Justin le puso una mano en la mejilla y ella se lo permitió.
Cameron volvió a hablar, con temor en la voz:
– ¿Cómo puedo tener un niño si no sé ni siquiera pensar por mí misma? -Negó con la cabeza-: No puedo. No puedo tener a este niño.
Justin le apartó un mechón de pelo de la frente. Se inclinó hacia delante para besarla, pero ella se apartó.
– ¿Esto no te preocupa a ti? -le preguntó Cameron, con furia en los ojos.
Justin respiró con fuerza.
– Sólo hay una cosa que me preocupa de verdad.
– ¿Cuál es?
Justin se levantó y dejó caer las manos sobre sus muslos.
– Que nunca me preguntaste qué era lo que yo quería.
40
La larva avanzaba a través de la densa vegetación, empujándose con contracciones de los segmentos abdominales. La cabeza grande oscilaba de un lado a otro y los enormes ojos captaban los alrededores.
Se había alimentado bien durante el breve tiempo que pasó en el bosque, ya que a su alrededor había una inacabable cantidad de vegetación. El día anterior, tumbó una enorme Scalesia mientras se abría paso a través del campamento, pero escapó sin sufrir ningún daño. Quedarse cerca de la ooteca había resultado ventajoso, ya que sus compañeras de carnada se habían dispersado en lugar de quedarse por los alrededores compitiendo por el alimento.
La cutícula que recubría la epidermis y la membrana de la parte inferior del cuerpo había empezado a desprenderse por la parte en que se arrastraba por el suelo. La cutícula estaba suelta alrededor de su cuerpo, así que la larva se movía dentro de ella al desplazarse.
La larva crecía. Pronto mudaría la piel.
La cutícula se abrió por detrás de la cabeza y la larva empezó a moverse hacia delante. Los pequeños ganchos de sus patas falsas se anclaron en el suelo para impedir que la cutícula avanzara con ella. Continuó desplazándose hacia delante, atravesando su propia piel e inhalando aire; hinchándose. La abertura en la cutícula se hizo más grande y la larva se impulsó hacia arriba de su antiguo cuerpo mientras las minúsculas patas rascaban el suelo. El nuevo exoesqueleto era de un verde todavía más vivo.
La piel nueva estaba húmeda y tierna. Aún no se había endurecido, y los músculos todavía no estaban pegados a ella con firmeza. Tenía que quedarse quieta hasta que la nueva cutícula se endureciera.
La larva se quedó quieta al oír un ligero ruido cercano. Con las patas entumecidas por la edad, el perro salió de su escondite en una zona de helechos y se abalanzó sobre la larva. Esta se hizo una bola para protegerse, pero antes el perro consiguió cerrar las mandíbulas alrededor de la cabeza y clavarle los dientes en la parte superior del tórax. El perro movió la cabeza con violencia de un lado a otro y el pequeño cuerpo verde forcejeó en su boca como una muñeca y, con un crujido, dio vueltas bajo la cabeza.
El perro se acercó la presa al vientre, entre las patas, y empezó a mascar el tejido de la larva. Al clavar los dientes en la cabeza, la puntiaguda mandíbula de la larva se desprendió y se le clavó en la encía. El perro soltó unos chillidos de dolor.
Inmediatamente, el animal se apartó y con furiosos movimientos de cabeza consiguió desprender la mandíbula de su boca. La mandíbula de la larva cayo al suelo. El perro agarró a la larva con la boca y la arrastró por el sotobosque. El abdomen de la larva se arrastraba por el suelo detrás de él dejando un rastro de piedras y suciedad.
– ¿Qué coño ha sido eso? -susurró Justin a Szabla; los chillidos del perro todavía le resonaban en los oídos.
Szabla levantó una mano para hacerle callar. Aparte de los ruidos habituales, el bosque estaba en silencio.
– Un perro -dijo ella-. O al menos lo parecía.
Justin levantó la cantimplora y la agitó antes de beber las últimas gotas. Habían pasado la mayor parte de la mañana reconociendo el bosque. Rex, antes de marcharse con Derek y Cameron a colocar la tercera unidad de GPS cerca del lago, había encargado a Justin y a Szabla que localizaran un lecho rocoso adecuado en el interior del bosque.
