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Savage se quitó el pañuelo de la cabeza y con él se secó el sudor de la frente.

– Supervivencia del más fuerte -le dijo, y dobló el brazo imitando a Popeye.

Rex notó que se ponía rojo de furia y luchó para que la voz no le delatara.

– Este animal es la criatura que se ha adaptado en la isla de la forma más asombrosa.

Savage se limpió una uña con la punta del cuchillo.

– Ya no -respondió.

Rex se ajustó la bolsa que llevaba colgada al hombro.

– Quizá pasaron dos o tres mil años hasta que una iguana terrestre naciera con las garras largas. Una mutación aleatoria. La cuestión es que con esas garras más largas, la iguana terrestre puede sacar las espinas de un cactus. Eso significa que puede comerlo, así que tiene acceso a una mayor variedad de alimentos. Esta mutación pasó a su descendencia, que también disfrutó de la ventaja de tener unas garras más largas. Pronto ganaron a las iguanas comunes que tenían una menor variedad de comida a su disposición. Prosperaron, las otras se extinguieron y las iguanas de garras largas se convirtieron en la norma de la especie. -Le temblaba una mejilla a causa de la rabia-. Esto, amigo mío, es la supervivencia del más fuerte. Golpear a un animal indefenso para demostrar lo grande que uno tiene la polla, no lo es.

Savage no había levantado la vista de la uña que se estaba limpiando con el cuchillo.

– Has estado pensando en lo grande que es mi polla, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. Como soy homosexual, quiero copular con cualquier macho de la vecindad. No tengo nada mejor que hacer en este viaje que dedicar mis pensamientos exclusivamente a ti y a tu pene.

Tucker dio un paso atrás y resbaló un poco en la pendiente.

– Vaya -dijo-. ¿Así que te dan por el culo?

Rex levantó las manos.

– ¿Dónde diablos has estado?

– Pero tú no… Nadie dijo nada. -Tucker se frotó las manos.

Rex dio media vuelta y comenzó a descender hacia la humeante grieta.

– No preguntes y no hables -le dijo por encima del hombro.

La grieta curvada seguía el contorno de la isla y expulsaba gases sulfurosos.

El suelo era una arena cenicienta que, de vez en cuando, daba paso a retazos de lava endurecida. La única vegetación que había era la tiquilia, una corta hierba verde que crecía en manojos como pequeños montículos de tela de araña.

Rex se detuvo a bastante distancia de la grieta y estudió el dibujo que trazaba la lava endurecida. En algunas regiones la lava era estriada e indicaba la dirección en que había fluido, pero en otras regiones la superficie era casi lisa, después de miles de años de sufrir la erosión del viento. Se notaba el calor de la lava incluso a través de los zapatos. Golpeó el suelo con la piqueta y evaluó la consistencia.

Savage pasaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, inquieto. Tucker se llenó la palma de la mano de crema solar y se la extendió por la cara; luego se ató la camiseta a la cabeza para cubrirse del sol.

– Me estoy cansando bastante de esta mierda -dijo Savage.

Rex levantó la brújula Brunton y observó lo que marcaba.

– No es problema mío.

– «No es problema mío» -gruñó Savage-. Yo debería ser tu puto problema. Te has traído a los soldados de la Armada aquí. Si quisiéramos acarrear paquetes y doblar ropa interior, nos habríamos enrolado en calidad de fregonas en el USS Fuckstain. Si alguien me hace levantar el culo de la comodidad de mi celda, que por lo menos sea para entrar en un poco de acción.

Rex dio unos golpecitos en la roca con el martillo y se concentró en la vibración.

– Os creéis tan fuertes, todos vosotros -respondió-. Con vuestras pistolas y vuestro entrenamiento de guerra. Como si eso fuera necesario en tiempos como éstos. La tierra está sufriendo un reajuste de proporciones bíblicas y vosotros estáis ahí con un montón de balas. Corrijo: sin balas. -Se rió, conteniéndose, y levantó la vista-. Yo soy el médico, Savage. Tú eres una simple tirita.

Savage dio un paso hacia delante, pero Tucker le detuvo poniéndole el brazo en el pecho. Rex se puso de pie con rapidez y levantó los brazos para defenderse.

