Estuvo vestida con el traje espacial en diez minutos y entonces pudo salir de la celda y caminar por el largo y blanco pasillo al lado del doctor Foster. Al pasar volcó una bandeja con carpetas y él se detuvo para recogerlas. Durante el resto del trayecto fue él quien la guió con una mano sobre la parte baja de la espalda.
Samantha se volvió hacia él, sintiéndose extraña y mullida en el traje espacial.
– Romántico, ¿verdad? -dijo, con sarcasmo.
– Sí -respondió él-. Lo es.
Llegaron a otra celda y él señaló al otro lado de un gran cristal. Una mujer a quien Samantha reconoció como la ayudante de vuelo, estaba tendida en una cama cerca de la ventana. Se la veía débil y pálida, y tenía algunos morados que ya iban desapareciendo; pero estaba viva. Samantha se dio cuenta, incluso en el estado en que se encontraba, de que era una mujer atractiva. Tenía unos impresionantes ojos azules y un pelo rubio que le daban un aspecto atractivo aunque no elegante.
La mujer intentó incorporarse y sentarse, pero no lo consiguió. Se dio la vuelta un poco en la cama y miró a Samantha. Se le veía la cara muy delgada. Levantó una mano para tocar la ventana y Samantha puso la suya, enguantada, al otro lado del cristal; notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Todavía no está fuera de peligro, pero creo que va a conseguirlo; los dos, ella y el piloto -dijo el doctor Foster con suavidad-. La concentración de virus ha bajado sustancialmente. Ella quería verla.
La ayudante de vuelo tenía la parte interna de los labios manchada de sangre seca.
– Una rubita resistente, ¿eh? -murmuró Samantha. Parpadeó para frenar la humedad en los ojos con la vista clavada en el delgado brazo de la mujer, extendido hacia el cristal-. Quizá yo habría tenido que ser azafata. Más seguridad en el trabajo. -Acercó la cabeza hasta tocar el cristal-. ¿Hay alguna vacante en su línea aérea? -preguntó.
La mujer negó con la cabeza, confundida:
– ¿Qué? -preguntó, exagerando la pronunciación con los labios.
Samantha sonrió.
– Nada.
Se dio la vuelta para irse, pero el doctor Foster la agarró suavemente por el codo y la hizo volverse hacia la ventana.
La mujer respiraba con dificultad; el pecho le subía y le bajaba bajo la fina bata de hospital. Una lágrima le bajó por la mejilla y cayó en la almohada. Abrió los labios y dijo:
– Gracias.
36
Con los pies encima de uno de los troncos y las palmas de las manos en el suelo, Savage empezó una serie de flexiones. Tucker le observaba mientras metía y sacaba el dedo pulgar del dedal del llavero, como si fuera un pistón. Justin daba pasos en círculo alrededor del fuego.
Diego y Rex habían partido a la costa para recoger muestras de agua hacía varias horas. A pesar del consejo de Justin, Tank los acompañó en un intento de quitarse de encima la rigidez de la espalda. Los científicos habían decidido concentrarse en la costa más al sur, el punto donde la corriente oceánica peruana habría transportado los dinoflagelados infectados desde el fondo del mar.
Al lado de un tronco, la larva se había enroscado alrededor de los tobillos de Derek.
– ¿Y si le entra hambre? -preguntó Derek.
– Si empieza a llorar -gruñó Savage entre flexión y flexión-, siempre puedes darle de mamar.
Como un acordeón, la larva se subió al tronco. Levantó el tórax con las patas estiradas al aire y volvió la cabeza hacia Derek. Él le devolvió la mirada. Se miraron el uno al otro durante unos momentos, intercambiando información en alguna lengua sin palabras. La larva emitió un ruido de expiración y bajó el tórax. Las falsas patas se esforzaron en transportar su cuerpo hacia el regazo de Derek. Éste levantó las manos, permitiendo que la larva pasara por encima de su regazo.
Szabla se levantó con brusquedad.
– No me gusta esto. No me gusta en absoluto.
Derek puso una mano encima de la cabeza de la larva.
– Todo va bien, Szabla. Siéntate. Siéntate.
Szabla se sentó.
Cameron miró la larva, en el regazo de Derek, y pensó que se parecían como una madre y su hijo. Apartó la mirada y se rascó la nariz.
