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El dormitorio era un caos. Las mantas estaban amontonadas en el suelo. Sobre la mesilla de noche, curiosamente, descansaba una caja de condones abierta. En el armario había tal desorden que era imposible saber si se había llevado ropa o no. Frustrado, regresó a la sala. Una pila de correspondencia cubría el escritorio. La examinó con avidez. Lo único remotamente personal era una postal con un cangrejo en primer plano. «Querida Mia, ojalá estuvieras aquí con nosotros. Te echamos de menos. Un abrazo, Dana». ¿Dana? ¿Una amiga con la que Mia podría haberse alojado?

Abrió el cajón del escritorio y, sonriendo, extrajo un álbum de fotos. Acababa de dar con una mina de oro. Abrió la tapa y suspiró. Mitchell era tan caótica con sus fotos como con todo lo demás. No había una sola foto metida en las fundas de plástico. Estaban todas amontonadas, como si las hubiera echado ahí con la idea de ordenarlas algún día. ¿Cómo había conseguido llegar tan lejos?

En lo alto del montón descansaba una esquela que había arrancado del periódico y cuyos bordes no se había molestado en recortar. Reprimió el impulso de hacerlo él y la leyó. Su padre había muerto cuatro semanas antes. Qué interesante. Su madre aún vivía. Más interesante aún. Seguro que obedecería si su madre estuviera en peligro.

Siguió buscando. Muchas fotos del colegio. Y la foto de una boda. Mitchell de rosa junto a una pelirroja alta vestida de blanco. Detrás ponía: «Mia y Dana». Bingo. Pero Dana qué. ¿Y dónde podía encontrarla? Pide y se te dará. Debajo de la foto nupcial había una invitación. Dana Danielle Dupinski y Ethan Walton Buchanan se complacen en invitarle… Estaba intacta. Sonrió. Había sido dama de honor, de modo que no había necesitado enviar contestación. Se guardó la esquela y la tarjeta en el bolsillo. Dana Dupinski vivía por lo menos a media hora de allí. Debía darse prisa.

Sábado, 2 de diciembre, 18:45 horas

– Hablad -dijo Spinnelli desde la cabecera de la mesa de reuniones. Se habían congregado de nuevo; Reed y Mia, Murphy y Aidan, y Miles Westphalen-. ¿Qué sabemos?

La mesa volvía a estar llena, esta vez de papeles. Después de más de siete horas de llamadas telefónicas, faxes y correos electrónicos, habían logrado reconstruir gran parte del pasado de Andrew Kates. Reed se sentía animado. Estaban cada vez más cerca.

– Sabemos dónde ha estado Andrew Kates -dijo-, adónde es probable que vaya y, lo más importante, por qué el diez es el número mágico.

Mia apiló sus notas.

– Andrew y Shane Kates son hijos de Gloria Kates. Aidan ha seguido el rastro de Andrew hasta el centro de menores de Michigan, que le ha enviado por fax copias de sus partidas de nacimiento. En ninguna de las dos aparece el nombre del padre. Andrew es cuatro años mayor que Shane y cumplió condena en el centro de menores de Michigan por robar un coche cuando tenía solo doce años. Nadie de allí se acuerda de él, pero han pasado diez años.

– ¿Viene de ahí el número mágico? -preguntó Westphalen, y Mia negó con la cabeza.

– Paciencia, Miles. Si nosotros hemos tardado siete horas, tú bien puedes escuchar diez minutos.

– Lo siento -farfulló Westphalen, debidamente reprendido, y Reed reprimió una sonrisa.

– A lo que iba -continuó Mia-. He hablado con la asistente social jefe del centro de menores. No recuerda a Andrew pero ha buscado su expediente. Era un interno modelo. Aseguraba que se había visto obligado a robar el coche para alimentar la drogodependencia de su madre. Gloria Kates tenía un largo historial de cargos por posesión de drogas, así que es probable que Andrew dijera la verdad.

– Por lo menos le salió bien -dijo Spinnelli.

– Ajá. -Reed retomó el hilo-. Cuando lo cogieron robando el coche, Gloria, su madre, se largó de la ciudad, dejándolo solo con el marrón.

– Lo que explicaría su hostilidad hacia las mujeres -apuntó Westphalen-. ¿Por qué no ha ido a por ella?

– Porque está muerta -dijo Reed-. Sobredosis de heroína, hace unos meses.

– De modo que tiene que buscar sustitutas -masculló Westphalen-. Muy interesante.

