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Consideró la posibilidad de subir hasta el dormitorio de Reed por el mismo árbol, pero la descartó con una sonrisa. Probablemente acabaría en el suelo con algo roto. Se acarició la cadena que le colgaba del cuello. O no. Últimamente se diría que nada podía con ella.

O sí. Pensó en cuando estaba en su regazo, llorando desconsoladamente, contándole una vez más cosas que no debería haberle contado. Pero era fácil hablar con él, y ella había querido que lo supiera. Por primera vez, había querido expulsar sus culpas.

A lo mejor era una prueba. Para ver si él la rechazaba. Por ahora no lo había hecho.

Entró sigilosamente en la parte del dúplex de Reed. Reinaba el silencio. Subió por la escalera con el corazón a cien. Si la casa era el reflejo de la de Lauren, la última puerta a la derecha correspondía al dormitorio principal. Y ahí estaba, tumbado sobre la colcha, durmiendo profundamente con la luz todavía encendida. Todavía vestido, todavía calzado con sus lustrosos zapatos.

También él había tenido un día largo. Lo pondría cómodo y luego regresaría a su cuarto. Y al día siguiente, pensó, encontraría un apartamento lo más cerca posible de aquella casa. Porque por nada del mundo haría el amor en aquel dormitorio. Aquel dormitorio pertenecía a Christine, hasta los encajes de la colcha.

Frunció el entrecejo al reparar en la foto que descansaba en la mesilla de noche. Christine. Era lógico que tuviera una foto de su esposa. La quería. Todavía. «No ha encontrado a nadie que esté a su altura», le recordó la vocecita. Beth sentía lo mismo. Fue al aflojarle el cinturón cuando vio el libro. Con cuidado, se lo retiró de los dedos y buscó el título, pero no lo había. Era una libreta y todas las hojas estaban escritas.

Contempló el rostro de Reed. Seguía dormido. Debería devolver el cuaderno a su sitio. Ahora. Pero él había escuchado sus conversaciones. Era lo justo. Lo abrió por la primera hoja, donde simplemente estaba escrito: «Mis poemas, Christine Solliday». Al girar la hoja, no obstante, se le hizo un nudo en la garganta. «Para mi amado Reed. Te prometí mi corazón. Aquí lo tienes».

Poemas. Cada página tenía un poema escrito a mano por Christine. De ahí le venía el talento a Beth, pensó. Y cuán equivocada estaba la muchacha al pensar que su padre no la entendería. Las páginas estaban gastadas, algunas incluso hasta raídas. Aquel era un libro muy leído y amado. Era el corazón de Christine. Y de Reed.

Las palabras se volvieron borrosas a medida que Mia leía y parpadeaba para ahuyentar las estúpidas lágrimas. Él había sido sincero con ella, después de todo. Había dicho sin compromisos. «Y yo, como una idiota, pensé que sería suficiente».

Temblando, dejó el libro en la mesilla de noche y se dispuso a aflojarle la camisa. Sobre el vello oscuro del torso brilló una fina cadena de oro. No la llevaba cuando hicieron el amor, pero Mia recordaba vagamente haberla notado en la mejilla antes, cuando la sostuvo en su regazo y la dejó llorar. Ahora no tenía intención de llorar. Todavía no. Lo acostaría, regresaría y entonces… Descendió por la camisa y sus dedos se detuvieron en seco.

Al final de la cadena había un anillo. Una sencilla alianza de oro. «Todavía lleva su anillo de bodas». El corazón se le encogió dolorosamente, pero su mano se empeñó en torturarla y levantó la cadena. El anillo se balanceó, reflejando la luz de la lámpara.

Reed despertó sobresaltado. Una de sus manos se aferró al anillo mientras la otra apretaba la muñeca de Mia con tanta fuerza que le arrancó una mueca de dolor.

– Me haces daño -susurró.

La soltó de inmediato, pero siguió aferrado al anillo. Su expresión era dura y grave.

– ¿Qué haces aquí?

Mia dio un paso atrás.

– Está claro que cometer un gran error. Buenas noches, Reed.

Salió de la habitación, bajó la escalera y se marchó. Con mano temblorosa, logró encajar la llave en la cerradura de Lauren y cruzó la puerta como una bala. Se detuvo en el vestíbulo, jadeando como si acabara de correr un kilómetro. Pensaba que él la seguiría. He ahí otro gran error. Ahora todo su cuerpo temblaba. Violentamente.

