Excepto por el reflejo de las estrellas y el destello ocasional de los peces muertos que flotaban en la superficie, el océano se sumió en la oscuridad. La brisa tenía un olor limpio, a sal y a vegetación. La luna llena brillaba encima de ellos como un agujero en el cielo. Al cabo de veinte horas de viaje desde Puerto Ayora, el oscuro perfil teñido por la luz de la luna de Sangre de Dios apareció entre la niebla como la corona de un tímido animal pelágico.
Los miembros de la escuadra se revolvían en la barca y se desperezaban. Justin estiró los brazos con las manos juntas e hizo crujir los nudillos. Tank bostezó. Savage jugó con su Viento de la Muerte y luego lo devolvió a su funda con habilidad. Descubrió a Szabla mirándole, pero ella apartó la vista con rapidez. Cameron notó los movimientos bruscos y los gestos de intranquilidad y sintió cierta preocupación. Después de haber pasado un tiempo en reserva, todos ellos habían ido poniéndose en forma poco a poco durante los últimos días. Durante los trayectos, lo habitual era que los soldados se sentaran con la espalda erguida o aprovecharan para preparar el equipo. Pero en aquella misión no había nada que preparar. Sólo era posible continuar esperando.
Para que la intranquilidad de los demás no se le contagiara, Cameron se levantó y estiró las piernas. Juan estaba de pie y contemplaba el agua que se estrellaba contra la proa. Ella se acercó y se apoyó en la barandilla, a su lado. El casco abría una luminosa grieta blanca en la superficie del océano.
– Siempre hemos estado equivocados, ¿sabes? -dijo Juan.
– No -respondió Cameron con una sonrisa-, no lo sabía.
– En que somos los reyes de la tierra, de que tenemos el dominio de las tierras y los mares porque somos las criaturas más desarrolladas que habitan en ella.
Algo en la expresión de Juan impidió que Cameron hiciera ningún comentario.
– Nuestra importancia nos ha sido arrebatada -continuó-. Hasta Copérnico, pensábamos que éramos el centro del universo; hasta Darwin, creíamos que éramos una creación del cielo. -Rió para sí mientras se rascaba la barbilla-. Hasta Freud pensábamos que éramos los dueños de nuestra propia mente. -Bajó la vista hasta las aguas y dio unos golpecitos en la barandilla con el anillo-. Y ahora esto. Traicionados por los cielos y las mareas, por la tierra, cuya obligación era permanecer a nuestros pies. -Volvió a reírse, pero tenía los ojos tristes.
– No tiene mucho sentido tener fe, ahora -dijo Cameron.
Juan la miró, sorprendido.
– ¿Ésta es tu conclusión? -le preguntó. Negó con la cabeza y continuó-: Uno debe tener su propia fe. Su propio lugar en medio de este caos. Agarrarse a él como si fuera lo único que existiera. Eso es lo que todos debemos hacer. ¿No fue por eso por lo que te alistaste en el ejército?
Cameron se inclinó hacia delante y sintió la brisa y la sal en las mejillas.
– No fue por algo tan elevado -respondió.
– ¿Por qué, entonces?
Ella se encogió de hombros.
– Nunca pertenecí a ningún lugar. El equipo me dio eso. Me dio un lugar al que pertenecer.
Juan asintió con la cabeza. Sus labios dibujaban una línea fina.
– Pero también te quita algo, ¿no?
– ¿Como qué?
Juan jugó con el anillo pero no contestó.
Cameron se sintió a la defensiva.
– El ejército se comprometió conmigo sin cuestionar nada, y yo hice lo mismo. -Se rió, aunque no tenía muy claro cuál era ese compromiso-. Aquí no hay complicaciones. Nunca. -Una pequeña ola se estrelló contra la proa y salpicó su camisa de camuflaje. Cameron se frotó la parte húmeda de la camisa con el pulgar-. Por eso soy tan buen soldado.
La embarcación se inclinó, y Cameron se apartó de la barandilla y se dirigió a popa. Se sentó en silencio y contempló a Diego mientras éste conducía el barco en las tranquilas aguas hacia la isla.
