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Miércoles, 29 de noviembre, 23:50 horas

Mia parpadeó. Había leído ese nombre antes. Tenía los ojos cansados. Era hora de dejarlo.

Se recostó en la dura silla y se desperezó, estirando los músculos del cuello. Había repasado un mes de los casos de Burnette, en concreto el mes antes de que enviaran a Manny Rodríguez al Centro de la Esperanza. Había hecho una minuciosa relación de cada nombre, cada lugar mencionado en cada caso que Burnette había supervisado o con el que se había relacionado.

Era una fea lista. No envidiaba a Burnette su clientela de Antivicio. Pero aparte de ser una fea lista, no había nada útil o raro en ella. Ni un solo nombre o lugar que le llamara la atención. Era una labor tediosa, y todavía le quedaban toneladas de papel por leer.

Pero, como sucedía con las labores tediosas, había sido un modo medio decente de olvidarse de Reed Solliday y su seductora boca. Bueno, en realidad olvidarse no se había olvidado. Más bien se había quedado en… una especie de limbo. En la primera fila del limbo, ¡mierda!

Ella lo había besado. Y ahora conocía el sabor de su boca, el contacto de sus labios contra los suyos, cómo se sentía recostándose contra la sólida pared de músculo que él llamaba pecho. Y ahora, después de haberlo probado, quería volver a probarlo. Y quería una buena ración.

Maldita hamburguesa. Culpó a Dana de aquello. Había sido felizmente desgraciada hasta que había empezado a tener antojos de hamburguesa. ¿A ver qué iba a ocurrir cuando Solliday quisiera algo más exclusivo, como pasar de la hamburguesa al solomillo? A ella se le partiría el corazón, eso es lo que ocurriría.

Y tal vez el de Solliday también. Era un poco deprimente, pero no lo bastante como para aniquilar el deseo. No solo quería besarlo. Ahora que ella se había arriesgado… bueno, si entrase por la puerta en aquel preciso instante, sería un hombre muy feliz. Al menos durante un rato. Mia sabía que era bastante buena en el sexo. El sexo en sí nunca había sido un problema. La intimidad sí.

Se levantó, volvió a estirar la espalda. Aún le dolía el placaje que Solliday le había hecho la noche anterior, pero no tenía sueño. Tenía demasiada cafeína en el cuerpo como para poder dormir. Así que ahora se tumbaría en la cama, miraría el techo y desearía estar echando un polvo.

¡Esa maldita Dana! Probablemente ella estaba echando un polvo en ese preciso minuto. No era justo.

Caminaba preocupada de un lado a otro, preguntándose si Solliday estaría durmiendo. Esperaba que no. Esperaba que estuviera…

Un fuerte golpe en la puerta la sobresaltó. Sacó con cuidado el arma de la cartuchera que había dejado colgada de una silla. Sujetando el arma a un lado, se puso de puntillas y echó un vistazo por la mirilla de la puerta.

Soltó un soplido de alivio. Abrió la puerta a Reed Solliday, que estaba de pie sobre su felpudo con rostro severo.

– Me has dado un susto de muerte -dijo Mia saltándose cualquier saludo, luego se preocupó. Era casi medianoche-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Puedo entrar?

Se hizo a un lado de inmediato y le dejó pasar. Reed entró con grandes zancadas y un paso casi agresivo. Mia cerró la puerta y se apoyó contra ella.

– ¿Qué ha pasado?

Reed se quitó la gabardina y la dejó en el sofá. Había dejado la americana y la corbata en algún lugar. Llevaba la camisa desabrochada de modo que permitía vislumbrar su fuerte y tentador vello negro. El corazón de Mia empezó un lento martilleo en su pecho. El martilleo se hizo más fuerte cuando él le quitó la pistola de la mano y la devolvió a la cartuchera. Y cuando Reed se acercó a ella con aquel semblante duro y depredador, el martilleo se propagó en tono grave y profundo.

