden encargar de ellos un tiempo. ¿Crees que podrías…?
Kiera echó un vistazo a la foto, en la que se veían unos bastoncillos semejantes a espaguetis con uno de los extremos curvados en forma de gancho.
– Marburg -dijo-. Provoca coagulación intravascular diseminada.
Maricarmen hizo un ademán con la mano.
– Por supuesto. Quizá tenga que reorganizar algunas cosas, pero si tú estás ocupada salvando el mundo…
– Mi mamá salva el mundo -dijo Iggy entre risas.
– No exactamente, cariño.
Iggy le dio un fuerte empujón a Kiera con el trasero y casi la tiró al suelo. Ella se agachó un poco, se desató la pierna y le dio en la cabeza con ella.
– ¡Kiera! -dijo Samantha-. Ya hemos hablado de esta forma de llamar la atención.
– Bueno…
– Ningún «bueno». ¿Vas a comportarte así cuando seas senadora? ¿Y? ¿Lo harás?
– No voy a ser senadora. Seré viróloga.
– Puedes ser ambas cosas si dejas de golpear a la gente en la cabeza con tu pierna protésica. Ahora… -Samantha sacó otra ampliación y la apoyó en el cristal. Eran unas partículas redondas que contenían unos pequeños puntos granulosos…
Kiera se agachó y volvió a ponerse la pierna en su sitio.
– Arenavirus -dijo.
– Excelente. -Samantha puso un dedo en el cristal; Iggy marcó una o. Inmediatamente, le bloqueó la línea con una equis.
El técnico de laboratorio volvió.
– Me he encargado de los guantes -le dijo-. Has recibido esto de parte de Donald Denton del Nuevo Centro. -Sacó un tubo de ensayo de una caja acolchada que contenía el ADN de los dinoflagelados-. Cree que el plancton está plagado de virus. Te los paso.
Para no dañar el ADN, apagó el interruptor para desactivar la luz UV de la caja esterilizadora antes de colocar el tubo de ensayo en ella. Las precauciones sólo eran necesarias cuando se sacaba algo de dentro de la celda.
Samantha abrió la caja desde dentro y sacó el tubo de ensayo. Luego miró el microscopio que tenía encima del mostrador. Volvió a mirar a sus hijos.
– Vale, vale -dijo Kiera-. Ahora tienes que trabajar. Reconozco ese gesto de los labios.
Danny negó con la cabeza furiosamente.
– No quiero irme todavía.
– Cariño, pronto estaré en casa -dijo Samantha. Dio un golpecito en el cristal con la corta uña del dedo índice-. Lo prometo.
– Sí, claro -dijo Kiera.
– Cariño, por favor, échame una mano con esto.
– Bueno, no puedo echarte una pierna.
Samantha se puso las manos en las caderas.
– Maricarmen, ¿por qué no te llevas a los chicos al coche? Ahora mismo te envío a Kiera.
Los niños dieron un beso en el cristal y Samantha sintió un súbito temor, pero se contuvo de reñirlos ya que ella había puesto el ejemplo. Maricarmen tomó a los niños de la mano y los condujo hacia fuera. Kiera jugueteaba con un agujero que tenía en los tejanos.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Samantha.
– ¿Por qué estás aquí dentro?
– Yo sólo… necesitaba… me expuse a…
Kiera suspiró. Con fuerza.
– He leído en el periódico lo que hiciste. Maricarmen recortó el artículo, pero yo vi que faltaba y supe que habías hecho algo bueno, así que lo busqué en la basura.
– No escarbes en la basura, cariño.
– ¡Ése no es el tema! -respondió Kiera con los orificios de la nariz dilatados.
– Cariño, ya sabes cómo es mi trabajo. Hemos hablado de esto. A veces tengo que asumir algunos riesgos para ayudar a la gente.
– Bueno, ¿y qué se supone que le tendré que contar a Danny si tú acabas con… con síndrome pulmonar por hantavirus o algo? ¿Entonces qué?
Samantha apretó los labios para no sonreír.
– ¿Cuántos años tienes ahora?
Kiera seguía mostrando enfado en su expresión.
– Ya no eres tú sola ahora, ya lo sabes -le dijo-. Estamos nosotros también.
Sorprendida, Samantha se sentó despacio en una silla que tenía al lado. Se sentía como si se le hubiera terminado el aliento. Sentía el tubo de ensayo frío en la mano.
– Lo sé -le dijo-. Tienes razón.
Kiera se mordió el labio inferior.
– Bueno… no permitas que suceda otra vez.
– De acuerdo -dijo Samantha-. Lo haré.
Se puso de pie otra vez y se acercó a la ventana. Levantó una mano para tocar el cristal, pero la bajó, frustrada. Nunca había deseado tanto abrazar a sus hijos.
– Cariño, vosotros sois lo más importante del mundo para mí. Espero que lo sepas.
El rostro de Kiera se dulcificó:
– Lo sé. -Miró a su madre-. Es mejor que me vaya. Maricarmen está esperando.
Samantha se apoyó en el cristal mientras su hija se alejaba y la observó hasta que dobló la esquina al final del pasillo. Se volvió a sentar en la silla y se apoyó con los codos en las rodillas. Estuvo sin moverse mucho rato. Luego se levantó y se dirigió hacia el microscopio.
21
A pesar de todo lo que habían visto en sus viajes, como los hombres que bebían sangre de cobra en Snake Alley, en Taiwan; o como la brumosa puesta de sol en Santa Sofía, Estambul. O las ranas decapitadas todavía vivas en los mercados vietnamitas, los soldados nunca habían estado en un lugar como las Galápagos.
Las tranquilas aguas, de un color azul de postal, lamían el casco de la panga. Los soldados estaban sentados en el pontón, con el equipo al lado de cada uno de ellos. El panguero, que olía a aguardiente y llevaba los tejanos remangados, navegaba admirablemente a pesar de que el fueraborda sufría con la carga. Cameron se inclinó sobre un costado de la barca y puso los dedos en el agua, dejando que el agua corriera entre ellos, mientras rezaba para que la pequeña barca no se hundiera bajo el peso del equipo. Miró un momento a Justin, que le guiñó un ojo. Tenía la cara manchada de crema solar que no se había extendido bien.
La isla de Santa Cruz se levantaba delante de ellos, una masa negra en la superficie del agua que se erguía y se perdía en la niebla. Por encima de sus cabezas volaban en círculo las fragatas como rayos negros en el cielo. Las colas se abrían cuando maniobraban en el aire y las aves bajaban y giraban con las largas alas totalmente extendidas. Rex se colocó el sombrero encima de los ojos para protegerlos del fuerte sol.
Un pájaro blanco de alas grises y brillantes patas azules pasó en vuelo raso por encima de la popa y lanzó un graznido nasal. Giró al remontar el vuelo, plegó las alas y se lanzó hacia el agua como una flecha. Cameron lo señaló y los soldados observaron cómo el pájaro penetraba en el agua con fuerza y desaparecía. Incluso Savage echó un vistazo, aunque fingió no estar interesado.