– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Derek.
Diego señaló un nido cercano.
– Las hembras ponen dos huevos, pero sólo cuidan a una de las crías. Al más pequeño o bien lo mata su hermano, o se le expulsa y muere de hambre o de exposición a la intemperie, o bien lo matan sus padres.
Derek meneó la cabeza.
– Dios mío -exclamó.
Rex se encogió de hombros.
– Escasez de recursos.
El polluelo cayó y se esforzó por levantarse. Los pequeños ojos se movían con rapidez. Levantó las alas dos veces y luego se quedó quieto. Diego pasó por encima de él e hizo una señal a los demás para que le siguieran. Pasaron al lado de un grupo de fragatas macho que estaban en un árbol con las rojas y brillantes papadas hinchadas, en un intento de atraer la atención de las hembras que volaban por encima de ellos.
Al dejar atrás la zona de nidos, Rex se alegró de recuperar la dirección. La fuerte inclinación del terreno en el lado oriental de la isla les permitía atravesar con rapidez las zonas de vegetación. Los palosantos dominaban las zonas áridas y sus ramas bifurcadas y esqueléticas estaban cubiertas por débiles enredaderas. Debajo de una saladilla florida había un agujero en la tierra desde donde una iguana terrestre los observó sin molestarse en levantar la cabeza. La iguana terrestre tenía un distintivo color amarillo apagado, una cresta más pequeña que las iguanas marinas y también una cola más pequeña, ya que no la necesitaba para nadar. El bajo bosque se hizo más denso a medida que subieron de altitud por la zona de transición. Los árboles pega pega, de tallo corto, ramas muy abiertas y corteza cubierta de líquenes, estaban por todas partes y sólo de vez en cuando se veía un mango. En las zonas más elevadas se habían infiltrado especies introducidas por los granjeros procedentes del continente: aguacates, mangos, cedros y balsas. Se había visto que estas especies se habían dispersado y habían invadido la frágil vegetación autóctona con una facilidad de depredador. Los cítricos brotaban en cualquier lugar donde cayera una semilla.
El camino, que era la principal vía costera, subía despacio antes de convertirse en una sucia carretera construida por los granjeros. Rex se detuvo al inicio de esa carretera, donde se levantaba una torre de madera de unos quince metros de altura. Era una estructura construida con tablones de madera entrecruzados gastados por la intemperie y por uno de sus lados subía una escalera medio rota hasta una especie de nido de cuervo, una choza colgada en lo alto como un campanario. Aquel mirador improvisado ofrecía a los habitantes una vista clara del horizonte para poder avisar de la llegada de barcos de abastecimiento o de la vuelta de los pescadores.
El viento silbaba con fuerza al atravesar la parte superior de la torre de vigilancia. Rex hizo una pausa en el camino y se apoyó en la estructura de la torre. El camino continuaba por entre unas granjas y a unos doscientos metros desaparecía en el bosque de Scalesia. A ambos lados del camino se levantaban unos balsas altos y esbeltos y, más allá, se veían campos de cosecha y pastos.
La mayor parte de las granjas se intercalaban entre los balsas al lado del camino, pero había unas cuantas que se encontraban situadas en medio de campos de yuca y de cara al sombrío bosque de Scalesia. La población de la isla no superaba los veintitrés habitantes, pero había descendido rápidamente desde los primeros terremotos. Saltaba a la vista que las casas habían sido abandonadas y los campos estaban plagados de malas hierbas y matojos. Esas grandes extensiones de hierba tardarían años en ser ocupadas por el bosque autóctono.
En un campo que se extendía al oeste de la carretera había unas cuantas vacas en un corral, al lado de una pequeña casa que se encontraba detrás de una hilera de ricinos.
– Tenemos que pensar en la forma de matarlas -dijo Diego, mirando al ganado. Se secó el sudor de la frente con la manga-. Me sorprende gratamente la ausencia de cabras y perros.
– Ésa debe de ser la de Frank -dijo Rex, señalando a un grupo de cítricos al lado de lo que había sido un campo.
