Echó un último vistazo y salió de entre los helechos, maldiciendo en voz baja.
Molesto, Savage observaba a Tucker dar vueltas alrededor del fuego.
– Bueno, ¿por qué no han vuelto todavía? -Tucker consultó su reloj-. Pasan veinte minutos de la hora de encuentro, y Justin y Szabla nunca llegan tarde.
Con los rostros y los cuellos embadurnados de crema solar, los demás soldados estaban de pie, comiendo. Unas cuantas nubes oscuras se habían formado en el cielo y, aunque atenuaban un poco la luz, no reducían el calor. Tank se agachó e hizo una mueca de dolor. Al ponerse de pie, se mordió los labios con evidente dolor.
Diego había soltado a la larva encima del montón de leña. El animal, satisfecho, consumía una rama fresca de Scalesia que todavía rezumaba savia por el extremo cortado. De vez en cuando dejaba de masticar para comprobar los movimientos que había a su alrededor. Rex rellenó las lámparas con el gas blanco de la botella mientras sujetaba el tapón entre los dientes.
Tucker se puso en pie y empezó a andar en círculos.
– Relájate -le dijo Cameron, con la boca llena de barrita de cereales. Consultó el reloj que llevaba atado al bolsillo frontal de los pantalones-. No pasa nada. Probablemente se han cruzado con algo.
– ¿Cómo con un juego de mesa de porcelana completo? -preguntó Rex.
– ¿Cómo es que no estás más preocupada? -preguntó Tucker-. Eres su esposa.
Cameron le dirigió una mirada inexpresiva.
– Aquí, no -le dijo.
Savage puso los ojos en blanco mientras pinchaba unas patatas hervidas.
– Este jodido equipo -murmuró-, formado por maricones y parejitas…
Derek hizo rechinar los dientes con una mueca. Pasó por encima del fuego y se agachó delante de Savage, el rostro a centímetros del de él. Savage se tomó su tiempo antes de levantar la mirada hacia él y acabó el dibujo que estaba haciendo en la tierra con el tacón. Cuando lo miró, lo hizo con frialdad.
Derek levantó una mano con intención de ponerla en el hombro de Savage, pero se lo pensó mejor. Hizo bien. Habló con tranquilidad:
– No voy a poner en peligro esta misión porque tú quieras jugar a «tenemos chico malo en la escuela». Si aprietas un poquito más, te aseguro que no dudaré ni un momento en arrancarte la cabellera y en dejarte aquí hasta que te pudras.
A Derek le latía el pulso en la sien. Savage observó ese latido mientras Derek intentaba mantener la compostura. Miró a Derek a los ojos decidido a no pestañear hasta que éste se retirara. Inclinó la cabeza y husmeó en el aire:
– Te lo huelo -dijo-. Debilidad. Has perdido el coraje de matar.
– Ponme a prueba -respondió Derek-. Simplemente, ponme a prueba.
Mientras Derek se alejaba, Savage sacó el cuchillo de la funda, le dio la vuelta en el aire y lo lanzó hacia Derek, el cual se tambaleó hacia atrás para apartarse; el cuchillo se clavó en el tronco.
– Seguro, teniente -dijo Savage.
Cameron se acercó, sacó el cuchillo del tronco y se lo lanzó a Savage. Este dio un paso atrás para apartarse y lo tomó en el aire.
– Lo creas o no -dijo Cameron, sin mirarle-, aquí no nos impresionan tanto los trucos con cuchillos.
Savage se quedó de pie, como un tonto, con el cuchillo en la mano.
La voz de Szabla sonó, en medio de una gran estática, cuando Derek encendió el transmisor.
– Mitchell. Szabla. Hemos encontrado algo. Más vale que reúnas a esos tipejos y te dirijas colina arriba.
Diego llevó la larva a su tienda para meterla en la caja. Rex se puso en pie, excitado, cerrando la botella de combustible mientras se dirigía hacia el bosque.
Savage se metió un montón de patatas en la boca y guardó los chicles y las cerillas en el bolsillo de su pantalón. Cuando se dio la vuelta para irse, los demás ya habían desaparecido entre los árboles.