Sin quitar los ojos de los de ella apoyó las manos planas contra la puerta a cada lado de la cabeza de Mia. Estaba atrapada, pero no sentía miedo. Solo excitación y la oscura emoción del deseo. Cuando Reed bajó la cabeza y la besó, lo hizo de una manera salvaje y ávida, y no dejó lugar a dudas sobre el motivo de su regreso. Mia se dejó arrastrar. Simplemente la boca de Reed en la suya. Mia gimió y Red echó la cabeza hacia atrás. Mia estaba allí de pie, con los ojos cerrados, mientras la puerta soportaba su peso. El aliento de Reed le golpeaba el cabello y Mia sabía que si levantaba la mano hasta el corazón de Solliday, lo notaría atronar contra su palma.

– No podía dormir -dijo él en un susurro entrecortado-. Solo podía pensar en ti. Debajo de mí. He de tenerte, pero si no es eso lo que quieres, dímelo y me iré.

Mia tenía el corazón físicamente herido y el cuerpo expectante. Él era lo que ella deseaba. Aquello era lo que necesitaba. Ya.

– No te vayas.

Mia levantó los ojos hacia los de Reed. Luego levantó las manos hacia su rostro y lo atrajo para darle otro apasionado beso que la dejó con las rodillas temblando. Reed recorrió los costados de Mia, los pechos, modelándola una y otra vez. Reed pasó los dedos por los pezones y ella se estremeció de una manera violenta.

Hacía mucho tiempo que no notaba las manos de un hombre en su cuerpo. Mucho tiempo desde que no tocaba a un hombre. Cogió la camisa de Reed y tiró de ella por la botonadura, arrancando el tejido hasta que consiguió abrírsela. Durante un minuto entero Mia recorrió con la mano kilómetros de músculo, luego pasó los dedos por el grueso vello que le cubría el pecho.

Murmurando una maldición, Reed la cogió del trasero y la levantó del suelo hasta que sus cuerpos estuvieron alineados, y aguantando su peso, se apretó contra ella. Estaba duro y excitado en el lugar preciso que ella necesitaba que estuviese.

No, no exactamente donde necesitaba que estuviese. Aún no. Reed apartó la boca de la de Mia y recorrió un sendero de besos por el cuello. La dura protuberancia ya no pulsaba contra ella cuando él la levantó más alto y ella le puso las piernas alrededor de la cintura.

Mia abrió la boca para protestar, cuando la boca de Reed se cerró en su pecho y empezó a chuparlo con fuerza. Mia gritó, la protesta se desintegró en un gemido. Ella le acarició el pelo y lo dejó allí, chupando. Reed se apartó para trasladarse al otro pecho y Mia dejó caer la cabeza hacia atrás contra la puerta y… se dejó absorber.

Reed se enderezó bruscamente y, sorprendida, Mia se agarró a sus hombros.

– Coge mi gabardina -dijo y ella parpadeó.

– ¿Qué?

Reed la llevó hasta el sofá.

– Coge mi gabardina.

Agarrada a un hombro, Mia se inclinó para hacer lo que él le había pedido.

– ¿Por qué?

Reed ya la estaba conduciendo hasta el dormitorio.

– Condones en el bolsillo.

Metió la mano en un bolsillo, luego en el otro y sacó una bolsa de plástico blanca de la farmacia. Mia dejó caer la gabardina en el suelo y se inclinó para mordisquearle los labios.

– Los tengo.

Reed se arrodilló a los pies de la cama y la bajó con cuidado hasta el colchón. Le quitó los pantalones antes de que pudiera parpadear e, incapaz de mantenerse al margen, se quitó la blusa. Con las manos a la espalda buscaba desabrocharse el sujetador, cuando él volvió a poner la boca en ella, justo a través del triángulo de seda del tanga. Mia se desplomó hacia atrás sobre la almohada, agarró la colcha con las dos manos y una vez más volvió a dejarse absorber.

– Estás húmeda -murmuró Reed-. Muy húmeda. -Levantó la cabeza y sus ojos centellearon-. Esperaba que lo estuvieras.

– Estaba pensando en ti.

Reed levantó la ceja y parecía el propio diablo, pero la imagen era seductora.

– ¿Qué pensabas?

Como por un acto reflejo, ella levantó las caderas; quería que volviera a donde estaba a hacer lo que estaba haciendo. Nunca antes le había gustado tanto.

– Solliday, por favor.

– Primero hablas tú.

Se apoyó en los codos para incorporarse.

– Eso es extorsión.

Reed sonrió y le lamió a través de la seda.

– Demándame.