Cameron había consultado los escasos mapas y cartas de navegación durante el tedioso viaje. Sangre de Dios, de una irregular forma circular, se formó por el volcán Cerro Verde, cuya cima alcanza una altitud de 515 metros. El volcán apagado está a un kilómetro de la costa oriental, como la yema descentrada de un huevo frito. Desde la cima hasta la costa oriental, el terreno desciende abruptamente hasta un despeñadero donde, hace cientos de años, una vieja fisura se ensanchó y dejó sólo una pared vertical. La franja que va desde la cima hasta la costa oeste tiene una curva más suave, de ocho grados, mientras que el lado este tiene veinte, y las zonas de vegetación que pueblan esta parte se distinguen unas de otras con sorprendente claridad: la zona costera, la zona árida, la zona de transición y la zona de Scalesia que cubre la cumbre y forma un fértil anillo de bosque interrumpido por la caldera del pico del volcán. Estas zonas se dibujan en franjas sobre la isla con tanta claridad que es posible señalar la línea de altitud en que una deja paso a la otra.
El Pescador Rico se aproximó al extremo sudeste de Sangre de Dios. A la vista apareció bahía Avispa, una larga playa con techo, como una cueva, de arena blanca. Diego dio un rodeo para evitar un arrecife de coral que bordeaba la zona oriental de la bahía. A causa de los terremotos, partes del arrecife se habían roto dejando unas puntas afiladas que poblaban toda la bahía. Diego se dirigió hacia punta Berlanga, el extremo occidental de la playa. Como un cuerno protuberante, punta Berlanga recibió su nombre por un obispo de Panamá, fray Tomás de Berlanga, quien descubrió estas islas por accidente en 1535. Punta Berlanga presenta una multitud de picos y columnas erosionadas por la sal encima de una franja de lava pahoehoe y recibe el peso de las olas y vientos que proceden sobre todo del sureste. En el extremo más alejado, una serie de géiseres silban a través de la porosa roca.
De la lava endurecida sobresalía un decrépito embarcadero de madera. No había ninguna embarcación anclada allí. Cuando se acercaron, se dieron cuenta de que el embarcadero era un montón de maderas rotas, destruidas durante el último terremoto.
Diego maldijo.
– Vamos a tener que echar el ancla aquí e ir en la Zodiac hasta la punta.
Bajó la velocidad de la embarcación y dejó que ésta se deslizara detrás de una cadena de conos de tufo a un kilómetro y medio de la costa. Formado por la violenta interacción del agua y la roca pulverizada, el tufo está compuesto de ceniza aglomerada. Allí las rocas estaban esculpidas por las mareas y los vientos del sudeste y, de entre tres y cuatro metros y medio de altura, parecían los retorcidos dedos de un gigante sumergido. Algunos leones de mar que descansaban en las rocas se despertaron y lanzaron gritos de advertencia ante el paso de la embarcación.
Diego frunció el entrecejo.
– Nunca había visto que los leones marinos nadaran hasta aquí. Normalmente, esta colonia se encuentra en la playa.
Colocó los amarres de proa y popa y luego arrastró la Zodiac a cubierta, sujetándola mientras se hinchaba. El mar estaba quieto, como presagiando tormenta, pero las previsiones anunciaban buen tiempo.
– Tendremos que subir a la Zodiac por turnos -dijo.
– De ahora en adelante las parejas serán las mismas que en Guayaquil. Juan, tú irás con Tank y Rex -dijo Derek.
La embarcación se balanceó y Rex tropezó y fue a caer contra la pared de la cabina. Sin querer, tiró el arpón que estaba colocado encima de ella a la borda, por donde resbaló hasta caer en las oscuras aguas. Diego negó con la cabeza pero permaneció callado. Tank subió primero a la Zodiac, le ofreció la mano a Rex, pero éste la desdeñó. Diego, Szabla, Juan y Justin le siguieron con sus bolsas y con la mayor parte de las cajas.
Diego, sentado al lado del motor, señaló una mochila que estaba en El Pescador Rico.
– La vamos a necesitar -dijo.
Derek le pasó la mochila a Justin y éste la abrió, descubriendo una radio PRC104 de alta frecuencia.