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– Vaya lugar -dijo-. Pasa del desierto al bosque en una distancia de un tiro de piedra.

Tucker le extendió la crema solar por los hombros haciéndola penetrar por la nuca y las orejas. Justin miró la crema solar en la espalda de Szabla y dijo:

– No sé por qué necesitas esta mierda, dado que eres una nativa.

Szabla se volvió y le miró con media sonrisa.

– Es mejor que vigiles lo que dices, chico, o le diré a tu mujer que te dé unos azotes.

– No, por favor -respondió Justin-. Últimamente se entrena.

– ¿Dónde diablos ha ido Savage? -preguntó Szabla mirando alrededor.

Tucker señaló hacia la pared del acantilado.

– Se perdió por ahí mientras te quitabas la camiseta.

– No da ninguna explicación.

Szabla se puso de pie y se puso la camiseta otra vez al tiempo que se ajustaba el sujetador.

– Voy a buscarle.

Corrió por la arena de la playa, que salía despedida a cada zancada, hasta que llegó a la superficie de lava que sobresalía de punta Berlanga. La lava resbalaba a causa de la humedad y los pequeños charcos de agua estaban repletos de algas y de conchas de caracol negras.

Pisó algo que estaba vivo y que se retorció y huyó con un alarido. Szabla cayó con fuerza sobre su trasero, parando la caída con las palmas de las manos. Un bulto se movió en la roca, negro sobre negro, y se dio cuenta de que había estado a punto de aplastar a una iguana marina.

Era como un lagarto gordo de unos sesenta centímetros de largo, con una piel negra profundamente arrugada y una cresta de espinas que le recorría la espalda desde el cuello hasta la base de la enorme cola. Tenía un aspecto de animal prehistórico. Dos ojos diminutos y negros la miraban entre unas rugosas escamas blancas.

Szabla se quedó inmóvil unos instantes al darse cuenta de que toda la zona de lava a su alrededor estaba plagada de iguanas marinas, algunas de ellas de más de sesenta centímetros. Las escamas negras y grises se camuflaban perfectamente en la lava negra. Algunas de ellas levantaban el cuerpo sobre las cuatro patas para permitir el paso de la brisa por debajo de él y bajar la temperatura. Todas la estaban mirando perezosamente.

Una de las iguanas marinas emitió un agudo sonido nasal al expulsar por la nariz agua salada. Unas cuantas la imitaron. A pesar de que Szabla sabía que eran herbívoros inofensivos, tenían un aspecto fiero, casi feroz, que la hizo levantarse del suelo lo antes que pudo.

Al oeste, un promontorio interrumpía la curva del acantilado y sobresalía hacia el mar. Szabla se dirigió hacia allí evitando con cuidado los charcos y las colonias de iguanas. Pasó por delante de la pared del acantilado con cuidado de no pisar los erizos de mar. El agua la obligaba a acercarse a la pared, pero mantuvo la dirección fijando las botas debajo del agua sobre los cantos afilados de la lava.

Una zona enorme de mangles blancos sobresalía, como un raro tumor, del punto más exterior del promontorio. Bajo las hojas, un escarabajo caído flotaba de espaldas y nadaba en círculos, impulsado por un movimiento frenético de patas. Szabla apartó las ramas de un mangle y se encontró frente a una zona de arena negra que empezaba justo después del promontorio y que se encontraba rodeada de acantilados que la arropaban protectoramente. Szabla tomó aire.

Savage estaba desnudo, de pie sobre la arena negra y miraba hacia la brillante bahía verde azul. Szabla retrocedió un poco y se escondió detrás de un matorral.

Savage depositó sus ropas encima de las botas. Entró en el agua hasta la altura de las caderas con una ligera mueca y empezó a nadar de espaldas, en círculos. Por encima de su cabeza, los pájaros se dirigían a los nidos que tenían en el acantilado.

Un pingüino avanzó tambaleándose por el agua y subió a la roca frente al acantilado. El vientre le sobresalía tanto que se hacía sombra a los pies. Era muy pequeño, no medía más de treinta centímetros, y el vientre blanco contrastaba con el negro de la lava. Con la boca abierta, respiraba con fuerza para bajar la temperatura corporal y, abriendo las aletas, expuso el cuerpo a la brisa. Defecó sobre sus patas para enfriarlas.