La ooteca vibraba colgada de la raíz y hacía caer al suelo restos de tierra del techo. Cameron dio un paso atrás, hacia la luz, contenta de que Derek hubiera cortado los helechos que ocultaban la entrada. Savage no había llegado todavía.
Justin miró hacia dentro y silbó:
– ¿Qué longitud tiene este túnel?
– Es un túnel de lava -explicó Diego-. Nos encontramos en la entrada sur. Tiene una longitud de trescientos cincuenta metros antes de abrirse al suelo del bosque.
La cobertura como de papel de la última cámara cerrada de la ooteca se abrió por el centro.
– Jesús -dijo Cameron-. Está saliendo.
– ¿Has visto alguna vez algo así? -preguntó Derek.
– Es una ooteca de algún tipo -comentó Diego, inseguro-. Se parece a la de la mantis, pero es mucho más grande y tiene menos cámaras.
– Es como una versión en grande de la ooteca que encontramos en el campamento de Frank. La que él dibujó. -Rex se pasó una mano por la mandíbula-. ¿Por qué solamente ocho cámaras? ¿Por qué no doscientas o las que sea?
– No lo sé. -Diego meneó la cabeza-. Parece que este animal, sea lo que sea, tiene menos crías pero les dedica más recursos. Las equipa mejor para sobrevivir.
Una cabeza viscosa y verde emergió de la cámara y, detrás de ella, un cuerpo como de renacuajo. Se lo veía débil y atrofiado. Lentamente, descendió por el hilo retorciéndose dentro del saco membranoso. Hechizados, todos lo miraron mientras bajaba. La larva consiguió liberar la cabeza y el tórax del saco, pero tenía las patas falsas pegadas todavía a los segmentos abdominales. Una de las patas verdaderas estaba deformada y las demás se veían apergaminadas e inútiles.
Era seguro que moriría.
– Eso es. Eso es lo que tenemos en el campamento -dijo Justin, como si esa idea no se le hubiera ocurrido a nadie más.
Sobreponiéndose a un escalofrío, Tucker dio un paso atrás y se llevó instintivamente la mano al bolsillo de los pantalones donde guardaba la granada incendiaria.
– Son crías como de mantis -dijo Rex, haciendo girar la botella de gas blanco entre las manos-. Pero las ninfas de mantis no tienen este aspecto. Normalmente, son una versión en pequeño de un adulto.
– También he encontrado esto -dijo Szabla, mostrando la mandíbula que había encontrado en el suelo del bosque.
Diego la examinó.
– Es una parte de la boca dentada de la larva. Una mandíbula. -La frente le brillaba incluso con tan poca luz. Levantó la vista hacia la ooteca-. Hay más -dijo, y en la voz se notaba inquietud y excitación a la vez.
– Si cada cámara tiene una larva, entonces hay ocho -dijo Rex, dando un paso hacia delante y tocando con un dedo el saco de huevos-. Por lo menos de esta ooteca. Tenemos una encerrada en la caja del campamento, otra es la de la mandíbula que ha encontrado Szabla, otra la que acaba de salir y otra que, parece, no consiguió sobrevivir. -Señaló a una esquina donde había varios fragmentos de boca.
Cameron se agachó ante las piezas medio enterradas y levantó una mandíbula a la luz. Estaba cubierta de hormigas.
– Estas partes no deben de ser comestibles -dijo-. Aquí hay dos mandíbulas, probablemente del mismo animal.
La larva se retorcía en el hilo, y emitía un silbido agudo y de dolor cuando el aire salía por los espiráculos.
Tank levantó cuatro dedos con expresión de sorpresa.
– Tiene razón -dijo Szabla-. Suponiendo que ésta sea la única ooteca, tenemos cuatro bichos más ahí fuera.
Savage entró rápidamente en el túnel de lava justo cuando la larva se liberaba del hilo y caía al suelo. Diego se llevó un dedo a los labios y Savage se unió al círculo en silencio, observando el intento de la larva de avanzar. El silbido que emitía era agudo, como el aire que sale despacio de un globo. La larva consiguió desplazarse hacia delante unos centímetros, dejando un rastro en la tierra detrás de ella. Todavía tenía la piel húmeda y tierna.
Rex le dio la botella de combustible a Savage en un gesto reflejo al tiempo que se aproximaba para ver a la larva más de cerca.