Estúpida. No había comido nada desde… no podía recordar cuándo. Pese al nudo en el estómago, engulló un trozo de pizza fría. Cuando iba por el segundo, la puerta se abrió. Reed tenía el semblante afligido, la camisa abotonada. Si todavía llevaba el anillo, había tenido la decencia de esconderlo. No, estaba siendo injusta con él. El anillo era asunto suyo. «Te lo dijo desde el principio, Mia. Sin compromisos».

– Tenemos que hablar, Mia.

Meneó la cabeza.

– Estoy bien, Reed. Vuelve a la cama. -Él no se movió y Mia se impacientó-. ¿Sabes? He tenido un día atroz. Ahora me gustaría estar sola.

Reed se acercó y colocó una mano en su mejilla.

– Lo siento, no era mi intención hacerte daño.

– No lo sientas. -Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta-. Desde el principio me dijiste lo que querías. Soy yo la que está constantemente sobrepasando la línea. No puedo jugar de acuerdo con tus reglas, Reed. No puedo tener una relación sin compromisos. Me equivoqué al intentarlo.

Reed se quedó muy quieto.

– En ese caso, quizá deberíamos cambiar las reglas.

La esperanza encendió un pequeño fuego en el corazón de Mia. Entonces introdujo la mano en su camisa, sacó la cadena de la que pendía el anillo de oro y el fuego se extinguió.

– ¿Sabes? Me he pasado casi toda la vida compitiendo con un niño muerto que no sabía que existía, por el amor de un hombre que no se merecía ni mi desprecio. No pienso competir con tu esposa muerta, Reed, aunque el premio sea tan… valioso. Creo que me merezco algo mejor. Y ahora creo que deberías irte. Me marcharé de aquí mañana.

Esperaba que discutiera, pero Reed se limitó a mirarla con expresión triste y grave.

– Nos veremos mañana en el trabajo.

– A las ocho. En el despacho de Spinnelli. Allí estaré.

No le acompañó a la puerta. Se volvió hacia el jardín, deseando que las cosas fueran diferentes. Que ella fuera diferente. En ese momento algo le rozó la pierna y pegó un brinco.

Percy le clavó una mirada acusadora.

– Miau.

Sonriendo débilmente, Mia lo levantó del suelo.

– Me había olvidado de ti. Al menos tú puedes pedir la cena, a diferencia del pobre Fluffy. -Descansó la mejilla sobre el suave pelaje, sintió el ronroneo-. Comamos, Percy. Y luego, derechos a la cama.

Indianápolis, sábado, 2 de diciembre, 2:15 horas

«Me sorprende que un agente inmobiliario no tenga mejor protegida su casa -pensó mientras cruzaba la puerta del patio de Tyler Young-. Con su pérdida yo salgo ganando». Se echó al hombro su pesada carga y, con sumo sigilo, subió la escalera aguzando el oído, pero no oyó nada salvo los latidos de su corazón. «Al fin».

Finalmente podría enfrentarse a la persona que había matado a Shane, como adulto esta vez, no como el niño indefenso que había sido. En la cama había dos personas durmiendo: un hombre y una mujer. Sobre ella giraba un ventilador de techo que, junto con los ronquidos de Tyler, ahogaba sus pisadas mientras avanzaba hasta el lado de la mujer. Una cuchillada y gorgoteó sin dolor su último suspiro.

Tyler siguió roncando pesadamente, y a esa corta distancia podía oler el alcohol en su aliento. Estupendo. Los borrachos eran presa fácil. No tendría problemas para someterlo.

De niño había soñado con ese momento, en el maldito centro de menores. Cada noche imaginaba su venganza mientras Tyler… Tragó saliva; el recuerdo le revolvía el estómago incluso ahora, después de diez años. Mientras Tyler hacía lo que Tyler hacía. Las fantasías lo habían mantenido cuerdo entonces. Ahora, estaba a punto de hacerlas realidad. Ahora él haría lo que Tyler hacía. Hasta el último paso. Sigilosamente, enganchó al cabecero de la cama la cadena que había traído. En el extremo tenía una esposa y la cerró con un chasquido alrededor de la muñeca rolliza de Tyler. Y contuvo el aliento.