– Claro. -Cuando hubiera superado lo de Reed, le pediría a David que le presentara a alguno de esos chicos-. No la has olvidado, ¿verdad? -Dana, a quien David había amado durante años y que no tenía ni la más remota idea del daño que le había hecho.
Él cerró sus ojos grises.
– Come chile, Mia.
– Vale. Oye, la otra noche mi coche sufrió una emboscada. El departamento me arreglará los cristales, pero una de las balas golpeó el capó. ¿Le echarás un vistazo en tu taller?
David enarcó sus negras cejas.
– ¿Han tiroteado tu coche? ¿Tu pequeño Alfa?
– Ajá. -Mia sonrió-. Fue emocionante.
David echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, y por un momento Mia se preguntó si ella y Dana eran unas memas sin ojos en la cara.
– Apuesto a que lo fue. -Recuperó la seriedad-. ¿Por qué has venido, Mia?
Debería contarle lo de Dana y el bebé, porque si para ella había sido duro, más lo sería para él. Mejor otro día.
– Esta noche no tenía plan.
La mirada de David se nubló.
– Está bien. Arriba tenemos una mesa de billar.
– ¿Podré bajar por la barra?
David sonrió, iluminando la lúgubre atmósfera.
– Claro.
– En ese caso, que se preparen.
Sábado, 2 de diciembre, 22:50 horas
Lauren tenía una cita y Beth estaba de morros. Eran las once de un sábado y estaba solo. Cerró los ojos y se permitió reconocer que no quería estar solo. Quería a Mia allí, con él. Quería su boca descarada, sus bruscos modales, sus suaves curvas. Dios, qué suaves eran sus curvas. Recordó la sensación de sumergirse en ella, de empujar contra ella, de llenarse las manos de ella. Había estado…
Perfecta. Abrió los ojos y contempló la pared, preguntándose si se había vuelto ciego y estúpido. Perfecta. Mia no era elegante y el hogar que creara estaría lleno de cajas de comida precocinada y sábanas que no hacían juego. Pero sería un hogar. Ella le hacía…
Feliz. Se tocó la cadena que llevaba en el cuello. Le había hecho daño. A Mia.
Pero no era demasiado tarde. No podía serlo. Se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro. No permitiría que lo fuera.
El ordenador pitó. O tenía un correo nuevo o una entrada nueva en la búsqueda que había programado tres veces al día. Se sentó delante de la pantalla y dejó de respirar. Era una entrada nueva en la búsqueda del catalizador sólido. Las primeras cuatro entradas eran suyas, pero la quinta había sido registrada esa misma tarde. Por un tal Tom Tennant de Indianápolis.
Reed encontró el número del Cuerpo de Bomberos de Indianápolis. Diez minutos y tres transferencias más tarde, lo tuvo al otro lado de la línea.
– Tennant. -Era un gruñido amodorrado.
– ¿Tom Tennant? Me llamo Reed Solliday, de la OFI de Chicago. Esta tarde ha registrado en la base de datos un incendio por gas natural donde se había utilizado un catalizador sólido.
– Así es. Un infierno. El fuego devoró prácticamente media manzana. -Reed podía oír el martilleo de un teclado. Tennant estaba comprobando sus datos.
– Encontrará cuatro entradas mías en la base de datos. Cabe la posibilidad de que ese incendio esté relacionado con un asesino pirómano en serie de Chicago. ¿Cómo se llamaba el propietario de la casa?
– Ahora mismo no puedo darle esa información.
Reed dejó escapar un suspiro impaciente.
– ¿Puede decirme al menos si el apellido era Young?
Hubo un leve titubeo.
– Sí. Tyler Young.
«Uno de los hijos. Mierda».
– ¿Ha sobrevivido?
Tennant vaciló.
– Primero debo comprobar su identidad. Dígame su número de placa.
Reed lo recitó de un tirón.
– Dese prisa. Llámeme en cuanto lo haya verificado.
Habían encontrado a uno de los Young. Demasiado tarde, al parecer. Quizá aún estuvieran a tiempo de prevenir a los otros tres. Procedió a marcar el número de Mia pero cambió de parecer. Esperaría a que Tennant telefoneara.