– Lo que viene es aún mejor -auguró Reed-. Cuando Gloria se marchó, Andrew ingresó en el centro de menores y los Servicios Sociales de Detroit colocaron a Shane con su tía materna, Mary Kates, de Springdale, Indiana.

– El incendio de la noche de Acción de Gracias -murmuró Spinnelli.

– Exacto -dijo Reed-. He hablado con el sheriff y el jefe de bomberos de Springdale sobre ese incendio. El jefe de bomberos me ha contado que encontraron latas de gasolina en el jardín de atrás, pero ni huevos ni rastros de un catalizador sólido. Solo gasolina y cerillas. Tampoco huellas dactilares. El sheriff me ha contado que la tía y el hombre con quien vivía, Carl Gibson, aparecieron muertos en su dormitorio, cerca de la ventana. Tenían las piernas rotas y por eso no pudieron escapar.

– Como las víctimas violadas de Atlantic City -dijo Aidan.

– Y como algunas de nuestras víctimas -añadió Reed-. Nadie en Springdale se lamentó o sorprendió de lo ocurrido y la policía local está teniendo problemas para avanzar en el caso. Gibson tenía antecedentes por pederastia y estaba en libertad condicional.

Westphalen asintió.

– Eso tiene sentido.

– ¿Cuándo detuvieron a Gibson? -preguntó Spinnelli.

– Yo me he encargado de averiguarlo -dijo Murphy-. Gibson no tenía ninguna denuncia en su expediente cuando los Servicios Sociales de Detroit le entregaron a Shane. Las primeras denuncias fueron presentadas en nombre de Shane Kates. Gibson salió absuelto pero más tarde lo detuvieron por abusar de otros dos niños.

– He ahí el detonante -dijo Westphalen-. Gibson abusó del hermano de Andrew y, casi diez años después, abusan de Thad, el muchacho del Centro de la Esperanza. Esa misma noche, Gibson y la tía de Andrew Kates, Mary, mueren. Pero diez años es mucho tiempo para que semejante rabia permanezca aletargada.

– Porque te estás adelantando -le reprochó Mia-. Ten paciencia, Miles.

Westphalen hizo una mueca.

– Lo siento. Continúa, por favor.

Reed asintió.

– Bien. Gibson abusó de Shane durante el año que pasó en su casa, y teniendo en cuenta su perfil, probablemente en múltiples ocasiones. Ese cabrón está enfermo.

– Estaba -dijo Mia-. Ahora ese cabrón está muerto.

– Estaba -se corrigió Reed-. Shane debía de tener entonces siete u ocho años.

– La misma edad que Jeremy Lukowitch -señaló Murphy, y Mia asintió con preocupación.

– No sé qué pensar a ese respecto. Puede que por eso no le hiciera daño y solo se lo hiciera a su madre. Perdona, Reed. Continúa.

– Andrew estuvo en el centro de menores un año. Cuando salió, lo colocaron con su tía, pero ese mismo día cogió a Shane y se escapó. La policía de Indiana los detuvo unos días después, pero Andrew les contó lo que Carl Gibson le había hecho a Shane. Como la tía tenía la custodia permanente de ambos, los pusieron en un hogar de acogida de Indiana en lugar de devolverlos a Detroit. Fue entonces cuando se presentó la primera denuncia contra Gibson.

– Era difícil colocar a los dos hermanos juntos -prosiguió Mia-, sobre todo cuando uno de ellos había estado en un centro de menores. La agencia de Servicios Sociales no consiguió colocarlos, de modo que el caso se trasladó a Chicago, que tenía muchos más hogares disponibles. Penny Hill era su asistente social. Los colocó con Laura Dougherty, que tenía fama de saber tratar a los niños problemáticos y estaba dispuesta a acogerlos a los dos.

– ¿Qué fue eso tan horrible que hizo Laura Dougherty para que Kates intentara matarla tres veces? -preguntó Westphalen.

– Ahí hemos tenido que escarbar un poco más -dijo Mia-. La directora de Servicios Sociales lo ignoraba y Penny Hill no lo anotó en el expediente. Al final he tenido que ir a casa de la señora Blennard, su vieja amiga. La mujer se acordaba de Shane. Era muy guapo, rubio y con ojos azules. Laura se había planteado la posibilidad de adoptar a los dos hermanos, pero entonces Shane empezó a molestar a uno de los niños más pequeños, de solo cinco años. -Mia puso cara de resignación-. Lo acariciaba.