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Se detuvo un momento para luchar contra el miedo y la frustración, con los ojos húmedos. Miró en dirección al campamento de los soldados y luego se dirigió de nuevo hacia el cuadrado de luz de la ventana de su casa. Se dio la vuelta otra vez y volvió a enfilar hacia el camino, con los ojos llenos de lágrimas.

No sabía qué hacer y no tenía tiempo de poner en orden sus ideas.

Los gritos de Floreana llenaban la noche y le empujaban a hacer algo. Corrió hacia su campo, al barracón de las herramientas, donde comenzaban las plantaciones. Con una cuerda podía atar a Floreana a la cama y luego él haría todo lo posible para traer al niño. En cuanto el niño estuviera a salvo en la colcha, iría a buscar a la soldado rubia y ella sabría qué hacer.

Le temblaban las manos de tal forma que tuvo que intentarlo tres veces hasta que consiguió introducir la pequeña llave en la cerradura del barracón. Los gritos de Floreana se abatían sobre él como olas. Ramón maldijo a los vientos del sudeste que se llevaban los gritos hacia el oeste, hacia la llanura de pahoehoe deshabitada en lugar de hacerlos audibles en el campamento de los soldados. Abrió la puerta, entró atropelladamente en el barracón y empezó a tirar al suelo los suministros ordenados en los delgados estantes de madera.

A tientas en la oscuridad buscaba un trozo de cuerda, con las mejillas mojadas, intentando no escuchar los gritos de su esposa. Finalmente, sintió la fibra áspera en la mano. Sacó la cuerda de debajo de una bolsa de fertilizante y se la colgó del cuello. La puerta se había cerrado detrás de él y Ramón la abrió de un puntapié con tanta fuerza que la dejó colgando del gozne.

Otro grito, éste de una timbre agudo y una duración imposibles.

«Ya voy, mi vida, ya voy», pensó.

Atravesó el marco de madera de la puerta, hacia la noche. El grito cesó, de repente, como si lo hubieran cortado. Ramón se quedó helado, con la respiración agitada y los labios temblorosos. Incluso desde el otro lado del campo percibía la quietud que reinaba detrás de ese cuadrado de luz de la ventana. El viento soplaba caliente y suave y olía a musgo y a madera podrida del bosque. Ramón intentó desesperadamente reducir el ritmo de su respiración pero no pudo.

Llamó a su esposa, sólo una vez. Su voz sonó hueca y débil en la noche.

Todo estaba silencioso. De repente, Ramón sintió un impresionante pavor. El hacha cayó al suelo y desapareció bajo la hierba.

Con los ojos clavados en la ventana, avanzó hacia la casa, arrastrando las botas por los surcos del suelo y la hierba húmeda. Notaba la cuerda pegajosa en las manos, como una anguila de piel áspera.

Después de una eternidad, llegó al extremo de la casa. Se dirigió hacia la puerta apoyándose débilmente contra la pared, que le rasgó el hombro hasta hacerle salir sangre.

Intentó llamar otra vez a Floreana, pero tenía la garganta demasiado seca y lo único que le salió fue un áspero susurro. Se detuvo justo fuera de la puerta, intentando contener el miedo. El silencio se extendía a su alrededor como un mar negro, infinito e interminable.

Con la mandíbula temblorosa, entró en la única habitación de la casa. La cuerda le resbaló de la mano y cayó al suelo.

Su mujer estaba tumbada sobre el colchón y la parte inferior de su cuerpo era un montón de carne y sangre. Su cuerpo se había desgarrado. Una mancha de sangre subía por la pared del lado de la cama, casi a un metro de ella. El cuerpo de ella estaba rígido y retorcido; la espalda todavía curvada.

Desparramados por el suelo había piernas y garras y órganos a medio formar. El feto. Su hijo. Una criatura retorcida y maldita que parecía forjada en algún fuego del infierno: un montón de vísceras y tejidos, sólo algunos de ellos humanos.

Había expirado antes incluso de haber respirado y se encontraba, muerto, al lado de su madre muerta. La esposa de Ramón.