Una raya se acercó a Savage por su lado izquierdo y éste se hizo a un lado para esquivarla. Se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza, se agachó bajo el agua y, con la cabeza hacia atrás, se sumergió en ella.

Szabla le miraba en silencio. El sol caía con fuerza y Szabla tenía el pecho cubierto de sudor. El top de color caqui tenía el cuello totalmente mojado. De espaldas a ella, Savage salió del agua y sacudió la cabeza con fuerza para expulsar el agua del pelo. Szabla no podía quitarle los ojos de encima.

Nunca se había dado cuenta de lo largo que tenía el pelo, ya que el pañuelo se lo ocultaba por completo, pero en aquel momento lo llevaba suelto y Szabla vio que le llegaba a los hombros. Para ser un hombre de más de cincuenta años, Savage estaba en muy buena forma. Tenía la espalda musculada, las pantorrillas firmes y el pecho cubierto de vello, pero éste no llegaba a los hombros.

Szabla le recorrió todo el cuerpo con la mirada durante el rato que Savage estuvo de pie sacudiéndose la arena de los pies. Tenía una cicatriz desde el antebrazo derecho hasta el bíceps. De repente, el transmisor que llevaba en el hombro sonó y Szabla se sobresaltó de tal forma que, para mantener el equilibrio, tuvo que meter un pie en el agua. Cuando volvió a recuperarlo, se dio cuenta de que se encontraba al descubierto.

Savage todavía estaba desnudo y tenía la camiseta en las manos. No levantó la vista, pero sonrió al ponerse la camiseta.

– Diles que en un minuto estoy allí -le dijo, sin levantar los ojos de la arena y sin hacer ningún esfuerzo por cubrirse.

Savage supo que ella estaba allí desde el principio. Szabla sintió un escalofrío al darse cuenta de eso y dio unos pasos hacia atrás. Tampoco la miró entonces.

Savage se inclinó para recoger los pantalones. El pene era visible debajo de la camiseta. Szabla se alejó con rapidez y cuando estuvo fuera de la vista, apoyó la espalda y la cabeza en la pared del acantilado unos momentos esperando a que se le calmara el corazón.

Volvió por encima de la roca de lava sintiendo los pantalones húmedos y pesados en los muslos. Llegó al campamento corriendo.

Cameron reconoció el ritmo de carrera de Szabla al oírlo a lo lejos. Ella llegó jadeando, con la respiración entrecortada y cuando se detuvo, se dejó caer sobre las rodillas y dobló el cuerpo hacia delante.

– Savage está… Savage está de camino -dijo.

– ¿Qué habéis estado haciendo vosotros dos? -preguntó Justin.

– ¿Celos? -intervino Rex enarcando una ceja.

– Sí -respondió Justin-. He perseguido a Savage desesperadamente, pero no me ha dado ni la hora.

Savage se acercó al grupo sin esforzarse por avanzar deprisa. Al ver la expresión de irritación de Derek, Cameron miró el reloj: 07.59. Savage llegó hasta ellos antes de que terminara el minuto. Con tranquilidad, se recogió el pelo con el pañuelo y sonrió a Derek con expresión inocente.

– Muy bien -dijo Derek-. Diego, ¿por qué no conduces a los demás al pueblo para que monten el campamento base? Creo que deberíamos instalarnos en el campo del este, el que se encuentra al otro lado de la carretera del campamento de Frank. En el pueblo no hay nadie excepto una familia.

– Un matrimonio -aclaró Diego-. La mujer está embarazada.

– Frank Friedman desapareció sin empaquetar sus pertenencias -dijo Derek-. Y se hizo traer un frigorífico enorme para guardar sus especímenes. Algo extraño ha sucedido por allí.

– No te estarás tragando esas tonterías supersticiosas, ¿no? -le preguntó Rex. Cameron sonrió: una vez que se habían alejado del campamento de Frank, Rex se sentía fuerte y racional de nuevo.