Los aullidos del cachorro rompieron el silencio. Por lo visto Biggles estaba fuera, pero no había oído a Beth bajar para dejarlo salir. Entonces el silbido agudo del detector de humos se sumó al bullicio. Con el corazón en un puño, Reed subió la escalera como una bala mientras marcaba el número de emergencias. ¡Beth estaba arriba! El humo ya inundaba el pasillo.
– Fuego en el 356 de Morgan. Repito, fuego en el 356 de Morgan. Hay gente en la casa.
– Señor, tiene que salir -dijo la operadora.
– ¡Mi hija está dentro!
– Señor…
Reed cerró el teléfono y agarró el extintor de la pared.
– ¡Beth!
Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. Beth tenía puestos los auriculares. No podía oírlo. Arremetió contra la puerta y resquebrajó la madera. Durante una fracción de segundo contempló, horrorizado, las llamas que lamían las paredes y el humo que invadía la habitación.
– ¡Beth! -Corrió hasta la cama, tiró de la manta y vació el extintor en la base de las llamas, pero la cama estaba vacía.
Beth no estaba. ¡No estaba! Corrió hasta el pasillo, miró en el cuarto de baño, en la habitación de invitados ¡Nada! Tocó la puerta de su dormitorio y se le abrasó la mano.
Regresó al cuarto de baño. «Moja las toallas. Cúbrete las manos y la cara». Actuando con el piloto automático, abrió de un empujón la puerta de su dormitorio. La ola de calor lo derribó. Su cama aparecía devorada por las llamas. Giró sobre su estómago y trató de entrar a rastras. «¡Mi pequeña!»
– ¡Beth! Estoy aquí. Habla. Hazme saber dónde estás.
Pero apenas podía oír el sonido de su propia voz por encima del fragor y los silbidos. De repente unas manos tiraron de él e intentó soltarse.
– ¡No! Mi hija está aquí. Mi hija sigue aquí.
Fue sacado de la habitación a rastras por bomberos completamente equipados. Máscaras de oxígeno cubrían sus caras. Uno de ellos se la levantó.
– ¿Reed? ¡Por Dios, tío, sal de aquí!
Reed se los quitó de encima.
– Mi hija sigue aquí. -El humo le inundó los pulmones y cayó de rodillas, tosiendo hasta quedarse sin aliento.
– Nosotros la encontraremos. Sal de aquí.
Uno de los hombres lo empujó hasta la calle y se lo entrego a un sanitario de urgencias.
– Es el teniente Solliday. Su hija está dentro. No dejes que vuelva a entrar.
Reed se soltó del sanitario con vehemencia, pero otro ataque de tos lo dejó sin respiración. El sanitario se lo llevó a la ambulancia y le colocó una mascarilla de oxígeno en la cara.
– Respire, teniente. Y ahora siéntese.
– Beth. -El cuerpo no le respondía. Solo podía quedarse ahí, viendo cómo una de las ventanas reventaba.
El sanitario le estaba vendando las manos.
– La encontrarán, señor.
Reed cerró los ojos. «Beth está dentro. Está muerta. No llegarán a tiempo».
«No he podido salvar a mi hija». Entumecido, tomó asiento y esperó.
Sábado, 2 de diciembre, 23:10 horas
Los hombres se habían congregado alrededor de la mesa de billar y Mia calculó que al menos dos de los tipos eran de los que matarían por estar con ella. En el pasado se habría sentido halagada, pero, tal como le había contado a Reed, el problema nunca había sido el sexo, sino la intimidad. Pero el hombre con quien se había mostrado realmente íntima, compartiendo sus secretos más profundos, no la quería.
Por lo menos no como ella quería. No le cabía la menor duda de que Reed Solliday la deseaba sexualmente. Incluso sabía lo mucho que quería desearla emocionalmente. Pero tenía miedo. Como ella. Y mientras ella no superara ese miedo, seguiría llegando cada día a una casa vacía y seguiría siendo la tía Mia de los hijos de los demás.
– He ganado -anunció Larry Fletcher y dejó su taco sobre la mesa.
– Has hecho trampa -le corrigió Mia con una sonrisa-. Lo he pasado muy bien, pero ahora debo irme. -Adónde, no estaba segura. Los dos aduladores protestaron, entonces sonó un aviso por radio y todos guardaron silencio Cuando quedó claro que no era para el retén 172, reanudaron la charla, pero Mia escuchó una frase que le heló el corazón.