– La universidad tiene una foto mejor del auténtico Devin. Podríamos pedirle al Departamento de Policía de Atlantic City que buscaran hoy por la noche con esta, o esperar hasta mañana por la mañana.
– Ya hay cuatro mujeres muertas -se lamentó Mia-. No creo que podamos permitirnos el lujo de esperar.
– Estoy de acuerdo -dijo Aidan-. Además, si mañana por la mañana no lo han encontrado, les daremos una foto mejor y les pediremos que vuelvan a buscarlo.
– Enviaré fotos de White y del chico de las mates al Departamento de Policía de Atlantic City -apostilló Mia-. Tal vez alguien fichó al verdadero Devin como persona desaparecida. Gracias por la ayuda, Aidan. Vosotros, chicos, marchaos a casa.
Aidan obedeció enseguida y les dijo adiós con la mano al salir, pero Reed se quedó mirándola.
– Vas a venir a casa conmigo, Mia.
La detective levantó la mirada, con los ojos entornados.
– Eso ha sido jugar sucio, Solliday.
Él inclinó la cabeza, estaba a punto de perder los estribos.
– ¿A qué te refieres? ¿A que quiera mantenerte con vida? -masculló.
Mia regresó a su ordenador, sus labios eran una fina línea.
– Deberías haberme preguntado primero.
Reed retrocedió.
– Sí, probablemente sí. Lo siento.
– Ya, bueno, está bien. Vete a casa, Solliday. Me reuniré contigo más tarde, cuando Beth se haya dormido.
– Podrías venir a cenar.
Mia tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador.
– Le prometí a Abe que cenaría con ellos. Además, necesitas pasar más tiempo con tu hija. Vete a casa. Te veré más tarde.
Reed se inclinó hacia su mesa, más de lo que era prudente, pero, ¡jolín!, aún recordaba su temblor cuando la había abrazado. Mia se creía una supermujer, pero era mucho más jodidamente humana de lo que quería admitir.
– Mia, yo estaba contigo la otra noche, ¿recuerdas? Vi lo a punto que estuviste de perder la cabeza, ¿recuerdas? ¿No te asusta?
Mia levantó la vista y le dirigió una mirada inexpresiva.
– Sí, pero es mi trabajo y mi vida. No voy a salir corriendo cada vez que un tipo malo me pone una pistola delante de la cara. Si lo hiciera, no sería de ninguna utilidad para nadie.
– Muerta tampoco serás de ninguna utilidad para nadie -le replicó Solliday.
– He dicho que te vería más tarde. -La detective cerró los ojos-. Te lo prometo. Ahora vete a casa con tu hija.
Mia esperó hasta que se hubo ido, luego llamó al Departamento de Policía de Atlantic City, les explicó lo que necesitaba y respondió a todas las preguntas que pudo. Dijeron que harían una búsqueda coordinada con la dirección del Silver Casino. Cuando regresó de pasar las fotos por fax, encontró a Roger Burnette de pie ante su mesa.
No estaba nada satisfecho. Tal vez estaba un poco borracho. Tenía los ojos embargados por el dolor y una ira temeraria que le hizo a Mia aminorar el paso. Instintivamente dejó las fotos sobre la primera mesa por la que pasó, de manera que cuando se acercó tenía las manos vacías. No tenía sentido darle a un padre desolado por la pena la identidad del asesino de su hija. Sobre todo cuando el padre era policía.
– Sargento Burnette. ¿Puedo ayudarle?
– Puede decirme si saben quién asesinó a mi hija.
– Creemos que sí, señor, pero aún no lo hemos identificado ni conocemos su paradero.
Burnette respiró precipitadamente.
– En otras palabras, no saben una puñetera mierda.
– Sargento. -Se acercó con cuidado-. Déjeme que llame a alguien para que lo lleve a casa.
– ¡Maldita sea!, no necesito a nadie para que me lleve a casa. Necesito que me diga que sabe quién asesinó a mi Caitlin.
En un ataque de ira dio un puñetazo a la montaña de carpetas con los expedientes que estaban encima de su mesa. Los papeles volaron al suelo.
– Se sienta aquí y se pasa todo el día leyendo. ¿Por qué no está fuera buscando?