– Pido permiso para ir a comprobar a los Estrada -le dijo.
– ¿Quién demonios son los Estrada? -le preguntó Szabla.
– Ramón y Floreana.
– ¿Quién demonios son Ramón y Floreana?
Cameron se volvió hacia Szabla, nada divertida.
– No te estoy pidiendo permiso a ti. -Se volvió hacia Derek, que estaba otra vez absorto mirando la larva-. ¿Y? ¿Derek?
Derek levantó la vista.
– ¿Eh?
– ¿Puedo ir?
– ¿Dónde?
– A comprobar a los Estrada.
– ¿Por qué necesitan que vayamos a comprobar?
– No lo sé, sólo pensé que… -se le apagó la voz y se hizo un extraño silencio. Justin intentó captarle la mirada, pero ella no quiso mirarle.
– La mujer está embarazada -dijo Justin, dirigiéndose a Derek-. Quizá sería adecuado que alguien fuera a ver si está bien. -Se mordió un trozo de uña del dedo pulgar y la escupió a un lado.
Derek se encogió de hombros.
– Vale -dijo. Asintió con la cabeza sin mirar a Cameron-. Ve.
De nuevo, Cameron tuvo problemas con el español al encontrarse con Ramón y Floreana. Le pidió a Ramón que repitiera la pregunta y escuchó con mayor atención.
– ¿Por qué he venido? -repitió Cameron, para asegurarse de que había comprendido bien. Su español no era muy bueno, pero esta vez no tenía a Diego para traducir, así que tenía que apañárselas. Se encogió de hombros-. Supongo que para ver cómo estáis. -Se dirigió a Floreana-. Para asegurarme de que estás bien. -Señaló el vientre de Floreana y ésta sonrió-. ¿Estás bien?
Ramón sonrió y se acercó a su mujer, abrazándola por detrás. Ella bajó el pequeño edredón que estaba cosiendo y sonrió:
– Soy feliz -dijo.
– ¿Todavía estáis preocupados por salir de la isla?
Ramón puso las manos encima del estómago de su mujer.
– Cuando haya dado a luz nos preocuparemos de salir de la isla. -Se le entristeció la mirada y añadió-: Nuestra isla.
– ¿De qué vas a trabajar cuando os marchéis de aquí?
– No lo sé. Encontraré cualquier cosa. -Ramón suspiró con fuerza y se sentó a la mesa. Pasó las manos por encima de la superficie rugosa de la madera-. Hay cosas importantes y cosas que no lo son. -Recorrió a su esposa con los ojos: las arrugas en las comisuras de los ojos, la masa negra del pelo, el vientre lleno-. Es simple.
Cameron pensó en sentarse, pero decidió no hacerlo.
– Bueno, voy a hacer todo lo que pueda para que cuiden de vosotros -les dijo.
Floreana tenía una bonita sonrisa. Se dio cuenta de que Cameron bajaba los ojos hasta el edredón del niño.
– ¿Tienes niños?
– No -respondió Cameron. Sonrió un instante y se dirigió a la puerta-. No -volvió a repetir.
– Quédate un…
– No te preocupes -dijo Cameron-. De verdad que tengo que volver.
Cameron acompañó sus palabras con un gesto de afirmación y salió antes de que Floreana tuviera tiempo de protestar.
37
Derek bajó los ciento ochenta metros de camino de tierra que llevaban a la torre de vigilancia, las fuertes balsas elevándose por encima de su cabeza, el bosque, detrás, como una enorme bestia en reposo. Subió por la improvisada escalera y llegó a la cima de la frágil estructura, una choza decrépita y sin techo que tenía un alero a una altura de quince metros.
Se apoyó contra una de las paredes de la choza, que crujió bajo su peso. Miró hacia el sur, al azul del océano cada vez más oscuro. Una gran ola rompió en la playa, desapareciendo de la vista bajo las colinas de punta Berlanga, y enseguida observó los característicos cinco chorros de agua elevándose en el aire, donde se disolvieron y desaparecieron. Derek se preguntó si la humedad que notaba en las mejillas era el agua disuelta de esos chorros que llegaban hasta ella, subida allí, a una distancia de kilómetros.