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– Todavía no -repuso Ben.

Mia se agachó y comenzó a seleccionar los restos.

Jack se acuclilló a su lado y preguntó:

– ¿Qué buscas?

– Algo… algo así. -Retiró de la pila un fragmento grueso y lo sujetó con el pulgar y el índice. Lo limpió y lo contempló-. Este dibujo corresponde a la pata de un perro.

Solliday se mordió un carrillo.

– Es un cuenco de perro. La señora Hill tenía un perro.

– Que se ha ausentado sin autorización -concluyó Mia con tono tajante-. No entiendo a este tío. Aguarda a la mujer, le dispara, la deja en la casa para que se queme y salva al perro, como hizo con Percy.

– No se corresponde con el perfil -opinó Solliday-. La mayoría de los pirómanos habría matado a las mascotas.

– Ningún vecino mencionó al perro -apostilló Mia-. ¿Por qué?

Solliday enarcó las cejas.

– Preguntémosles.

– Tengo el número del señor Wright. -Mitchell marcó el número en su móvil-. Señor Wright, soy la detective Mitchell. Anoche hablé con usted. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Tenía perro la señora Hill?

– Ella no, pero su hija sí. Ni se me ocurrió pensar… Ay, santo cielo, pobre animal. Es un perro encantador. En el apartamento de su hija no permiten mascotas, así que Penny se lo quedó.

– Es el perro de la hija -informó Mia a sus compañeros mediante ademanes-. Señor Wright, ¿de qué raza de perro hablamos?

– Es una mezcla de golden retriever y gran danés. Es enorme y muy cariñoso. Penny solía bromear…

Mia notó cómo el vecino respiraba entrecortadamente.

– ¿Con qué bromeaba?

– Con que el perro es tan cariñoso que conduciría a los ladrones hasta los objetos de valor a cambio de una golosina.

– Señor Wright, ¿me avisará si lo ve deambular por el barrio? Muchas gracias. -Mitchell colgó y suspiró-. Se trata de un perro grande, mezcla de gran danés y golden retriever. Por eso el asesino esperó. Al ver el tamaño del perro pensó que era feroz.

– Pero no le disparó cuando tuvo ocasión de hacerlo -apuntó Solliday.

– ¿Has hablado con la hija? -quiso saber Jack.

– No. La he llamado unas cuantas veces y hemos pasado por su apartamento, pero el casero dice que desde el sábado por la mañana no está en casa. Su coche tampoco está.

– ¿Habéis entrado en el apartamento?

– Dadas las circunstancias, nos parecía lo más prudente -replicó Solliday-. Pero la hija no estaba. Hemos visto que tenía varias llamadas en el contestador. Mia ha solicitado una orden de registro y volveremos en el caso de que en cuestión de horas no sepamos nada.

Mia parpadeó y se sobresaltó al oír que Solliday la llamaba por su nombre de pila. Había hecho lo mismo con Jack. Por lo visto, el teniente se sentía cada vez más cómodo. Lamentablemente, Mia no estaba dispuesta a permitírselo. Seguía siendo la compañera de Abe.

En ese momento sonó el móvil de Solliday.

– Es Barrington -comunicó-. Sam, ¿qué tiene? -El teniente escuchó unos segundos-. Vamos para allá. -Cerró el móvil y apretó los labios-. Ha encontrado algo.

Martes, 28 de noviembre, 13:35 horas

El ayudante de Sam señaló la puerta y dijo:

– En este momento realiza la autopsia de otro caso. Podéis entrar y hablar con él a través del cristal.

– ¿No puede salir? -preguntó Mitchell y apretó la mandíbula-. Acabo de comer.

El técnico rio entre dientes.

– Le diré que estáis aquí.

– El cuerpo de Hill será peor que una autopsia -advirtió Reed sin levantar la voz.

– Lo sé. Lo recuerdo. -Mia cerró los ojos un segundo, lo suficiente para estremecerse-. No me gusta ver cómo los abren. Sé que eso me convierte en una debilucha, pero…

– Mia, no pasa nada -la interrumpió Solliday.

