– Ha sido realmente responsable por su parte hacer fiesta el día de Navidad -respondió el doctor Foster con una ligera sonrisa y levantando la voz para que Samantha lo pudiera oír a pesar del traje-. Quizá debería usted hablar con sus superiores.
– Yo soy su superior. Cuando uno es el microscopista de virus más importante del mundo, no se puede tomar fiesta en el día de Navidad. -Dejó caer el puño en la palma de la mano-. Hay responsabilidades que van con el trabajo. Sacrificios. Por eso no he tenido una cita en años.
– Creí que era a causa del traje espacial y los cuatro kilos y medio.
– Eso también.
– Y por su comportamiento intimidante.
– Vale: no provoque a su suerte. Sólo necesito que Tom observe una muestra con el microscopio de electrones. Lo haría yo misma, pero no me dejarán salir de aquí.
El microscopio de electrones, de enorme exactitud, hipersensible a minúsculas vibraciones y a las interferencias electromagnéticas, se encontraba fijado en el suelo de cemento del sótano y rodeado por capas y capas de malla de cobre. No había forma de que permitieran a Samantha bajar allí, pero estaba ansiosa por obtener resultados micrográficos de la muestra de Sangre de Dios.
– Haré que le localicen -le dijo el doctor Foster-. Estoy seguro de que, por usted, vendrá.
– Gracias. Y esté mañana a primera hora para sacarme sangre y poder suministrar el antisuero a los pacientes.
– Suponiendo que los resultados sean buenos.
Samantha le dedicó un gesto de despedida.
– Haga sus suposiciones fuera de aquí. Mueva el culo.
El doctor Foster se detuvo antes de salir y la miró con preocupación.
– ¿Está usted bien?
Samantha sonrió. Señaló el tubo que Donald le había enviado y se apoyó en el mostrador.
– Ya estoy pensando en el siguiente paso -respondió.
– Bien -dijo él-. Quizá cuando salga usted de aquí podamos tomar un café. O quizás ir al cine.
– ¿No querrá decir «si» salgo de aquí? -preguntó Samantha.
– Me siento mejor con el «cuando» -le contestó el doctor Foster-. Está usted esquivando la pregunta.
– Bueno, hay muchas cosas… No sé si… -Samantha se dio cuenta de que estaba retorciendo un mechón de pelo con los dedos. Dejó de hacerlo, se miró la mano y la bajó-. Sí -dijo-, me gustaría.
23
Cameron avanzó un poco encima de los tablones poco firmes. Llamó una vez pero el hombre no contestó. Tenía el rostro lleno de sangre, y las ropas manchadas y resecas por las manchas oscuras. Incluso algunos mechones de pelo estaban manchados.
Derek y Cameron se acercaron hasta él e hicieron una señal a Savage y a los dos científicos para que los siguieran. Derek tenía la mano encima de la pistola. Cuando llegaron detrás del hombre, Derek señaló una tortuga gigante. Se encontraba debajo de una barraca de techo de metal ondulado. Delante había un muro bajo hecho de piedras grises y una chumbera muy alta cuyas pencas más bajas se veían mordidas.
– Solitario Jorge -dijo el hombre sin volverse.
– Lo siento -dijo Derek-. Yo no…
– No comprendemos -aclaró Cameron.
El hombre habló un perfecto inglés:
– Jorge Solitario. El último de los Geochelone elephantopus de Isla Pinta. La especie entera fue arrasada por las cabras salvajes en 1960. No queda ningún ejemplar que se pueda emparejar con éste. Cuando muera, la especie morirá. Cada vez es más viejo. -Levantó una mano llena de sangre reseca para rascarse la mejilla-. Mírelo de cerca. Tiene usted la extinción ante sus ojos.
Se dio la vuelta para mirarlos y Cameron se dio cuenta de inmediato de que no era peligroso. Con el mostacho negro, las mejillas altas y los profundos ojos pardos, tenía un aire digno, casi principesco, incluso en el estado en que se encontraba. Les ofreció la mano.
– Diego Rodríguez -dijo.
Cameron le señaló la mano y él se la miró, dándose cuenta por primera vez de la sangre.
