Kates sonrió.
– Ahora el chaleco.
– Maldita sea, Mia, no te quites ese chaleco. Es una orden.
Los dedos de Mia tiraron con firmeza de la tira de velcro.
– Protegió a Shane, Andrew. Se sacrificó con Tyler Young para mantener a su hermano a salvo. -Se estaba quitando el chaleco despacio, tira por tira, con la esperanza de hacer algún progreso antes de hallarse completamente a su merced.
– Le he dicho que no pronuncie su nombre. -Kates se enderezó bruscamente y Jeremy contuvo el aliento.
Mia quería suplicar, pero mantuvo el tono sereno.
– Lo siento, sé que le dolió mucho perder a su hermano. Sé que lleva toda la semana vengándose de esa pérdida. -Mia había detenido los dedos en una de las últimas tiras de velcro. Kates la miraba fijamente-. Pero también sé que todo comenzó cuando Jeff y Manny le hicieron daño a Thad.
La ira brilló en los ojos de Kates.
– Usted no sabe nada. -Apretó los dientes-. ¡Quítese el maldito chaleco! Ahora, si no quiere que la sangre del muchacho corra a borbotones.
«¡Mierda!» Los dedos de Mia tiraron de la última tira. El chaleco le caía ahora suelto sobre el cuerpo.
– Sé más de lo que cree, Andrew. Sé qué se siente al ser la persona por la que se hace el sacrificio que usted hizo por su hermano. Mi hermana hizo lo mismo por mí.
– Miente.
– No, no miento. Mi padre abusaba de mi hermana y ella no oponía resistencia para que yo pudiera tener una vida normal. Vivo todos los días con la culpa de no haberla protegido, así que lo entiendo mucho mejor de lo que cree, Andrew. Usted no desea hacer daño a este niño, es a mí a quien quiere. Durante todo este tiempo solo ha castigado a la gente que le ha hecho daño. -Exceptuando los errores, pero no era el momento de mencionarlos-. Nunca le ha hecho daño a un niño. No empiece ahora.
Kates parecía indeciso. Intuyendo la victoria, Mia lo presionó.
– Es a mí a quien quiere, Andrew. Soy yo la que averiguó su verdadero nombre, la que lo encontró. Soy yo la que se llevó sus cosas. Soy yo la que está intentando detenerlo. No el muchacho. Déjelo ir. Tómeme a mí en su lugar.
Desde lo alto de la escalera del sótano, al otro lado de la puerta, Reed escuchaba. Tenía el corazón encogido, aun cuando era lo que había esperado que Mia hiciera desde el momento en que escuchó las palabras: «Suelte el cuchillo, detective». Reed había tenido la mano en el pomo de la puerta, listo para acudir en su ayuda, cuando oyó a Kates amenazar al niño con el cuchillo. De modo que estaba esperando, pistola en mano, el momento idóneo. No le cabía duda de que Mia conseguiría que Kates soltara al niño. A qué precio para ella, no quería pensarlo. Tras un largo silencio, Kates habló de nuevo.
– Podría matarlos a los dos.
Mia observó con detenimiento a Andrew Kates, repasó ordenadamente cuanto había averiguado sobre él a lo largo de la semana.
– Podría, pero no creo que lo haga. -Era un hombre que durante diez años había echado tierra sobre el hecho de que había matado a su propio hermano. Aceptaría de buena gana cualquier cosa que considerara más agradable que la verdad-. Le ahorró a Joe Dougherty una muerte dolorosa. Y a los animales. Ha castigado a quienes merecían su odio. Penny Hill y Tyler Young merecían su odio, Andrew, pero Jeremy no.
La detective cambió de táctica.
– Si mata a este niño, pelearé y lo mataré. Ninguna de las mujeres a las que ha matado esta semana estaba entrenada como yo. Ya leyó el artículo del periódico. Hace una semana reduje yo sola a un hombre dos veces su tamaño. Tal vez logre matarme, pero usted morirá también. Eso se lo puedo asegurar. Déjelo ir y no pelearé.
– No la creo. Es un truco.
– No es un truco, es una promesa. -Mia enarcó una ceja-. Digamos que lo hago para pagar la deuda que tengo con mi hermana. Seguro que eso puede entenderlo.
