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– Así que cuando nos movamos en su busca, ¿seremos nosotros quienes estaremos en desventaja? -preguntó Cameron.

Diego asintió con la cabeza.

– Tendremos que asumir ese riesgo -dijo Justin.

Cameron le hizo callar con la mano.

– De eso hablaremos luego. ¿Qué más?

– Necesitan sombra -dijo Rex-. Son reticentes a abandonar el sotobosque durante el día. Especialmente para cazar: lo pasan mal a la luz del sol. Imagino que eso es más cierto ahora que nunca, a causa de los rayos UV. Pero por la noche, se mueven por todas partes. También los atrae la luz durante la noche, como a la mayoría de insectos.

– ¿Y los ojos? -preguntó Cameron-. ¿Nos ayudaría cegarlos con la luz?

– No voy a ser yo quien os ayude a encontrar la forma de herir a ese animal -dijo Diego.

– Te apuesto a que lo harás -dijo Szabla.

– Necesitamos saber eso -dijo Cameron-. Luego decidiremos si vamos a presentarle batalla.

– Sí, cegarlo nos ayudaría. Y sacarle un ojo le impediría tener profundidad de campo. Sus antenas también son esenciales.

Szabla respiró profundamente.

– ¿Podríamos envenenarlo? ¿Utilizar algún veneno de alguna serpiente autóctona, o algo?

Todos miraron a Diego.

– Hay una serpiente venenosa aquí -dijo, dudando-. Pero es una serpiente marina y muy rara.

– ¿Algo más que pueda dañarlo? ¿O a lo que le tenga miedo?

– Bueno a los insectos aposemáticos de color rojo y negro y a menudo a las sustancias desagradables de las plantas que los han hospedado, así que los animales las evitan. Pero no lo sé. Si basamos estas suposiciones en la fisiología de la mantis, tenemos que recordar que tienen un sistema digestivo de hierro. Pueden comer de todo: pintura, goma, combustible de encendedor. En el laboratorio, incluso vi a una que se comía a un insecto procedente de un tarro de cianuro.

Rex asintió con la cabeza.

– Supongo que necesitaremos algo más fuerte que veneno de serpiente.

– Entonces, ¿cómo lo mataríamos? -preguntó Szabla. Miró la pequeña lanza, a su lado-. Quiero decir, ¿cómo lo hiciste, Savage?

Savage lo explicó.

– ¿Qué es tan gracioso, Szabla? -preguntó Cameron.

– Nada. Imaginaciones -dijo ella-. Imaginaciones.

– Si hay otro por ahí -continuó Rex-, esperemos que sea un macho. Son más pequeños y, normalmente, atacan menos. Es una pena que sean una especie tan solitaria. Si se tratara de una ballena macho, sólo tendríamos que reunir a un puñado de hembras y acudiría enseguida.

– ¿Podemos atraerlo con un cebo? -preguntó Cameron.

Rex sonrió.

– Bueno, ya nos hemos imaginado por qué no nos hemos encontrado con ningún perro ni con ninguna cabra desde que llegamos. Incluso a pesar de que se sabe que las mantis comen presas mayores que ellas, yo diría que una vaca es demasiado grande. Probablemente podría matar a una, pero pasaría un mal rato para comerla.

– ¿Y un león marino? -preguntó Tank.

– Se encuentran sabiamente apartados en el tufo -dijo Rex-. Y lo pasaríamos muy mal para arrastrar a uno cerca del bosque. Yo diría que la única presa de un tamaño razonable somos nosotros -sonrió-. Yo voto por Savage.

– ¿Se te ocurre algo más? -dijo Cameron-. Cualquier cosa.

– Sólo comen presas vivas -dijo Savage. Todos le miraron, sorprendidos-. Yo vi a una comerse un ratón. Empezó por los bigotes. Se había comido casi toda la cabeza antes de llegar al cerebro y matarlo.

– Imaginaos eso -murmuró Justin-. Un insecto que se come a un jodido mamífero.

Cameron miró a Rex, intentando captar la exactitud de la afirmación de Savage. Él asintió con la cabeza:

– Una vez vi a una devorar a un geco desde la cola. Masticaba con fuerza e incansablemente: la carne, los huesos. Tardó cerca de una hora. El geco estuvo vivo por lo menos la mitad del tiempo.

Justin estaba pálido.

