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Pero los ronquidos de Tyler continuaron. El trapo para la boca de Tyler estaba empapado de orina, otra de las bromitas que había aprendido del hombre que ahora era su cautivo. Pero ahora tenía sus propias bromas. Con sumo cuidado, sacó el tercero de los cuchillos que había tratado con pasta de curare. Qué fácil de elaborar… y qué exótico… Sosteniendo la pistola con la mano izquierda, abrió una de las venas de Tyler con la derecha. Tyler abrió los párpados de golpe, pero la pistola ya le apuntaba el entrecejo. Sus ojos se inundaron de pánico a medida que tomaba conciencia de la pistola, la cadena, el brazo sangrante.

Mas no lo reconoció y eso le cabreó.

– Soy Andrew. -Supo el momento en que Tyler recordó y rio suavemente-. Dentro de dos minutos no podrás moverte pero sentirás todo lo que te haga. -Se inclinó-. Esta vez tú contarás hasta diez, Tyler. Esta vez tú irás al infierno. Pero primero responderás a algunas preguntas. Voy a retirarte el trapo. Si gritas, te mato. ¿Entendido?

Tyler asintió mientras gotas de sudor cubrían su frente.

Retiró el trapo con una mueca de asco.

– ¿Dónde está Tim?

Tyler se humedeció los labios con nerviosismo.

– ¿Me soltarás si te lo digo?

Ni siquiera había preguntado por su esposa.

– Claro.

– En Nuevo México. Santa Fe. -Retrocedió un centímetro-. Ahora, suéltame.

Antes de que Tyler pudiera reaccionar, volvió a meterle el trapo en la boca.

– Te has vuelto estúpido con los años, Tyler. Deja que te ayude. Uno, dos, tres… -Y mientras contaba, el cuerpo de Tyler se puso rígido-. Diez. Que empiece el espectáculo.

Sabía que no disponía de mucho tiempo. En circunstancias normales, Tyler perdería el conocimiento en menos de diez minutos. Pero después de diez años, quería más de diez minutos y quería a Tyler Young plenamente consciente. Quería que Tyler Young sufriera. Quería que Tyler Young pagara.

Lo tenía todo previsto. Dejó la pistola sobre la mesilla de noche y abrió el instrumental. Como siempre, llevaba su afilado cuchillo, el tubo de plomo y los huevos de plástico que le quedaban, pero esa noche había traído algo más. Sacó de la bolsa una bombona de oxígeno y una mascarilla. Podía multiplicar por tres los minutos de conciencia de Tyler obligando a sus pulmones a llenarse de oxígeno. Tal vez Tyler se desmayara antes por el dolor.

La idea le arrancó una sonrisa.

– ¿Y bien, Tyler? -dijo animadamente, colocando la mascarilla en el rostro paralizado del hombre-. ¿Cómo te va? ¿Has abusado de algún niño últimamente? -Tyler y su mujer no tenían hijos, o por lo menos no vivían con ellos. Había comprobado todas las habitaciones antes de llegar al dormitorio principal, y en esa casa no había niños. Tampoco animales. De modo que podía concentrarse por entero en su trabajo-. ¿No puedes hablar? Qué pena, tendrás que limitarte a escucharme. No te preocupes, te mantendré informado de todos los detalles del proceso. Lo primero que haré será romperte las piernas, sencillamente porque puedo.

Y así lo hizo, observando con placer cómo los ojos de Tyler bizqueaban de dolor. Luego se pasó el tubo de una mano a otra.

– Por lo general, a estas alturas ya he terminado con el tubo -dijo con desenfado-, pero contigo tengo planeado darle otra utilidad. A mí no me gustan los hombres, solo las mujeres, pero no quiero que eso me impida darte el mismo placer que tú me diste a mí. -Advirtió que Tyler comprendía-. Genial. Oh, ¿y el cuchillo? Normalmente me limito a rebanar gargantas con él, pero también en este caso le tengo planeada otra utilidad. -Le sonrió a su víctima, a la que mantenía viva porque quería. Tyler moriría cuando él quisiera-. Entonces nos llamabas mariquitas. Ahora sabrás qué significa realmente esa expresión. Que empiece de una vez el espectáculo, Tyler. Antes de que se acabe el oxígeno.

Chicago, sábado, 2 de diciembre, 6:35 horas

Murphy vio a Mia acercarse al coche. Estaba despierto, pero contempló agradecido las tazas de café que sostenía. Bajó y se desperezó, luego cogió una taza.