Kates estuvo pensando durante lo que a Mia le pareció una eternidad.
– Quítese el chaleco y dejaré ir al niño.
Mia dejó caer el chaleco por los brazos y tiritó, pues debajo solo llevaba una camiseta fina.
– Yo ya he cumplido mi parte. Ahora le toca a usted.
Con un solo movimiento, Kates apartó el cuchillo del cuello de Jeremy y se sacó un revólver de calibre 38 de la cinturilla. Mia miró primero el arma y luego a Jeremy, que estaba temblando.
– Vete, Jeremy -le dijo-. Ahora. -Jeremy la miró acongojado y a Mia se le partió el corazón-. Vete, cariño. Todo irá bien, te lo prometo.
Kates le propinó un empujón.
– Ha dicho que te vayas.
Jeremy echó a correr.
La puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.
– Tenemos al chico, Mia -dijo Spinnelli en su oído-. Lleva a Kates hasta la ventana.
Mia miró con el rabillo del ojo a su madre, maniatada junto al horno.
– Déjela ir a ella también.
Kates sonrió.
– Ella no era parte del trato. Además, es muy grosera.
– No puede matar a una mujer porque sea grosera -espetó Mia.
– Es evidente que todavía no han encontrado a Tania Sladerman, la empleada del hotel. Su madre se queda. Si usted no cumple, la mato. Si algo sale mal, ella será mi billete para salir de aquí.
– Sala de estar, Mia -susurró Spinnelli-. ¡Ahora!
Mia caminó hacia Kates en un intento de conducirlo hacia la ventana.
– Empecemos de una vez.
Kates agitó su arma.
– Siéntese. Lo haremos a mi manera. Póngase las esposas en las dos muñecas.
«No puede hacer eso -pensó Reed-. No lo hará». El chico estaba a salvo. Ahora Mia daría su siguiente paso. Entreabrió la puerta. Delante tenía una despensa con una puerta abierta que daba a la cocina. Se acercó con sigilo y asomó la cabeza. Annabelle Mitchell estaba sentada de espaldas al horno, maniatada y amordazada. Kates estaba entre la silla y el horno con una llave inglesa en la mano derecha y un cuchillo en la izquierda, apretando la hoja contra la garganta de Annabelle. Al verlo, la mujer abrió los ojos de par en par y Reed meneó la cabeza.
Sus ojos también se abrieron al reparar en el revólver de calibre 38 que descansaba en la parte superior del horno. En algún momento, Kates había ascendido de la pistola de calibre 22 que cogiera de la mesilla de noche de Donna Dougherty.
Cambió de posición hasta tener a Mia en el punto de mira. Estaba sentada en una silla, con las piernas abiertas e inclinada hacia delante.
– Solo hay una cosa que me intriga, Kates. -Tenía las manos entre las rodillas, manejando torpemente las esposas. Ganando tiempo. «Buena chica». Llevaba la pistola de reserva dentro de la bota. Él lo sabía bien. A esas alturas había tenido que quitársela varias veces. Mia estaba esperando la oportunidad para cogerla.
– ¿Solo una? -preguntó Kates con sarcasmo-. Dese prisa con las esposas -añadió impaciente- o la vieja la palma.
– Eso intento -espetó Mia-. Las manos me tiemblan, ¿vale? -Respiró hondo-. Sí, solo una cosa. Las mechas. ¿Por qué son tan cortas? Yo tengo dos teorías. -Levantó la vista con expresión socarrona-. El psiquiatra de mi departamento dice que su cuchillo es una extensión de su polla. Me pregunto si las mechas cortas también lo son.
Mia lo estaba pinchando para que utilizara el cuchillo con ella y no con su madre. Y aunque Reed comprendía su estrategia, el miedo le oprimió el corazón. Apuntó al pecho de Kates. En cuanto apartara el cuchillo de la garganta de Annabelle, sería hombre muerto.
Kates enrojeció.
– Maldita zorra. Sabía que mentiría.
– Y mi segunda teoría -prosiguió Mia con calma- es que las mechas cortas son su forma de hacer frente a la persona que en realidad mató a su hermano. Usted.