– De modo que ahora nos llamamos por el nombre de pila -ironizó la detective-. Antes pensaba que te habías equivocado. Parece que, después de todo, has decidido quedarte conmigo -apostilló con gran sarcasmo.

– La primera vez fue un desliz -reconoció Reed-. ¿Para qué seguir con esa formalidad?

– Tienes razón, ¿para qué? -musitó Mitchell y se volvió cuando Sam salió de la sala y se quitó la mascarilla. Preguntó-: ¿Qué ha averiguado?

Sam se acercó a un cuerpo tapado con una sábana.

– Había monóxido de carbono en los pulmones de la víctima del incendio.

– ¡Caramba! -exclamó la detective.

– Un momento -dijo Reed al mismo tiempo-. La CSU encontró sangre en el escenario. Supusimos que le disparó, como hizo con Caitlin Burnette.

– No. Las radiografías muestran los destrozos craneales, lo que coincide con la presión debida a las altas temperaturas. Esta vez no hubo agujeros de ventilación. Estaba viva cuando se inició el incendio.

Ella arrugó el entrecejo.

– ¿Cuánto tiempo continuó viva?

– Los niveles de monóxido de carbono indican que de dos a cinco minutos, no mucho más.

– ¿Estaba consciente? -preguntó Reed casi con miedo.

– No he hallado indicios de trauma craneal anterior a la muerte.

Mia palideció intensamente. Reed aspiró una bocanada de aire y no quiso imaginar el sufrimiento que la mujer tenía que haber experimentado en el caso de haber estado consciente. Dio palos de ciego e inquirió:

– Sam, ¿cabe la posibilidad de que estuviera drogada?

– He solicitado un análisis toxicológico para averiguar si estaba drogada. Su vejiga quedó prácticamente destruida, por lo que no he podido realizar una analítica de orina. Las muestras de sangre que tomé apuntan a un nivel de alcohol de cero coma ocho gramos por litro. Es demasiado para una mujer de sus dimensiones.

– Había estado de fiesta -murmuró Mitchell; enderezó la espalda y habló con tono más firme-: Si el asesino no le disparó, ¿de dónde salió la sangre?

Con sumo cuidado, Barrington retiró la sábana y Reed notó que Mitchell se tensaba a su lado.

– Debo ser muy cuidadoso -explicó Barrington-. El cuerpo es muy frágil. Vengan. -Se apartó a un lado y les hizo señas de que se acercasen-. Mírenle los brazos.

El torso de Hill estaba ennegrecido; tenía los brazos y las piernas cubiertos de ampollas, la piel suelta y… a Reed se le revolvió el estómago y, a su lado, Mitchell tragó ruidosamente saliva.

– ¡Santo cielo! -musitó la detective y volvió a erguirse-. Tengo la sensación de que antes sus brazos estaban más ennegrecidos.

– Por el hollín. Hemos tenido que limpiar la piel. Su torso recibió lo más intenso de las llamas. Es realmente difícil destruir por completo un cuerpo adulto en un incendio doméstico -explicó Barrington, como si diera clase a estudiantes de Medicina-. El cuerpo se compone, en gran parte, de agua.

– El asesino le untó el torso con catalizador sólido, pero no hizo lo mismo con las extremidades -dedujo Reed lentamente.

– He encontrado nitrato amónico en su torso. Resultó muy útil saber qué tenía que buscar -comentó el forense.

– Barrington, ¿qué pasa con la sangre? -inquirió Mitchell-. ¿De dónde salió?

Sin inmutarse, Sam se señaló el pliegue interior del brazo, justo por encima del codo.

– En este punto le cortó la arteria braquial. Si se fijan bien, verán que la piel se enrosca a la altura del corte.

– ¿Le cortó? -Desconcertada, Mitchell miró a Reed, volvió a observar a Sam y entrecerró los ojos-. ¿Cuánto tardó en desangrarse?

– De dos a cinco minutos -repuso Sam.

Mitchell adoptó una expresión severa.

– ¡Qué cabrón! Quería que se desangrase lentamente. Pegarle un tiro habría sido demasiado compasivo.