– Esperemos que no haya más adultos.

– Hagamos algo mientras esperamos -dijo Cameron.

– Inspeccionaremos el bosque con la primera luz -Derek se balanceó sobre los pies y cuando se dio cuenta, se detuvo.

– ¿Por qué no ahora? -preguntó Cameron.

– ¿Es que quieres pasearte por el entorno natural de un depredador durante la noche con una brillante luz en la mano para atraer su atención? Usa el puto cerebro, Cam. Esperaremos a la primera luz para ver si hay algún otro adulto por ahí.

– Si lo localizamos, ¿tenemos permiso para matarlo? -preguntó Szabla.

– Sí.

Diego iba a protestar, pero Derek levantó una mano.

– Pero ninguno de vosotros le hará daño a ésta -continuó Derek, acercándose a la larva y levantándola-. Yo la tendré conmigo esta noche. La encerraré en la caja de viaje. Szabla, ya que tienes un exceso de testosterona, puedes hacer la primera guardia -dijo, y desapareció en la tienda que compartía con Cameron.

– Suponemos que sólo hay un linaje de mantis, pero recordad que es sólo una suposición -dijo Rex-. Tenemos que observar la naturaleza y ver si encontramos alguna otra cosa que sea anormal. -Se pasó los dedos por los párpados-. Hay que tener los ojos abiertos con las otras cuatro larvas que quedan. Traerlas y mantenerlas en observación.

– ¿Cómo sabes que no se han metamorfoseado ya? -preguntó Justin.

Savage levantó la lanceta y señaló al enorme cuerpo que estaba al lado del fuego.

– Pronto lo sabremos.

48

Floreana despertó chillando.

Ramón se puso de pie al instante. Los gritos de Floreana eran muy agudos y reflejaban auténtico pánico. Tenía los muslos mojados y pegajosos; había roto aguas.

Respiraba con dificultad y la enorme esfera del vientre se lo hacía más difícil. Gritaba el nombre de su esposo una y otra vez, se agarraba a las sábanas y tiraba de ellas con fuerza. Ramón se arrodilló a su lado y descansó la frente contra la sien de ella, intentando tranquilizarla con la voz.

– ¿Ya estás a punto, cariñito? -le preguntó, con voz temblorosa-. ¿Cuánto falta? -La tomó de la mano y las uñas de ella le dejaron unas marcas blancas en la palma.

Las sábanas se habían puesto oscuras a causa del sudor. Él le separó las piernas, pero no vio la cabeza del niño. Quería estar preparado para cuando apareciera, para poder aguantarlo por el cuello y ayudar a su mujer para que no se desgarrara la carne.

– La manta -dijo Floreana, con voz entrecortada-. ¿Tienes la manta?

Ramón levantó la suave colcha que ella había acabado el día anterior.

– Aquí está, cariño. Justo aquí.

Floreana arqueó la espalda y chilló. Clavaba los codos con fuerza en el colchón, y retorcía las manos hacia dentro, como ganchos.

– No va bien -gimió-. No va nada bien.

– No padezcas -la tranquilizó él-. Todo irá bien.

Ramón deseaba que ella no advirtiera el miedo que sentía. Floreana puso los ojos en blanco y empezó a incorporarse.

Ramón puso su torso encima de ella, con cuidado de no presionarle el vientre. Ella forcejeaba con violencia. Con una rodilla le dio un golpe en la cabeza y Ramón quedó un momento con la visión borrosa. Se levantó y dio un paso hacia atrás. Floreana tenía el rostro tenso y retorcía los brazos como si fueran serpientes.

Ramón tenía que conseguir ayuda.

Retrocedió y tropezó con un cubo. Con el hacha en la mano, salió de la casa dando tumbos. A pesar de que el sufrimiento de su mujer le apremiaba a continuar, tenía miedo de aventurarse en la noche. El cielo estaba plagado de agujeritos, estrellas de un tono amarillo como la suave llama del fuego. Los gemidos de su mujer le acompañaron hacia la noche.

Tenía que encontrar a la soldado. Ella les ayudaría. Los gritos de su mujer le impulsaban hacia delante, pero se detuvo a unos cincuenta metros de la fila de balsas. El campamento de los soldados se encontraba muy lejos, al otro lado del camino y en el interior del campo de hierba del lado nordeste. Quizá no le daría tiempo de llegar hasta allí.