El bosque estaba fresco a causa de la lluvia del día anterior. El agua se acumulaba temblorosa sobre las hojas, los recovecos de los troncos y las huellas en el barro. El aire era caliente y húmedo y tenía un olor tan fuerte que Szabla lo notaba en la garganta.
Justin avanzó en dirección a los chillidos, apartando las finas ramas a su paso. Szabla lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
– Yo lo localizaré.
Szabla pasó delante de Justin y avanzó, abriendo paso. No podía evitar el mirar, maravillada, la variedad de la vegetación: menta con flores púrpuras, enredaderas de hojas ocres, una orquídea ocasional emergiendo de un tronco de Scalesia. Un pinzón se movió entre los troncos y emitió un canto suave y tranquilizador. Justin lo imitó y se dio la vuelta para verlo desaparecer.
Szabla se detuvo al llegar a una zona donde el suelo estaba revuelto, las hojas y la tierra removidas por algún tipo de lucha reciente. Husmeó el aire.
– ¿No notas un olor raro?
– Bueno, no quería decir nada, pero…
Ella le cortó.
– Kates. Por una vez en la vida, sé serio.
Justin la miró con docilidad.
– Era un buen plan.
Szabla echó la cabeza hacia atrás y olió el aire con los orificios de la nariz muy abiertos. Justin arrugó la nariz al notar el olor.
– Algo está podrido en Sangre de Dios -dijo.
Szabla vio el bulto brillante donde la mandíbula estaba oculta bajo un montón de hojas en descomposición. La cogió y la levantó hasta un rayo de luz que penetraba por el follaje.
– Parece una mandíbula -dijo-. De otra larva.
Justin avanzó hasta una zona de helechos y, de repente, una de sus piernas salió disparada hacia delante. Se oyó un susurro y, de repente, había desaparecido. En el aire.
Szabla se quedó sin habla, con la mirada fija en los helechos y las hojas caídas en el suelo del bosque. Se acercó despacio, y avanzó un pie con cautela para comprobar el suelo.
La risa de Justin casi la mató del susto: profunda, con eco.
– Le he dado al León su coraje; al Hombre de Hojalata, un corazón; y tú ¿qué es lo que quieres, tesoro?
Su voz era como un bramido resonante en el interior de la tierra.
– ¿Otro juego de pesas?
Szabla apartó el pie y a punto estuvo de caer al suelo.
– Justin, corta el rollo. -La voz le salió menos firme de lo que quería-. ¿Dónde demonios estás?
– No lo sé -resonó su voz-. En una especie de cueva. Me levantaría y echaría un vistazo, pero he aterrizado más o menos de cabeza.
Szabla apartó los helechos y descubrió la entrada del túnel de lava, que descendía con suavidad hacia un pozo vertical. Justin parpadeó bajo la luz. Sólo había caído aproximadamente un metro. Miró hacia arriba, se puso de pie y trepó hacia la entrada.
La ooteca latía en el techo del túnel de lava, colgada a lo largo de la gruesa raíz de Scalesia, justo encima de donde había estado Justin. La última cámara que todavía estaba cerrada se retorcía, haciendo temblar todo el saco de huevos. Los hilos por los cuales las larvas habían descendido estaban retorcidos hacia arriba; parecía como si de la ooteca salieran virutas de madera.
– ¿Qué coño es esta cosa? -preguntó Szabla.
– Una tarta. ¿Por qué no la pruebas?
– Pues has salido de ahí con mucha prisa para ser una tarta.
– Bueno, ya sabes, una faceta del «hombre de verdad». -Justin hizo una mueca parecida a una sonrisa-. Parece que hemos encontrado el feliz hogar de nuestra larva.
Szabla miró la ooteca y se quedó pensando.
– Joder -exclamó-. Una de esas cámaras es más grande que un útero de mujer.
Echó un último vistazo y salió de entre los helechos, maldiciendo en voz baja.