Entonces la cogió por los hombros y la apretó como un torno, y por segunda vez en una hora Mia sintió dolor. Se había equivocado; Burnette estaba muy borracho.
– Usted no es policía -escupió las palabras entre dientes-. Su padre era un policía. Él habría sentido vergüenza de usted.
Mia le apartó las manos.
– Sargento. Siéntese.
Burnette se alzó frente a ella con los puños crispados.
– Mañana entierro a mi hija. ¿Significa eso algo para usted?
Mia se mantuvo firme sin ceder terreno, aunque tuvo que alargar el cuello para mirarlo a los ojos.
– Significa mucho para mí, sargento. Nos estamos acercando, pero aún no lo tenemos. Lo siento.
– Roger. -Spinnelli salió de su despacho y se interpuso entre ellos con una rapidez que Mia no había visto en su vida-. ¿Qué cojones cree que está haciendo?
Burnette retrocedió.
– Poniéndome al día sobre el caso de mi hija. Aunque no es que haya nada de lo que ponerse al día -añadió asqueado.
– La detective Mitchell ha estado trabajando en este caso desde el lunes casi sin interrupción.
– Entonces es que no es demasiado buena en su trabajo, ¿no? -se burló.
– Roger, se está pasando de la raya -vociferó Spinnelli.
Burnette giró sobre sus talones, dando un manotazo en el aire.
– Váyanse al infierno, todos.
Spinnelli observó el rostro de Mia.
– ¿Te ha hecho daño?
– Estoy bien, pero él está borracho -murmuró Mia-. Asegúrate de que no coge el coche para volver a casa.
– Mia, vete a casa. -Hizo una mueca-. A tu casa no. A la de Reed, con esa, como se llame.
– Lauren. -Señaló a Burnette, que se había parado en la salida de Homicidios, con los hombros caídos-. Ve a ayudarlo, Marc. Te veré mañana.
Jueves, 30 de noviembre, 20:05 horas
– La cena ha sido fantástica, Kristen. -Mia le sonreía a la sucia carita de Kara Reagan, mientras Kristen luchaba por quitarle una capa de salsa de espagueti sin lastimar la delicada piel de su hijita-. A ti también te ha gustado, ¿verdad, preciosa?
Kara saltó al regazo de Mia con una mirada pilla en los ojos.
– Helado de nata, ¿por favooooor?
Mia se rio. Quería a aquella niña como si fuera suya. Mia jugueteó con uno de los rizos pelirrojos de Kara.
– Tienes que pedírselo a mamá.
– Mamá ha dicho que no -intervino Abe; tenía mejor color, pero aún estaba muy delgado-, pero papi y Kara esperan que, como tía Mia está aquí, mamá cambie de opinión.
Kristen soltó un suspiro melodramático.
– Dos contra uno. Cada noche se confabulan contra mí. Te he preparado la habitación de invitados, Mia. Te quedarás aquí esta noche.
Kara empezó a dar brincos.
– Quédate -le exigió depositando un húmedo beso en la mejilla de Mia.
Kristen levantó a la niña del regazo de Mia.
– Es la hora del baño, niña, y luego a la cama. Dile buenas noches a tía Mia.
Kara la besó ruidosamente en la otra mejilla, luego Kristen se la llevó, mientras las dos cantaban una cancioncilla tonta para la hora del baño y Kara pronunciaba las palabras con un encantador ceceo.
– Tienes salsa en las mejillas -dijo Abe en tono burlón y Mia se la limpió.
– Valía la pena. -Sonrió con nostalgia mientras Kara se iba, agradecida de que la niña nunca tuviera que preguntarse si sus padres la querían-. No veo cómo Kristen consigue resistirse a ella.
– Es un caramelito. No dejes que la idea te haga perder los papeles. -Abe volvió a sentarse en su silla-. No vas a quedarte aquí esta noche, ¿verdad?
– No, pero no se lo digas a Kristen hasta que me haya ido. Ha amenazado con atarme.
– Por favor, dime que no te vas a casa.
Mia puso los ojos en blanco.
– Solliday tiene un adosado. Voy a usar el otro lado. Tengo mi propia habitación, mi propia cocina y mi propia entrada privada.
Abe movió los labios.
– ¿Y tu propio túnel que conecta con el otro lado para la cita a medianoche?