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– ¿Quieres que pase hambre?

El teniente le dirigió a su hija una mirada cargada de paciencia.

– Quiero que me ayudes a encontrar el alfiler de la corbata, que se ha caído bajo el tocador.

Beth se arrodilló en el suelo y tanteó debajo del mueble.

– Aquí lo tienes.

La joven lo depositó en la palma de la mano de su padre, que le dio un billete de veinte dólares.

– Procura que te duren, como mínimo, dos semanas.

Beth frunció la nariz y se pareció tanto a su madre que a Reed se le encogió el corazón. La adolescente dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo de los tejanos que hasta entonces no parecían tan ceñidos.

– ¿Has dicho dos semanas? Me tomas el pelo.

– ¿Tengo pinta de tomarte el pelo? -Reed la miró de arriba abajo-. Bethie, esos tejanos te están pequeños.

En cuanto pronunció esas palabras, su hija adoptó la expresión que conocía tan bien. Reed detestaba esa actitud. Tenía la sensación de que había aparecido aproximadamente al mismo tiempo que el acné y los cambios repentinos de humor. Lauren, la hermana del teniente, le había comunicado casi en secreto que su niña ya no era una cría. Vaya por Dios con el síndrome premenstrual. Reed no estaba preparado para eso. De todos modos, no tenía importancia. Su niña se había convertido en adolescente y de aquí a nada iría a la universidad.

Se concentró en la víctima que habían encontrado entre los escombros de casa de los Dougherty. Si se trataba de la universitaria que daba de comer al gato, tenía pocos años más que Beth y seguía sin saber su nombre. Aún no había tenido noticias de Joe Dougherty hijo. Había rastreado el Chevrolet calcinado del garaje hasta un tal Roger Burnette, pero cuando Ben y él fueron a su casa, descubrieron que no había nadie. Volvería a intentarlo esa misma mañana, después de pasar por el depósito de cadáveres y el laboratorio.

Beth entornó los ojos y con tono ácido interrumpió los pensamientos de su padre:

– ¿Estás diciendo que hacen que parezca gorda?

Reed se mordió los carrillos. No existía una respuesta adecuada para esa pregunta.

– Ni remotamente. No estás gorda, sino sana. Eres perfecta. No necesitas adelgazar.

La adolescente puso los ojos en blanco y adoptó un tono de resignación.

– Papá, tampoco soy anoréxica.

– Me alegro. -Reed soltó el suspiro que había retenido-. Solo digo que tenemos que comprar unos tejanos de tu talla. -Sonrió sin demasiado entusiasmo-. Nena, creces muy rápido. ¿No te apetece la idea de comprar ropa nueva? -El alfiler de corbata se deslizó entre sus dedos, que ya no eran tan hábiles como antaño-. Me imagino que a todas las chicas les gusta ir de compras.

Beth se ocupó rápidamente de colocarle el alfiler y alisar la corbata de su padre con mano experimentada. La expresión que Reed detestaba desapareció y fue sustituida por una sonrisa traviesa que iluminó los ojos oscuros de la joven.

– Adoro ir de compras. Te juego lo que quieras a que podríamos pasar seis horas únicamente en Marshall Field, en busca de jerséis, tejanos y faldas. ¡Sin hablar de zapatos! De solo pensarlo…

Reed se estremeció, pues la imagen le resultó harto agotadora.

– No seas tan mala.

Beth rio.

– Es mi venganza por el comentario sobre la gordura. Papá, ¿quieres que vayamos de compras?

El teniente volvió a estremecerse.

– Francamente, que me maten el nervio de una muela sin anestesia parece menos doloroso. ¿Por qué no le pides a la tía Lauren que te acompañe?

– Se lo pediré. -Beth se puso de puntillas y lo besó en la mejilla-. Papá, gracias por el dinero para la comida. Tengo que irme.

Reed la vio alejarse a saltos, con el cachorro mojado pisándole los talones. Beth salió y sonó un portazo. Las sábanas de su cama seguían embarradas por culpa del perro que su hija le había suplicado que le regalase por su cumpleaños. Él sabía que, si esa noche quería dormir entre sábanas limpias, tendría que cambiarlas. Percibió olor a café. Como Beth se había acordado de darle al interruptor de la cafetera, le perdonaría el descuido de las pisadas del perro. Era una buena chica a pesar de sus estados de ánimo en ocasiones volubles.