– ¡Oh! -exclamó, mientras se limpiaba la mano con la camisa sin conseguirlo-. Sangre de cerdo. Me quedé sin balas.
Cameron sonrió.
Rex dio un paso hacia delante.
– ¿Dónde está el Departamento de Sismología? -le preguntó.
– Me has encontrado -dijo Diego entre risas.
– ¿Hay alguien ahí?
– ¿Alguien ahí? -Diego se inclinó hacia delante, todavía riéndose-. Yo estoy ahí.
– Esto no resulta de mucha ayuda, amigo mío -respondió Juan-. Necesitamos científicos aquí.
– Soy el director en funciones de la Estación -afirmó Diego con exagerada seriedad-. Y el último científico que queda. Bueno, un momento, eso no es del todo cierto. Ramoncito todavía está aquí.
La risa se le pasó un poco y se secó los ojos.
– ¿Quién es Ramoncito? -preguntó Juan.
– Es el chico de los suministros. Tiene unos catorce años y es muy dedicado. Quizás os lo hayáis encontrado cuando volvía a la ciudad.
– ¡Esto no es un chiste! -le espetó Juan.
– No, no lo es -respondió Diego.
– Necesitamos llegar a Sangre de Dios -le dijo Rex.
– Que os acompañe la suerte. Ninguna embarcación local se acerca por allí ya. -Levantó las manos y movió rápidamente los dedos-. Está encantada.
– Voy a equipar la isla con equipo geodésico -le explicó Rex-. Tenía que encontrarme con los sismólogos aquí para colocar el equipo de telemetría en su lugar y ellos tenían que conseguirnos el transporte.
– Consiguieron arreglar una barca. Se la llevaron a tierra firme. De forma sabia, debo añadir. -Diego suspiró-. Los últimos de mis científicos.
– Necesitamos una embarcación -dijo Rex.
Diego los miró.
– ¿Cuántos sois?
– Nueve -contestó Derek-. Más los suministros.
– Pues estáis bien jodidos, como se dice. La mayor parte de los botes han zarpado hacia el continente. El único que queda para llevaros a todos de forma razonable es el mío. Y me he retirado.
– ¿Cuándo?
– Hace unos dos minutos.
– ¿Qué ha sucedido en la Estación? -preguntó Juan, más enfadado-. ¿Por qué está usted a cargo de ella?
– ¿Que por qué estaba yo al cargo de ella? -La pierna de Diego le temblaba y colocó una mano encima para detenerla-. Porque era el único que quería quedarse. No obteníamos dinero. Nadie recibía su paga.
– Entonces, ¿cómo pudo usted quedarse? -le preguntó Juan.
– Porque -dijo Diego mientras se sacaba algo del pelo y lo tiraba al suelo- mi familia es asquerosamente rica.
– Se llevará bien con Szabla -murmuró Derek.
Diego meneó la cabeza, perdido todavía en sus pensamientos.
– Primero las tortugas… luego las tortugas marinas… más tarde las iguanas y los pájaros y las plantas.
– ¿De qué diablos está hablando? -preguntó Derek.
Cameron se encogió de hombros. Savage se encendió un cigarrillo.
– Todo está perdido. Todos mis pequeños proyectos aquí. -Diego señaló otro cercado de tortugas, un poco más arriba-. Trasladamos a ese grupo de tortugas desde Isabela antes de la erupción del Wolf. Las habría arrasado la lava.
– Bueno -comentó Savage, bajando el cigarrillo-, ¿no es así como funciona la evolución?
Rex le miró y masculló, molesto:
– Un filósofo.
– La supervivencia del más fuerte -replicó Savage-. Es así, ¿no? Un volcán aparece, entra en erupción, los pequeños mierdas no pueden apartarse de su camino. Así es como funciona la evolución.
– Parece que tienes una idea clara del concepto -dijo Rex.
Diego soltó un profundo suspiro.
– En realidad, ahora me siento bastante de acuerdo con eso. Durante más tiempo del que puedo recordar, lo he puesto todo ahí. Aquí. -Señaló los cercados que había alrededor y los distantes picos de la montaña con un movimiento del brazo-. ¿Y para qué? ¿Qué importa? Tal como se dice, tiro la toalla. Lo he perdido todo.