– Gracias.

Mia se apoyó en el coche, de cara a la casa.

– ¿Alguna novedad?

– White no ha vuelto, pero el niño ha estado vigilando. Ahí está de nuevo.

Una vez más, las cortinas cedieron y unos dedos menudos aparecieron. Una vez más, Mia sonrió dulcemente y saludó con la mano. Una vez más, el niño desapareció.

– Propongo que intentemos conseguir una orden de registro. Las hemos conseguido por menos.

– Pediré un coche patrulla que me sustituya durante la reunión. Nos coordinaremos con los demás.

Los demás. Eso incluía a Reed.

– Suéltalo de una vez, mujer -le ordenó Murphy con su estilo afable-. ¿Qué ha hecho el guapo de Solliday?

Mia sonrió, sorprendida de que todavía pudiera.

– Nada. No hizo promesas, Murphy, y no ha roto ninguna. Y yo he obtenido del trato dos noches de sexo alucinante.

Murphy hizo una mueca de dolor.

– Eso, refriégamelo. -Ladeó la cabeza-. Cuando quieras puedo destrozar esa cara bonita por ti.

– Mi héroe. -De repente se puso seria-. Mira lo que tenemos aquí.

La puerta de la casa se abrió y por ella apareció el niño, vestido para ir a la iglesia, con traje oscuro y corbata. Se detuvo en el porche, respiró hondo y caminó sin pausa, cruzando la calle, hasta donde ellos estaban. En la mano llevaba el folleto que le habían entregado a su madre. Estaba aplanado, pero alguien lo había estrujado. Tragó saliva de forma audible.

No tenía más de siete u ocho años. Tenía el pelo rubio rojizo, cuidadosamente humedecido y peinado, y la cara llena de pecas. Las pecas siempre habían sido la debilidad de Mia. Le tendió una mano solemne.

– Soy la detective Mitchell y este es el detective Murphy.

El niño le estrechó la mano.

– Yo soy Jeremy.

– ¿Jeremy Lukowitch? -preguntó Murphy, y el niño asintió.

– ¿Dónde está tu madre, Jeremy? -inquirió Mia.

– Todavía duerme. Creo que deberíamos ir a la comisaría -dijo el niño en un tono grave.

– Y puede que vayamos -dijo Mia, apoyando una rodilla en el suelo-. ¿Has visto al hombre de la foto, Jeremy?

– Sí.

– ¿Cuándo?

Jeremy volvió a tragar saliva.

– Muchas veces. A veces vive aquí.

«Oh, dulce bingo».

– ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que lo viste, cariño?

– El jueves por la mañana, antes de ir al colegio, pero esa mañana llegó tarde.

– ¿Recuerdas a qué hora?

– A las cinco cuarenta y cinco. Miré mi reloj. -Jeremy alzó el mentón-. Deberían conseguir una orden para registrar nuestro jardín trasero.

El corazón de Mia latía con fuerza, pero mantuvo la calma.

– ¿Qué encontraríamos?

– Enterró algo allí. -Jeremy empezó a contar con los dedos-. El jueves, el martes, el domingo y el viernes pasado.

Mia parpadeó.

– ¿El viernes pasado?

Jeremy asintió.

– Sí, señora. Estaré de acuerdo en testificar si nos dan a mí y a mi madre protección policial. Nos gustaría cambiarnos el apellido y mudarnos a… Iowa.

Mia miró a Murphy, que estaba intentando en vano reprimir una sonrisa, y de nuevo a Jeremy.

– Ves mucha tele, ¿verdad, Jeremy?

– Y leo -respondió-. Pero sobre todo veo la tele. -De repente empezó a temblarle la barbilla y su fachada se vino abajo-. He de conseguir protección para mi madre. Él le hizo daño una vez. Mucho daño. Mamá tiene miedo. -Los ojos se le inundaron de lágrimas-. Y siempre está llorando. Por favor, señora, no deje que él vuelva a hacerle daño a mi mamá. -Se quedó ahí quieto, tan valiente y solo, mientras las lágrimas le rodaban por las pecosas mejillas, y Mia tuvo que morderse la mejilla para no llorar con él.

Llorar dañaría la confianza de Jeremy en la policía. Pero sí lo envolvió en un fuerte abrazo.

– Protegeremos a tu mamá, Jeremy. No tienes de qué preocuparte, cariño.

Murphy ya había sacado la radio y estaba pidiendo refuerzos.