Había dos tiendas de lona, un fuego con cenizas y rocas chamuscadas y un frigorífico de aluminio para especies animales: todo ello ordenado en unos trescientos sesenta metros detrás de la casa, en la cuesta que subía hacia el bosque. La lona de una de las tiendas batió con fuerza a causa del viento y el ruido se oyó con claridad en el camino.
Rex no se dio cuenta de lo grande que era el frigorífico hasta que lo vio. Era un contenedor metálico lo suficientemente grande para encerrar en él a un mamífero grande, del tamaño de un rinoceronte, entero; ese objeto parecía haber caído del espacio exterior. Intentó imaginarse cómo un barco de suministros lo habría descargado en la costa de la isla, pero no lo consiguió. Era de aluminio y, por tanto, no tan pesado como parecía, pero de todas formas subirlo hasta el pueblo tenía que haber sido trabajo duro para los hombres que lo habían hecho. Se imaginó a Frank con las manos en las caderas y el sombrero de pescador calado hasta los ojos dando órdenes e indicando el camino. Quizá la tarifa de cuatrocientos dólares por el transporte no era tan exorbitante.
– Bueno -dijo Rex a Derek mientras se dirigían al campamento de Frank-, parece que diriges a un equipo perezoso. No veo muchos saludos ni oigo «sí, señor» muy a menudo.
Esquivaron los árboles y pasaron de largo ante la casa. Los demás los siguieron. Diego rezongaba al ver el ganado desatendido.
– Los soldados de la Armada son como los purasangres -respondió Derek-. No hay que llevar las riendas demasiado cortas, especialmente en los momentos de descanso. Pero saltan como un resorte cuando la mierda los alcanza.
Rex pasó una mano por la pared al doblar una de las esquinas, con Cameron pisándole los talones.
– Bueno, esperemos que…
Se encontró con un rostro que emitía un feroz grito y con un hacha que volaba en dirección a su cabeza. Rex levantó los brazos para protegerse justo en el momento en que Cameron se abalanzaba sobre él y lo tiraba al suelo con fuerza. El hacha pasó por encima de su cabeza y fue a clavarse en uno de los lados de la casa. El impacto desprendió astillas que cayeron encima de Derek. Derek apartó a Diego de un empujón y lo tiró sobre la hierba. Cameron se incorporó con una mano protegiendo la cabeza de Rex y la otra sobre la cadera en busca de la pistola, pero no llevaba ninguna.
Con el hacha todavía levantada, el hombre de piel oscura los miraba, confundido. Derek le dio un golpe en el plexo solar que lo hizo doblarse. Con un profundo grito de dolor, el hombre cayó de rodillas con ambas manos sobre el estómago. Cameron lo inmovilizó con un abrazo asfixiante y, en ese momento, una mujer embarazada apareció pesadamente por la puerta. La mujer lloraba, agitaba los brazos y gritaba algo en español. Rex se puso en pie, sintiéndose ligeramente mareado.
– Ya está bien -gritó Diego, poniéndose en pie-. No quería hacerlo.
– Una mierda, ya está bien -respondió Cameron-. Se abalanzó sobre Rex con una jodida hacha. -Apretó todavía más su abrazo y el rostro del hombre se oscureció un poco más. Abría y cerraba la boca intentando tomar un poco de aire.
La mujer continuó hablando en español y Diego tradujo tan deprisa como pudo.
– Los habéis asustado… creían que la isla estaba abandonada… hay un peligro por aquí, algo que ha hecho desaparecer a los vecinos uno por uno y que ha robado el ganado…
La mujer dio un paso hacia delante e imploró a Cameron. Cameron negó con la cabeza sin entender nada en español. Soltó al hombre que quedó a cuatro patas intentando respirar. Finalmente, los pulmones se le hincharon con un sonido estridente y, entre convulsivos movimientos para respirar, dijo:
– Lo siento, lo siento.
Derek miró a Cameron y ella dio un paso atrás con los brazos caídos.