– No piques el anzuelo, colega -le susurró Tucker a Savage al tiempo que le daba un golpecito en el pecho.

Savage retrocedió. Le temblaba el labio superior e hizo una mueca de desprecio.

– Que te jodan. -Giró sobre sus talones y bajó la cuesta a grandes zancadas, más allá de la grieta.

– ¡Quieto! -gritó Rex.

Savage se detuvo. Se volvió despacio hasta dar la cara a Rex.

– ¿Qué pasa ahora?

Rex se agachó y recogió un trozo de basalto del tamaño de una pelota de béisbol. La lanzó a gran altura hacia Savage. La piedra pasó por encima de él dibujando un arco y cayó al suelo a un metro y medio de Savage, justo hacia donde él se dirigía. La piedra perforó la fina corteza de lava y cayó dentro de la cavidad abierta. Savage esperaba oír el golpe de la piedra al llegar abajo. No se oyó nada. Se quedó mirando el pequeño agujero negro en el suelo debajo del cual se abría una enorme caverna subterránea.

Rex empezó a andar en dirección contraria.

– Por aquí -indicó.

33

Cameron resoplaba cuando llegaron a la cima de la colina y se encontraron con el lago, un disco de agua recogido en una cavidad como un cráter en el margen occidental de la isla. A unos cuarenta metros del océano, hacia el interior, las profundas aguas verdes contrastaban con fuerza con el azul del mar. Cameron entrelazó las manos sobre la cabeza y observó al mismo tiempo el ancho lago y la infinita franja de océano.

Diego se detuvo a su lado, divertido, y Derek llegó después con dos cantimploras y con la bolsa colgada del hombro.

– Creí que los de la Armada no resoplaban -comentó Diego.

El lago se había formado seis años y medio antes, como resultado de un maremoto producido por el Acontecimiento Inicial. Tenía una salinidad del ochenta y cinco por ciento, el doble de la del océano, provocada por la constante evaporación del agua estancada. Debido a este alto contenido de sal, en el lago sólo sobrevivían las algas y las gambas.

Las paredes del lago, formadas por capas de cenizas volcánicas comprimidas y lava negra, se habían erosionado y las franjas de esas capas formaban curvas y suaves protuberancias. En las partes menos profundas había unos cuantos flamencos rosados con las cabezas metidas en el agua en busca de comida.

El barro que rodeaba el lago se había endurecido y estaba cuarteado: parecían piezas de un puzzle no muy bien encajadas. En las grietas, el barro era blando y de un color blanquecino.

Un flamenco avanzó hacia su cría y, abriendo la boca, regurgitó leche de su estómago. Cameron abrió y cerró la boca.

– Es difícil llegar a las Galápagos -dijo Diego-, pero cuando uno está aquí, es fácil que desee quedarse.

Sacó un pote de cristal de la bolsa, se dirigió hacia la orilla del lago y dejó que Derek y Cameron disfrutaran de la vista.

Cameron le observó mientras bajaba con agilidad por la pendiente y luego miró a Derek. De entre las matas de arbustos que tenían a la derecha se levantaba un faro pequeño, un cono de color naranja de aproximadamente un metro construido con anillos prefabricados. Era una herramienta de navegación que funcionaba como un faro sin farero y llevaba el sello del Instituto Oceanográfico en uno de los lados junto con la información geográfica de la unidad: latitud, -0,397643; longitud, -91,961411.

Derek apoyó un pie en el faro y en ese momento se quedo helado: palideció y una expresión de sorpresa y miedo apareció en su rostro. Cameron dio un paso atrás con rapidez y miró hacia el matorral cercano.

Delante de ella, avanzando con lentitud, vio a una larva con una cabeza redondeada de veinte centímetros de longitud. Medía casi noventa centímetros en total y tenía el torso levantado y la cabeza inclinada hacia un lado. Las branquias le temblaban. Cameron vio su expresión de terror reflejada en la superficie vidriosa del ojo redondo de la larva. Ésta emitió un sonido suave y Derek retrocedió, tropezó y cayó al suelo.