Hacía unos dos meses que habían zarpado del puerto de San Francisco, iniciando el decimoséptimo trayecto del Programa de Perforación Oceánica, un viaje de seis meses bajando por la costa occidental de América del Sur, girando por el cabo y subiendo de nuevo hasta Florida. Había varias paradas previstas para recoger muestras de tierra de la cuenca oceánica y analizarlas en busca de información sobre el origen y la evolución de la corteza oceánica, las secuencias sedimentarias marinas y la evolución tectónica de los márgenes continentales.
El Programa de Perforación Oceánica, subvencionado y dirigido por la Asociación Internacional de Organismos Oceanográficos y por la Fundación Nacional de las Ciencias de Estados Unidos, disponía de cuatro barcos de perforación distribuidos por todo el globo, cada uno de ellos un petrolero convertido y equipado para la obtención de muestras de roca y sedimentos. El barco de Buck, el SEDCO/BP 469 era el mejor de todos.
Buck miró con orgullo la torre de perforación que se levantaba hasta unos sesenta metros por encima del nivel del agua. Dos hombres estaban colocando el taladro giratorio de tungsteno de carburo de cuatro puntas al tubo de extracción con sus cuatro pesos de estabilización. Cuando el taladro empezara a girar en el fondo oceánico, perforaría la roca como si ésta fuera una manzana. El hombre más alto hizo una señal a otro de los miembros del equipo de perforación y el taladro fue introducido en un agujero de siete metros de profundidad hasta el fondo del casco del barco. El taladro entraba en el agua a través de una canalización. La maquinaria se puso en funcionamiento y los mecanismos hidráulicos y mecánicos impulsaron el taladro hacia el fondo oceánico con un gran estruendo. El punto a perforar se encontraba a cinco mil quinientos metros de profundidad; la punta del taladro tardaría unas doce horas en llegar a él.
Cuando el taladro llegara al fondo, se activaría el sistema de rotación del taladro, se bombearía el agua de la superficie y el barro por el tubo de extracción para mantener la punta del taladro a una temperatura baja. Las muestras de tierra, protegidas en una cápsula interna, se extraerían de la roca y se subirían a la superficie por el tubo de extracción y, a partir de ese momento, los científicos las llevarían al laboratorio y las estudiarían durante días. Esa muestra, de quince centímetros de ancho por tres metros de largo, sería examinada en busca de fósiles, poros, bolsas de gas, patrones en los minerales máficos y olivinos y de unos minúsculos organismos resistentes al calor conocidos como microbios termófilos. A veces incluso realizaban una atenuación de rayos gamma y una medición de porosidad para averiguar la densidad.
Buck dio unas cuantas órdenes para sentirse importante y para disfrutar con la incomodidad de los trabajadores al sentirse observados mientras mordía la punta de otro puro, la escupía y lo encendía. Un marinero de la tripulación se acercó corriendo:
– Alguien del Nuevo Centro en la radio -anunció-, un tal doctor Donald Denton.
– ¿Y? -preguntó Buck.
– Quiere hablar con usted. Dice que es urgente.
Buck se dirigió hacia la radio, que se encontraba en la mesa de control, sin prisas y disfrutando de su cigarro. Habló al auricular con la voz ronca:
– ¿Hola? ¿Qué hay?
– Señor Tadman, soy Donald Denton, del Nuevo Centro de Ecotectónica en Sacramento. Me han dicho que usted extrajo algunas muestras de la costa de Sangre de Dios.
– Siempre es bueno que hablen de uno -dijo Buck.
– Necesito ver esas muestras. Tenemos buenos motivos para sospechar que esa extracción liberó unos virus nuevos que se encontraban en el suelo oceánico. En realidad, esos virus pueden encontrarse ahora mismo en los microbios termófilos de las muestras. Es urgente; he pasado la mayor parte de las últimas horas buscando la forma de ponerme en contacto con usted.