Ramón sentía la piel del cuerpo intensamente caliente, como si le ardieran los huesos. Con movimientos lentos y torpes, se acercó a la cama y estiró las piernas de su mujer, hizo todo lo que pudo para ponerle los brazos a ambos lados para que pareciera relajada. Tapó la parte inferior del cuerpo con la sábana manchada, le cerró los ojos y le dio un beso en la frente, todavía húmeda por el sudor.

Arrastró una silla desde la mesa hasta el fuego. En el techo, uno de los bloques se había desprendido, descubriendo un trozo de tejado.

Recogió la cuerda de la puerta.

49

29 dic. 07, día 5 de la misión

Derek estaba tumbado en la penumbra de primera hora de la mañana y observaba las figuras que el agua formaba en el techo de la tienda. La lluvia se deslizaba por los laterales y formaba pequeños charcos, proyectando formas siniestras. La tienda parecía estar viva, como si él se encontrara en el vientre de una enorme bestia y observara cómo su estómago le digería.

La lluvia amainó y, al fin, paró dejando depósitos de agua en el techo de la tienda. Aunque sólo faltaban unos minutos para empezar el día, el cielo estaba todavía gris. Cameron dormía en silencio en la colchoneta, al lado derecho de Derek, y la caja de viaje que contenía a la larva estaba cerrada.

Derek tampoco había dormido esta vez. La frustración había desplazado el sueño, pero él se resistía. Se levantó y fue a donde Justin estaba montando guardia.

Justin entrelazó los dedos y, estirando los brazos hacia delante, los hizo crujir al tiempo que bostezaba. Cambió de postura y gruñó:

– Tengo el culo como si hubiera pasado la noche con el marqués de Sade.

Derek estaba de pie con las manos sobre las caderas y miraba las oscilantes copas de las Scalesias. Tenía el rostro hinchado, especialmente las ojeras y las mejillas. Parpadeó con fuerza y luego miró a Justin, esforzándose para adaptar los ojos.

Las lancetas de los trípodes se encontraban alineadas en el suelo a los pies de Justin. A su lado había cuatro bengalas y el cerrojo que Tank sacó del frigorífico de especímenes.

Se alejó unos metros y orinó en la hierba.

– Reúne a los demás para pasar revista -dijo, girando un poco la cabeza.

El suelo del bosque era sorprendentemente blando. A Cameron le parecía que cedía a su peso, bajo las pesadas botas. Llevaba una de las lanzas cortas en la mano.

Cameron y Derek andaban con precaución entre los árboles, con la piel irritada por el sol y aceitosa a causa de la protección solar. Vestidos con los trajes de camuflaje, se desplazaban de un lugar a otro como sombras del bosque. En caso de necesidad podían desaparecer tan sólo con pegarse al tronco de un árbol, tumbarse en el suelo o introduciéndose entre los matorrales.

Una vez, en Irak, ella y Derek habían sido pillados por sorpresa por un camión lleno de soldados enemigos. Llevaban puesto su traje de camuflaje para el desierto y se tumbaron en el suelo inclinado de una duna, cubriéndose las botas y el rostro con la arena. El camión les pasó tan cerca que tuvieron miedo de que les pasara por encima de los pies.

Cameron iba delante, abriéndose paso entre las ramas con los hombros y el pecho. Si no cedían, las apartaba de un empujón. Sentía las piernas firmes, fuertes a la altura de los muslos y las nalgas. Si alguna vez dejaba de trabajar, la figura se le deformaría. No tenía intención de dejar de trabajar.

Derek la seguía. El aire, atrapado bajo las copas de los árboles, era denso y húmedo, y estaba lleno de nubes de mosquitos y partículas de hojas y corteza. Cada nueve metros se detenían y registraban el área de alrededor, atentos a cualquier movimiento. En todo momento se cubrían en trescientos sesenta grados. Cameron observaba el área de delante y de los lados. La formación de vigilancia era más estrecha de lo habitual por la mala visibilidad; la densidad de las copas de los árboles producía la impresión de que estaban al anochecer.