Reed habría sido capaz de vender su alma con tal de que Beth siguiese siendo una buena chica. Miró la foto que tenía en la mesilla de noche. Hacía once años que Christine le devolvía serenamente la mirada. Se sentó en el borde de la cama, cogió la foto y con el puño de la camisa limpió el polvo del marco. Christine habría disfrutado con la adolescencia de Beth, las salidas a comprar y las «charlas». Sospechaba que ni siquiera se habría desconcertado con las actitudes de su hija. En el pasado habría maldecido al mundo debido a que su esposa no había tenido la posibilidad de vivirlo. En el presente… Depositó la foto sobre la mesilla de noche, por lo que volvió a tapar la tira de madera que no estaba cubierta de polvo. Al cabo de once años, la ira se había convertido en penosa aceptación. Lo pasado, pasado estaba. Se puso la chaqueta del traje y salió de su ensoñación. Si se retrasaba un poco más, el tráfico le obligaría a llegar tarde. «Solliday, a por un café y en marcha».

Salía del garaje cuando sonó el móvil.

– Solliday al habla.

– ¿Teniente Solliday? -preguntó un hombre que estaba frenético-. Soy Joseph Dougherty. Acabo de volver de un viaje de pesca y mi padre dice que ha llamado.

Por fin lograba hablar con Joe hijo. Reed detuvo el coche y sacó la libreta.

– Señor Dougherty, lamento contactar con usted por este motivo.

Se oyó un hondo suspiro.

– Entonces, ¿es verdad? ¿Mi casa está destruida?

– Lamentablemente es así. Señor Dougherty, hallamos un cadáver en la cocina.

Se produjo un fugaz silencio.

– ¿Cómo dice?

Reed habría preferido hablar en persona con ese hombre, cuya sorpresa le pareció sincera.

– Lo que oye, señor. Según los vecinos, alguien le cuidaba la casa.

– Claro. Se llama Burnette, Caitlin Burnette. La consideramos muy responsable. -El pánico se apoderó de la voz de Joe-. ¿Está muerta?

Reed pensó en el cuerpo carbonizado y reprimió un suspiro. «Sí, muertísima».

– Suponemos que el cadáver encontrado es el de la persona que cuidaba su casa, pero no estaremos seguros hasta que investiguemos. Le agradeceremos que deje en nuestras manos la notificación a la familia.

– Por… -Joe hijo carraspeó-. Por supuesto.

– Señor Dougherty, ¿cuándo volverán?

– Queríamos quedarnos hasta el viernes, pero intentaremos regresar hoy mismo. Volveré a llamarlo cuando sepa el horario del vuelo.

Reed dejó el móvil en el asiento del acompañante y enseguida volvió a sonar. Según el identificador de llamadas, el número correspondía al depósito de cadáveres.

– Solliday al habla.

– Reed, soy Sam Barrington.

Se trataba del nuevo forense. Barrington se había hecho cargo del depósito cuando la forense anterior cogió la baja por maternidad. Era una experta eficaz, astuta y guapa. Barrington… bueno, Barrington era eficaz y astuto.

– Hola, Sam. Voy de camino a la oficina. ¿Qué has averiguado?

– La víctima es una mujer de poco más de veinte años. Lo máximo que puedo decir es que medía de metro cincuenta y siete a metro sesenta.

Sam no era la clase de persona que telefoneaba para dar información tan secundaria, por lo que tenía que haber algo más.

– Te escucho.

– Verás, antes de cortar realicé una radiografía del cadáver. Esperaba toparme con fragmentos fracturados del cráneo.

Eso era lo habitual. Los cuerpos sometidos a un calor tan intenso… a veces los cráneos estallaban debido a la presión.

– Pero no fue así.

– No, ya que el orificio de bala que tenía en el cráneo permitió liberar la presión.

Aunque no se sorprendió, Reed supo que tendría que compartir el caso. Le correspondía el incendio provocado y a los polis el cadáver. Por decirlo de alguna manera, en esa cocina había demasiados cocineros. Esbozó una mueca de contrariedad.