– Entonces, ha malgastado usted la mañana -respondió Buck-. Esta vez hemos pasado de largo las malditas Galápagos. Demasiada agitación y espuma. Perforamos en Sangre de Dios durante el último trayecto. Las muestras se han archivado en su región.
– ¿Dónde? -La voz de Donald sonaba exasperada.
– En el Instituto Scripps de La Jolla, California. -Buck pronunció la jota con fuerza.
– Excelente. Muchísimas gracias.
– De nada. ¡Ah, doctor! -Buck soltó una bocanada de humo contra el auricular-. Es «capitán Tadman».
35
– Dile a Iggy que la mantequilla de cacahuete saldrá bien, pero no debe irse a la cama con la boca llena. -Samantha cambió de postura en la vieja cama, con el teléfono sujeto entre la oreja y el hombro-. No, no puedes ir al concierto, Kiera. Porque tienes… ¿cuántos años tienes? Bueno, eso. Mira, eres demasiado joven para ir a conciertos.
Samantha miró el techo; conocía cada grieta, línea y mancha después de dos días y medio allí. Si la última vez que había estado en la celda hubiera dibujado unos esbozos del techo, esta vez habría podido pasar las horas analizando los cambios en el enlucido.
Donald la había llamado para decirle que le enviaba unas bacterias de la familia thermoproteaceae extraídas del suelo del océano. Evidentemente, habían sobrevivido en Scripps, congelados, lo cual parecía tener sentido ya que soportaban temperaturas extremas, y a veces prosperaban en entornos de hasta 113 ºC. Donald sospechaba que las thermoproteaceae estaban infectadas con el mismo virus que los dinoflagelados. Cuando la muestra llegara, se la pasaría a Tom para que la observara por el microscopio y la comparara. En aquel momento llevaba bata; finalmente se había quitado las ropas de los niños.
– ¿Ya te acuerdas de tomarte los medicamentos? -continuó al teléfono-. Ajá. ¿Y no vas a recibir la evaluación o algo, pronto? ¿Después de las vacaciones? -El rostro de Samantha se dulcificó, comprensivo-. Lo sé, lo sé, cariño. El inglés es un palo.
Alguien estaba dando golpecitos en la ventana. Samantha se sentó en la cama y cuando se dio cuenta de que se trataba del doctor Foster, se arregló el pelo con gestos nerviosos. Era una batalla perdida: el pelo se quedaba tieso. El doctor Foster la hacía sentirse a la vez ligera e insegura y ésa era una mezcla de emociones a la cual no estaba acostumbrada. No tenía muy claro que necesitara ligereza e inseguridad en su vida. Se colocó un gorro quirúrgico para ocultar el pelo revuelto, saltó a la ventana y habló rápidamente por teléfono.
– Hay muchos niños de catorce años en las actividades. Bueno, imagina que eres la ayudante del profesor o algo. Maricarmen te llevará al instituto a recoger los deberes de microbiología. Muy bien. Si hay algún problema, haz que me llame. Muy bien, cariño. Diles a tus hermanos europeos que los quiero.
Samantha colgó el teléfono de un golpe y miró al doctor Foster con una sonrisa.
– ¿Niños? -preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
– Yo tengo dos -dijo el doctor Foster mientras miraba, divertido, cómo Samantha se colocaba bien el gorro con gestos nerviosos-. ¿Preparada para salir?
Samantha se mordió el labio inferior, pensativa, mientras ordenaba sus ideas.
– Mira, Martin, yo quería decirte… bueno, en realidad yo no tengo citas. No es que no quiera, en realidad. Es más bien que no sé por qué. Y, bueno, quizá pueda ahorrarte el tiempo de descubrir lo mala que soy en…
Él levantó las manos y ella se calló, con la boca abierta.
– Hay un traje espacial al otro lado de la puerta de emergencia -le dijo-. Póntelo: tengo que enseñarte algo.